A modo de precisiones. No considero que todos los que nos ocupamos de la Ciencia
Política seamos politólogos. La mayoría somos docentes
o investigadores con o sin título específico de grado y/o
posgrado- que desarrollan sus labores cotidianas sin proyección pública
y hasta en diversos centros de enseñanza. Por eso mismo, no creo que
todos deban sentirse interpelados a través de una crítica a los
politólogos.
El politólogo es un intelectual mediático, independientemente
de que sea también docente e investigador en los ámbitos ''privados''
de una facultad. Es quien mantiene una presencia pública regular en los
medios de comunicación y quien, a través de esa relación
privilegiada, deviene un vocero autorizado de la política, que forma
y orienta a la opinión ciudadana. Pero, a pesar de que su palabra devenga
un referente y sea presentado como especialista en el tema, en realidad, los
politólogos ''son hablados'' por los medios, interpelados por
periodistas en base a preguntas estereotipos, iguales ejes temáticos,
breves tiempos de respuesta y tolerancia argumentativa.
Aceptada esa lógica 'maquínica', difícilmente
se escapa; es más, termina con la complicidad del propio intelectual
que la retroalimenta, que no puede ponerle límites a los requerimientos
y frecuencias de aparición. Y esa nueva relación entre intelectuales
y medios en el Uruguay posdictadura es un gran tema a discutir.
Es cierto que también hay diferencias entre los politólogos.
Algunos intervienen en forma más crítica que otros; algunos mantienen
una tendencia a exponerse permanentemente opinando sobre fenómenos de
interés muy variado, lejos del objeto de la Ciencia Política.
Otros se limitan a intervenir más esporádicamente dentro de un
campo de conocimientos más específico, sobre todo en materia de
opinión pública electoral; algunos reciben remuneración;
otros no; etcétera.
Asimismo, sea uno politólogo o simple docente, igualmente, como ciudadano
posee una experiencia y trayectoria política personal e intransferible,
que nadie desconoce. Más aún, recuerdo que en una etapa fundacional
del Instituto de Ciencia Política (ICP) -cuando se desprende de la Facultad
de Derecho- el mismo reclutó buena parte de sus estudiantes -y luego
primeros egresados y docentes con título específico- de la crisis
de la izquierda y de la derrota del Voto Verde, a fines de los años '80
y principios de los '90. Una generación que, habiendo participado
activamente en el proceso de transición a la democracia, veía
cómo una forma de pensar y hacer la política entraba en crisis.
Y esa búsqueda de respuestas en la Ciencia Política vinculada
a la propia peripecia individual, aún permanece.
LA FUNCIÓN DE LA CIENCIA POLÍTICA
Entonces, con tantas precisiones, ¿es válido criticar a ''los
politólogos'' en general? Bueno, matizar hasta el infinito y marcar las
excepciones con nombre y apellido termina por hacer desaparecer el problema
planteado. Y, más allá de las diferenciaciones que cada uno sienta
que deba hacer, el problema que subsiste es la función social
que la ciencia y los cientistas políticos han cumplido en el Uruguay
posdictadura, en tanto disciplina que, justamente, se institucionaliza en nuestro
país en esa etapa histórica.
Y esta función social tiene, simplificando, dos planos absolutamente
interrelacionados: 1) los cambios que a nivel de los paradigmas científicos
afectaron una determinada estructuración del campo del conocimiento,
con la consiguiente legitimación de unos saberes y especialistas por
sobre otros, y el correlato de dicho proceso en los niveles de institucionalización
académica y visibilidad pública de las ciencias sociales y humanas;
2) los cambios en el campo del poder, en el pasaje de un régimen político-estatal
dictatorial a la reinstitucionalización del régimen republicano-democrático
en el Uruguay.
Que la Ciencia Política, en menos de una década, pasara de ser
una materia en el Ciclo Básico de la Facultad de Derecho a constituirse
en un Instituto dentro de la Facultad de Ciencias Sociales, y todo su crecimiento
posterior, es mérito personal de sus fundadores en primer lugar
de Jorge Lanzaro- pero también del contexto político e intelectual
que se genera a la salida de la dictadura y hasta avanzados los años
'90.
Que los politólogos (y no los sociólogos o los historiadores
o los filósofos), ocuparan cada vez más los espacios en los medios
de comunicación y pasaran a ser los interlocutores académicos
del sistema político y partidario, es mérito personal de cada
uno de ellos y del ámbito institucional, pero también, su ''éxito''
se explica por ese campo intelectual y político que se diseña
en la posdictadura y que inscribe su rol junto con el de los economistas
y determinado tipo de periodistas- en tanto portadores de un saber especializado,
legitimante de la racionalidad del sistema y de su sujeto gobernante.
