El sistema de gobierno es el lugar donde se toman las decisiones fundamentales.
En el caso de la enseñanza, estas decisiones tienen que ver con los objetivos
educativos que nos vamos a fijar (es decir, aquello que como sociedad queremos
que aprendan los miembros de las nuevas generaciones), con la selección
de los métodos que se van a considerar adecuados para intentar alcanzar
esos objetivos y con el diseño de mecanismos que permitan verificar si
efectivamente los estamos cumpliendo.
El sistema de financiamiento es el conjunto de dispositivos y procedimientos
que permiten recaudar recursos para asegurar el funcionamiento del conjunto
y distribuirlos entre quienes se piense que deben ser sus receptores primarios.
Algunos sistemas de financiamiento están orientados hacia la oferta (es
decir, funcionan bajo el supuesto de que los recursos deben ser recibidos por
los establecimientos o equipos de trabajo que se ocupan de brindar educación)
mientras que otros están orientados hacia la demanda (es decir, funcionan
bajo el supuesto de que los recursos deben ser recibidos por quienes quieren
o deben ser educados).
Por último, el sistema de gestión se ocupa de todas aquellas
decisiones de tipo operativo que aseguran el funcionamiento cotidiano de las
instituciones educativas. Esto incluye desde la gestión de recursos humanos
hasta las políticas edilicias, pasando por la compra de insumos, la organización
de horarios y calendarios, la asignación de plazas escolares (es decir,
quién va a estudiar en qué lugar) y muchas cosas más.
Vistas así las cosas, ¿cuándo estamos ante una verdadera
reforma educativa? Cuando, como resultado de una serie de medidas deliberadas,
al menos uno de los tres componentes que integran el macro-sistema experimenta
cambios profundos. Si, en cambio, el funcionamiento de estos sistemas se mantiene
inmodificado, podremos estar ante una política educativa vigorosa pero
no estaremos ante una reforma educativa en sentido estricto. Por ejemplo, si
las autoridades educativas se proponen aumentar el nivel de los aprendizajes
en matemáticas en primaria, pero para hacerlo no modifican ninguna de
las reglas de juego fundamentales, entonces estaremos ante una política
educativa seguramente adecuada y necesaria, pero no ante una reforma. En cambio,
si las autoridades entienden que para mejorar la calidad de los aprendizajes
hace falta modificar los mecanismos que asignan lugares de trabajo a los docentes
en los diferentes establecimientos (es decir, hace falta introducir un cambio
significativo en el terreno de la gestión de las instituciones educativas)
entonces no estaremos ante una simple política sino, probablemente, ante
el inicio de un proceso de reforma.
LAS COSAS CLARAS
Las sociedades no están obligadas a realizar reformas educativas todo
el tiempo. De hecho, ni siquiera es bueno que lo hagan. Lo mejor que puede pasar
es que contemos con un conjunto de reglas de juego lo suficientemente sabias
y flexibles como para que las buenas políticas permitan resolver los
problemas que vamos enfrentando. Sin embargo, a veces este expediente no alcanza
y es necesario iniciar cambios más profundos. En esas condiciones, la
decisión de reformar puede ser perfectamente legítima. Hay situaciones
en que las reformas educativas son necesarias y entonces no podemos hacer nada
mejor que impulsarlas y concluirlas.
Todo esto puede sonar razonablemente claro pero, por desgracia, parecería
que las cosas nunca son así de claras en nuestro país. En torno
a la expresión ''reforma educativa'' se ha librado una larga
cadena de batallas ideológicas que ha hecho casi imposible todo esfuerzo
de reflexión y de discusión sobre el punto. Por una parte, un
bando numeroso se ha encargado de demonizar la palabra ''reforma'',
hasta el punto de asumir que toda reforma educativa es mala por el sólo
hecho de existir. Nuestro sistema educativo debe ser motivo de orgullo nacional
y no debe ser modificado en nada esencial, de modo que quien intente hacerlo
estará persiguiendo fines inconfesables. (Hace algunos días vi
una pintada en la calle que decía: ''a los estudiantes no nos doblegan
ni con cadenas ni con reformas''). Por otro lado, y en un juego de espejos
que podría ser divertido si no fuera dramático, hay otro bando
que parece pensar que ninguna iniciativa educativa es buena a menos que se trate
de una reforma. En consecuencia, la palabra se usa para calificar políticas
eventualmente adecuadas pero de escasa capacidad transformadora. En este contexto
de pulseadas semánticas, la primera pregunta que deberíamos hacernos
los uruguayos es: ¿efectivamente está en curso, o ha estado en
curso recientemente, una reforma educativa en nuestro país?
