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El socio de CPA Ferrere y doctor en historia económica Gabriel Oddone escribió una columna en su blog personal sobre lo que entiende son los principales desafíos de Uruguay en el mundo actual.
En el texto, que el economista llamó “En busca del arca perdida” en referencia a la primera entrega de una serie de películas de Indiana Jones, Oddone hizo en primer término referencia al contexto político internacional en Occidente, en particular después de la Guerra Fría.
“Asistimos a un cambio de era en la que los consensos (movilidad de bienes, capitales y personas) que nos permitieron alcanzar niveles de prosperidad, convivencia e igualdad globales sin precedentes en las últimas siete décadas ya no son suficientes. Y ello es así porque muchos ciudadanos de los países industrializados se perciben como los perdedores de la globalización”, escribió Oddone.
Con respecto a Uruguay, el analista apuntó que “en un mundo como este, en el que el concepto de soberanía está en declive, ser un país abierto, cohesionado y predecible ya no es suficiente”.
“En un mundo dominado por cadenas globales que deslocalizan y fragmentan los procesos de producción y en el que la convivencia virtual avanza vertiginosamente, la idea de que un estado nacional por sí sólo está en condiciones de regular, gravar y controlar a agentes globales (plataformas, traders, fintech, etc.) es, cuando menos, antigua”, advirtió.
Oddone manifestó que “en una sociedad como la uruguaya que tanto valora los estándares de convivencia y la cohesión social, equilibrar el crecimiento económico y la distribución del ingreso es crucial”.
“Esa es la clave del éxito cuando lo hemos hecho bien (la primera década del siglo XX, la inmediata posguerra y la década posterior a la crisis de 2002) y la principal explicación de nuestros problemas cuando fracasamos (los años sesenta). En breve es necesario crecer a la tasa necesaria para sostener y seguir mejorando nuestro Estado del Bienestar. Si no crecemos por intentar distribuir no podemos seguir distribuyendo. Si no distribuimos a pesar de crecer, como en una parte de los 1990, minamos las bases de nuestro contrato social”, resumió el economista en su columna, en la que resaltó la necesidad de aumentar la productividad en la economía uruguaya, así como reducir la desigualdad.
Comparto columna con algunas reflexiones deshilvanadas sobre desafíos para Uruguay en el mundo actual. Hilo (5) https://t.co/LpRK5Ys2cW .
— Gabriel Oddone (@OddoneGabriel) November 9, 2021
Columna completa:
En busca del arca perdida
En 1981, la reunión de Steven Spielberg, George Lucas, Lawrence Kasdan y Harrison Ford dio lugar a una de las películas de aventuras más fascinantes de la historia del cine. Con un argumento algo extravagante y un ritmo vertiginoso, “Raiders of the Lost Ark”, su título original, combina de manera magistral las peripecias de personajes diversos para obtener un objeto, el “arca”, que contiene poderes sobrenaturales capaces de torcer el rumbo de una guerra mundial.
Como en la película, los tiempos que vivimos nos desafían a buscar “algo” que nos oriente sobre cómo navegar las aguas que nos toca atravesar. Seguro es algo más aburrido que las aventuras de Indiana Jones, pero no debería ser menos intenso. Aquí unos apuntes al respecto.
El contrato social intergeneracional en Occidente está roto. En contraste con los habitantes de la posguerra e incluso del fin de la Guerra Fría, nuestras sociedades están cargadas hoy de temores debido a la incertidumbre que los cambios tecnológicos y medioambientales provocan sobre nuestras perspectivas de confort, salud y calidad de vida. La percepción de un futuro más riesgoso del que enfrentaron nuestros padres afecta nuestra Ilusión, compromiso y sentido de pertenencia con la comunidad que integramos. Así, las sociedades se descohesionan, se fragmentan, alimentando liderazgos de mala calidad y un divorcio creciente entre las agendas públicas de corto y largo plazo.
Asistimos a un cambio de era en la que los consensos (movilidad de bienes, capitales y personas) que nos permitieron alcanzar niveles de prosperidad, convivencia e igualdad globales sin precedentes en las últimas siete décadas ya no son suficientes. Y ello es así porque muchos ciudadanos de los países industrializados se perciben como los perdedores de la globalización. Como lo muestra la evidencia reunida de Branko Milanovic y Thomas Piketty, o como lo argumenta Dani Rodrik, esa percepción no es descabellada. Y por eso Trump en Estados Unidos, Brexit en el Reino Unido, los chalecos amarillos en Francia, el neofascismo en centro Europa o Vox en España.
La idea de un ciudadano un voto a nivel global es cada vez más un espejismo. El fracaso democratizador de Estados Unidos en Afganistán e Irak o la consolidación de China como potencia hegemónica emergente en base al éxito de su “capitalismo político”[1], así lo sugieren.
En muchos sentidos el concepto de soberanía está en declive. En un mundo dominado por cadenas globales que deslocalizan y fragmentan los procesos de producción y en el que la convivencia virtual avanza vertiginosamente, la idea de que un estado nacional por sí sólo está en condiciones de regular, gravar y controlar a agentes globales (plataformas, traders, fintech, etc.) es, cuando menos, antigua. En ese contexto, la Política reacciona con espasmos proteccionistas de los populistas (“Make America Great Again”) e iniciativas seductoras del maistream político occidental. El impuesto mínimo global es una muestra de esto último.