Para contestar este interrogante puede ser útil volver a la distinción
del principio. ¿Ha habido o está en curso algún proceso
de transformación importante en las formas de gobierno de la educación
uruguaya? La respuesta es no. Nuestro sistema educativo es un caso único
en el mundo democrático, porque combina dos rasgos extremadamente llamativos.
El primero consiste en asumir que el Estado debe hacerse directamente cargo
de los tres componentes del macro-sistema: no sólo debe hacerse cargo
del gobierno y del financiamiento de la enseñanza (lo que es normal en
todas partes del mundo) sino que también debe hacerse cargo de la gestión
cotidiana de los establecimientos, es decir, debe ocuparse de comprar tizas,
seleccionar y reclutar limpiadoras, arreglar cañerías en las escuelas
y decidir dónde va a estudiar cada alumno. Especialmente luego de la
caída del socialismo real, esta intervención constante y directa
del Estado en los aspectos más nimios del funcionamiento del sistema
es una situación muy infrecuente en el mundo. En Uruguay, en cambio,
se mantiene más allá de toda discusión. A los uruguayos
nos parece normal que el Estado compre tizas y las distribuya en camiones entre
las escuelas de todo el país. Lo que tal vez no debería asombrarnos,
dado que también nos parece normal que el Estado produzca grappa.
La segunda rareza de nuestro sistema de gobierno de la enseñanza es
la siguiente: tenemos un Ministerio de Educación que se ocupa de los
fiscales, de los registros y de una serie de actividades culturales pero, excepto
en el área acotada de la educación terciaria privada, no se ocupa
de la educación. Para gobernar la enseñanza hemos creado un ente
autónomo que tiene todos los poderes que en los países democráticos
tienen normalmente los Ministros de Educación, pero con la salvedad de
que sus directivos no están sometidos a control parlamentario. Ciertamente
hace falta venia legislativa para ser integrante del CODICEN (es decir, del
Consejo Directivo Central de ese ente autónomo que llamamos ANEP), pero
una vez que uno está en el cargo no puede ser llamado a sala ni censurado.
De hecho, en este país hemos visto cómo un presidente del CODICEN
rechazaba convocatorias de comisiones parlamentarias argumentando que tenía
cosas más importantes que hacer. Es inimaginable que un ministro se atreva
a hacer algo semejante.
A CONTRAMANO
El resultado de esta extraña manera de hacer las cosas es que quienes
tienen el gobierno de la educación se benefician de una enorme concentración
de poder pero, salvo que ocurran problemas excepcionalmente graves, no tienen
que rendirle cuentas a nadie. En cambio, la figura de gobierno que sí
está en situación de rendir cuentas (es decir, el ministro de
la rama correspondiente) es prácticamente un espectador. Nada parecido
a esto existe en ninguna parte del mundo democrático. Pero los uruguayos
insistimos en nuestra fórmula sin tomarnos siquiera el trabajo de analizarla
demasiado. Finalmente nos parecemos al conductor del viejo chiste, que pensaba
que eran todos los demás los que iban a contramano.
De modo que en los últimos años no ha habido ningún cambio
esencial en el modo en que se toman las decisiones fundamentales sobre la marcha
del sistema educativo. El gobierno de nuestra enseñanza sigue estando
hiper-concentrado en manos de un organismo que tiene un poder inmenso pero que
escapa a las formas habituales de escrutinio ciudadano. Este hecho no es por
cierto ajeno a la extrema facilidad con la que las fuerzas corporativas imponen
toda su capacidad de bloqueo. Pero el examen de esta cuestión parece
estar fuera de la agenda.
¿Ha habido, al menos, algunos cambios en el terreno del financiamiento?
Ciertamente no. El modo en que se organiza el financiamiento de nuestra enseñanza
puede resumirse en unos pocos principios que, en conjunto, dan un panorama muy
llamativo. El primero es que lo que se financia es la oferta. No importa si
la población crece a velocidades diferentes en distintos lugares, o si
simplemente se traslada. No importa si las necesidades de un establecimiento
cambian, por ejemplo, porque se modifican las características de su alumnado.
El Estado decide cómo distribuirá el dinero del que dispone (por
ejemplo, decidiendo cuántos puestos docentes habrá en cada establecimiento,
o dónde se construirá una nueva escuela) y los usuarios del sistema
deberán adaptarse a lo que se les ofrece. Naturalmente, las estructuras
burocráticas no son organizaciones particularmente aptas para detectar
cambios en la demanda y ajustarse rápidamente a ellas, pero los costos
de esas inadecuaciones no perturban mayormente el funcionamiento del sistema
porque son pagados íntegramente por los usuarios.