En ese mar los uruguayos estamos obligados a trazar y emprender un rumbo que nos permita seguir mejorando las bases de nuestra convivencia. Ello encierra desafíos de corto y largo plazo, lo que requiere articular una agenda de políticas diversa, nueva y compleja. La clave es que esa agenda nos permita acelerar el crecimiento, fortalecer nuestro sistema de protección social, enfrentar los desafíos del cambio climático y adaptar nuestras instituciones a un mundo más diverso, menos excluyente y mucho más fluido.
Lo primero que debemos reconocer es que las cartas de navegación que nos trajeron hasta acá ya no son, por sí solas, capaces de ayudarnos a navegar las aguas que nos disponemos a cruzar. Nuestras señas de identidad, país abierto, cohesionado, estable y predecible, no son suficientes para captar inversiones, ser visitados por turistas o atraer inmigrantes.
Debemos ser honestos y reconocer que nuestra sociedad se dualiza. Y a diferencia de muchos países de la región en los que sus comunidades han sido secularmente duales, en el Río de la Plata asistimos a un proceso de dualización. Entenderlo es crucial porque, entre otras cosas, los remedios para enfrentarlos son diferentes. No es lo mismo actuar sobre una sociedad dual que hacerlo sobre una que se dualiza. No son iguales los hábitos, sentimientos e incentivos de quienes acumulan generaciones de exclusión, que los de aquellas personas que perciben que son ellos quienes no son incluidos. Y esto es importante también, porque la dualización es un fenómeno menos frecuente que la dualidad, razón la cual el conocimiento y la experiencia acumulada sobre cómo tratarla son mucho más limitados.
También debemos ser conscientes de que desafiar al MERCOSUR, como lo estamos haciendo, requiere ser precavidos en términos geopolíticos. Uruguay ha sido siempre un aliado de la potencia hemisférica de turno. Su enclave estratégico y el tamaño de sus dos vecinos así lo exigen. Por eso, en nuestro camino de liberar amarras sin romper con nuestros socios regionales debemos ser muy cuidadosos. Sobre todo, ser conscientes de que por razones internas y al menos a corto plazo, Estados Unidos no está en condiciones de ofrecer a ningún país condiciones favorables o de acceso privilegidado. El legado de Trump ha condicionado la agenda de política de los sucesivos gobiernos norteamericanos, incluso de los más favorables a la globalización. Por eso, es clave comprender que los avances que se hagan con China en el marco de un eventual TLC serán mirados con mucho recelo por Estados Unidos a pesar de que no haya ninguna señal de su parte para evitarlo o enlentecerlo.
En una sociedad como la uruguaya que tanto valora los estándares de convivencia y la cohesión social, equilibrar el crecimiento económico y la distribución del ingreso es crucial. Esa es la clave del éxito cuando lo hemos hecho bien (la primera década del siglo XX, la inmediata posguerra y la década posterior a la crisis de 2002) y la principal explicación de nuestros problemas cuando fracasamos (los años sesenta). En breve es necesario crecer a la tasa necesaria para sostener y seguir mejorando nuestro Estado del Bienestar. Si no crecemos por intentar distribuir no podemos seguir distribuyendo. Si no distribuimos a pesar de crecer, como en una parte de los noventa, minamos las bases de nuestro contrato social.
En ese marco, aumentar la productividad de los factores y promover la igualdad deben ser las prioridades. Lo primero requiere aumentar y potenciar nuestro capital humano y mejorar la eficiencia del sector no transable. Esto último incluye promover la competencia en muchos mercados regulados y reformar el Estado de manera profunda. Aumentar la igualdad hace necesario fortalecer los mecanismos de protección a la población vulnerable focalizando mejor, combatir la segregación espacial, dar condiciones para la empleabilidad y lograr que los mecanismos de remuneración aseguren una distribución equitativa de los resultados. Pero la cohesión también exige centrarse en la clase media lo que supone fortalecer y mejorar los “espacios” de encuentro ciudadano como son nuestros sistemas educativo y sanitario, las instituciones que velan por la empleabilidad y la solidaridad intergeneracional (pensiones), los sistemas de transporte públicos y las áreas de esparcimiento.
Lo dicho es, precisamente, fácil de enunciar y muy difícil de hacer. Nada de lo señalado es desconocido para casi todos los responsables de la vida pública de Uruguay. Sin embargo, en el momento actual se requiere una combinación de audacia, foco y persistencia de modo de poder materializar los cambios necesarios. Para hacerlo debemos evitar volver a nadar en la piscina de dulce de leche o sumergirnos en una licuadora de iniciativas dispersas, no articuladas o insostenibles. En la piscina nadamos sin avanzar. En la licuadora nos movemos en círculos.
La clave es distinguir las reformas sustantivas de las accesorias y las factibles de las inviables. Sólo así se podrá destinar esfuerzo y tiempo a lo importante. Para ello es vital imaginar la dirección en la que va el mundo, reformar sin apresurarse (no sea cosa que las modas nos lleven a caminos sin salida) pero reformar y tomar en cuenta las restricciones que surgen de la economía política de los cambios promovidos. Reformar siempre es un juego a más de una banda. Por eso, anticipar las reacciones que cada innovación provoca es fundamental si se quiere avanzar y evitar malgastar buenas ideas.
No es imprescindible encontrar una guía para la acción detallada, nuestra “arca” perdida. Sin embargo, como en la película, lo importante es no dejar de buscarla, aunque no sepamos bien para qué nos puede llegar a servir. Esa es una tarea de todos, no sólo de los gobernantes y políticos.
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