Un segundo principio que gobierna el financiamiento de la enseñanza
dice que las preferencias de los padres en materia educativa no deben tener
ningún efecto sobre la distribución de los recursos: el Estado
decide por sí mismo cuál es la clase de educación que merece
ser financiada y le niega todo apoyo a las restantes, aún cuando miles
de padres razonables las prefieran. Esto tiene consecuencias, en primer lugar,
en materia de igualdad de oportunidades. Los hijos de padres en buena posición
económica tienen a su alcance oportunidades educativas que no están
al alcance de la mayoría. Pero, en segundo lugar, este sistema actúa
como un freno contra todo esfuerzo por mejorar la calidad de la enseñanza.
Como la enseñanza financiada por el Estado es un monopolio de hecho para
el 80 por ciento de los consumidores de educación, no hay razones para
ponerse nervioso ante la posible competencia de propuestas más innovadoras
que se generen en otros lados.
EL SISTEMA DE GESTIÓN
Un tercer principio sobre el que opera el financiamiento de nuestra enseñanza
es que la distribución de los recursos debe realizarse sin tener en cuenta
los resultados educativos. Lo que gana un maestro no depende de lo que aprenden
o no aprenden sus alumnos sino, básicamente, de su antigüedad. La
cantidad de dinero que bajo diferentes formas llega a una escuela depende esencialmente
de la cantidad de alumnos que atiende, en segundo lugar de las características
socio-económicas de esos alumnos, pero no depende prácticamente
en nada de los logros estrictamente educativos. Dicho en otras palabras, la
distribución de recursos no se emplea para estimular ciertas prácticas
educativas y desestimular otras, sino, en el mejor de los casos, para responder
a otras necesidades.
Por último, un cuarto principio del sistema de financiamiento es que,
al menos en el sector público, el ejecutor casi exclusivo del gasto y
de la inversión es el propio Estado. El dinero u otras formas de recursos
que se ponen directamente en manos de las comunidades educativas o de las comisiones
de padres es, en términos relativos, insignificante. El Estado no sólo
decide cuánto y cómo se gasta, sino que es él mismo el
que gasta. Y esto se mantiene por más que sea muy fácil mostrar
la existencia de mil formas de ineficiencia que terminan castigando a la población
escolar.
No vale la pena abundar en detalles acerca de cómo funciona el sistema
de financiamiento. Lo que sí importa es observar que, en los últimos
años, ninguno de estos principios ha sido seriamente desafiado. Es verdad
que recientemente se han hecho algunos pequeños avances en relación
al último, pero el efecto agregado de esas mejoras sigue siendo de muy
pequeña escala. En esencia, seguimos teniendo un Estado que cree saber
mejor que la sociedad lo que la sociedad necesita en materia educativa, y que
en consecuencia nos asigna a todos el rol de receptores pasivos. Tampoco en
este terreno ha habido cambios y, por lo tanto, tampoco aquí puede decirse
que estemos ante una reforma educativa.
Queda por último el tercer espacio de innovación posible, que
es el sistema de gestión. ¿Se han registrado cambios importantes
al menos en este terreno? La respuesta es nuevamente no.
El sistema educativo uruguayo sigue estando gestionado desde un puñado
de oficinas ubicadas fundamentalmente en la zona céntrica de Montevideo,
desde las que se toma la mayor parte de las decisiones que condicionan el funcionamiento
cotidiano de las instituciones educativas. Desde estas oficinas se decide, por
ejemplo, a qué escuela o a qué liceo irá cada alumno (por
más que la aplicación de los criterios de distribución
quede luego en otras manos). Desde estas oficinas se establecen los mecanismos
que determinarán en qué escuela o liceo trabajará cada
docente. Desde estas oficinas se elaboran y aprueban los planes de estudio y
los programas de asignaturas. Desde esas oficinas se definen los calendarios
escolares para todo el país. Desde esas oficinas se deciden las promociones,
los ascensos, la distribución de oportunidades de capacitación.
Desde esas oficinas se decide si es mejor que un determinado establecimiento
gaste recursos reparando su azotea o los invierta en materiales didácticos.
Una vez más, también aquí ha habido algunas mejoras en
los últimos años. Pero se ha tratado de mejoras de pequeña
escala que, al menos en algunos casos, han estado seguidas de retrocesos (como
ocurrió con el intento de fortalecer la capacidad de los directores de
seleccionar al personal docente que trabajaría a su cargo). De un modo
general, la idea de que el Estado es el gran gerente de todo el sistema educativo
uruguayo (de manera directa del público, y de manera indirecta también
del privado) es un punto que no ha sido puesto en cuestión. Esto no sólo
va contra las tendencias más recientes de la reflexión y de la
acción en materia educativa, sino que va incluso contra ideas muy viejas
acerca de la incapacidad que tiene el estado para gestionar algo tan delicado
y cambiante como es la educación. Ya en 1859 (es decir, bastante antes
de la reforma de José Pedro Varela) John Stuart Mill decía: ''Si
el estado se decidiera a exigir una buena educación para cada niño,
se ahorraría la preocupación de suministrarla''.
NO HA HABIDO REFORMA
De manera que, si por reforma entendemos la introducción de cambios significativos
en alguno de los tres componentes de ese macro-sistema al que llamamos ''sistema
educativo'', la conclusión es que en Uruguay no ha habido una reforma
educativa desde los tiempos de Varela. Ha habido, por cierto, mejores y peores
momentos, procesos de mejora y de fortalecimiento, así como procesos
de deterioro y debilitamiento. Pero las reglas de juego fundamentales no han
vuelto a ser desafiadas desde que se instalaron a fines del siglo XIX.
Esto no equivale a decir que nada de lo que se hizo en los últimos años
tenga el menor valor. Por cierto que ha habido buenas decisiones, principalmente
en el campo de las políticas y de las decisiones puntuales. Pero llamarle
''reforma'' a lo hecho es, como mínimo un exceso lingüístico.
Con todo, si el punto es importante no lo es por una pura cuestión de
lenguaje. La relevancia de la constatación reside en otro punto que merece
ser considerado: si se diera el caso de que la educación uruguaya realmente
estuviera necesitando una reforma profunda, si se diera el caso de que el modo
en que están organizados el gobierno, el financiamiento y la gestión
cotidiana del sistema atentaran contra la calidad educativa y contra la consolidación
de todo proceso de mejora, entonces podría ocurrir que estemos malgastando
buena parte de las enormes cantidades de dinero que hemos volcado a la educación
en los últimos años. Gastar en educación no es algo bueno
en sí mismo. Ni siquiera lo es gastarlo de manera vistosa. El gasto que
vale la pena es aquel que se traduce en procesos de mejora capaces de sostenerse
a lo largo del tiempo.
Quisiera poner un único ejemplo para ilustrar este punto. Una noticia
frecuente en la prensa es la compra e instalación de computadoras en
locales escolares. Y ciertamente, este hecho puede ser visto como una buena
noticia. Sólo que no es necesariamente una buena noticia, a menos que
se cumpla con una larga serie de condiciones capaces de asegurar que esa compra
tendrá consecuencias positivas. Por ejemplo, además de los equipos,
tienen que estar a disposición los docentes que se encargarán
de enseñar su uso a los alumnos. Tiene que existir algún sistema
de mantenimiento que asegure que las computadoras seguirán funcionando
adecuadamente a pesar del uso intensivo. Tiene que haber medidas de seguridad
que disminuyan la probabilidad de que sean robadas o sustituidas por otras.
Tiene que estar previsto cómo se responderá a la rápida
obsolescencia de los equipos y de los programas. Si todo esto no está
resuelto, en el mejor de los casos se hará un uso razonable de las computadoras
durante dos o tres años (hasta que el exceso de uso y la obsolescencia
terminen con ellas) y en el peor de los casos quedarán encerradas en
una habitación si que puedan ser de ningún provecho para los alumnos.
No estoy especulando acerca de cosas que eventualmente podrían pasar.
Estoy hablando de cosas que pasan. Y si estas cosas efectivamente pasan, entonces
no hay nada que celebrar por el sólo hecho de que se inaugure un aula
de informática en una escuela. Simplemente habremos incurrido en un gasto
que no redundará en beneficios significativos para casi nadie. Sólo
si además de las computadoras tenemos un sistema de gobierno, un sistema
de financiamiento y un sistema de gestión capaces de aportar un ambiente
de funcionamiento adecuado, la compra de computadoras será un acontecimiento
a celebrar.
La pregunta que tenemos planteada no es, por lo tanto, cuánto de bueno
y cuánto de malo hubo en lo que se hizo hasta ahora en materia educativa.
La pregunta es cuánto debemos hacer todavía si queremos crear
procesos autosustentados de mejora de la calidad educativa y de aumento de la
igualdad de oportunidades. Si la respuesta a esa pregunta consiste en decir
que todavía falta mucho, entonces tal vez terminemos por admitir que
aún nos espera la reforma de los pilares mismos sobre los que ha funcionado
tradicionalmente nuestra enseñanza. |