Y aquí, más allá de reconocimientos institucionales y
diferenciaciones de las personas, es donde se centra mi crítica: la función
pública que la Ciencia Política ha cumplido en la justificación
y reproducción del statu quo posdictatorial.
Claro, compartir esta línea de reflexión -no necesariamente mis
conclusiones-, implica aceptar que el poder es parte del objeto de estudio de
la Ciencia Política; que las relaciones políticas son también
relaciones de fuerza y conflicto; que existe un sistema de dominación
público que legitima la obligatoriedad de los mandatos de obediencia
ciudadana, tanto en dictadura como en democracia; que, por eso mismo, es necesario
mantener un ámbito académico que colabora, pero que es independiente
de los requerimientos prácticos, tiempos, lenguajes y lógicas
del sistema y sus sujetos.
Una Ciencia Política que, como dice Adolfo Garcé, intentó
revertir la visión crítica de la política y los partidos
por una visión optimista, no tenía otra opción, honesta
y valiente intelectualmente hablando, que estudiar la política como funciones,
instituciones y sujetos institucionales y resaltar el carácter virtuoso,
negociador y mediador del sistema en su conjunto. El paradigma partidocrático,
la visión ideológica liberal y los enfoques pluralistas y funcionalistas
pasaron a ser lecturas exclusivas, no sólo para analizar los (buenos)
desempeños del sistema posdictadura sino para concluir sobre sus (malos)
desempeños en la predictadura. Entre ''Los partidos políticos
de cara al '90'' y ''La segunda transición en el Uruguay'',
está el giro, mérito o no, también, de la orientación
de Jorge Lanzaro.
LOS FINES DEL SISTEMA
Esta línea de reflexión produjo otros dos efectos no menos importantes:
En primer lugar, asegurar un objeto de estudio propio a la naciente Ciencia
Política ''uruguaya'', evitando su ''crisis de ubicuidad''
al ampliar indefinidamente su campo de estudio, en competencia con la Sociología,
la Historia y otras. Una Ciencia Política que reduce su objeto de estudio
pero que, al mismo tiempo, está inserta en un contexto de cambios ''mercadocéntricos'',
donde las lógicas institucionales y gobernantes se autonomizan cada vez
más de los procesos instituyentes y de la sociedad, co-participa en la
justificación de un sistema político autorreferenciado.
El enfoque partidocrático es un enfoque partido-estadocéntrico
de la política, por lo tanto, es también una forma de mirada subordinada
de la sociedad con relación al sistema político instituido. El
resultado, entre otros, es que la agenda partidaria y estatal se transforma
en el objeto de estudio privilegiado; es más, la propia Ciencia Política
se adelanta, y empieza ella a colocar los temas y a aconsejar las ''reformas'',
haciendo difícil el deslinde: político-politólogo.
En segundo lugar, dicho enfoque predominante se desentendió de la historia,
sobre todo de la historia reciente del autoritarismo y la dictadura en el Uruguay,
entre 1968 y 1985. Salvo excepciones, la misma no se inscribió dentro
de las líneas de investigación institucional. Es más, en
los análisis más omnicomprensivos (caso ''El Uruguay del
siglo XX. La Política''), el estudio de la política es hasta
1973 y después de 1984. Ello alimenta el relato de la dictadura como
''excepción'' a la tradición democrática del
país y, consiguientemente, relegitima el relato de la ''excepcionalidad''
del Uruguay, hasta la reiteración de la crisis, a partir del año
2002.
Pero, más importante aún, dicho posicionamiento teórico
y metodológico respecto a nuestro pasado reciente, no permitió
analizar las ''secuelas'' de la dictadura en democracia, aprobación
de la Ley de Caducidad mediante, como partes del diseño institucional
de la democracia posdictadura. Mal podría razonarse, por un lado, un
sistema político virtuoso y, por otro lado, un sistema de impunidad.
Máxime cuando el sistema político-estatal siguió desagregando
sociedad y elitizando su funcionamiento (y no construyendo relaciones ni incorporando
sociedad a la política como en los años '40-'50);
imponiendo determinadas políticas públicas y formas de relacionamiento
entre los actores (y no negociándolas); ejerciendo violencia simbólica
(y no tolerancia) a través del discurso de la desmemoria, el olvido y
la estigmatización; criminalizando a la sociedad (y no hiperintegrándola)
a través de las políticas de ''seguridad ciudadana''.
En todo caso, el seguimiento de las rupturas y continuidades de las instituciones
y lógicas políticas en el último medio siglo, me permiten
concluir que el sistema y sus sujetos tradicionales pasaron a cumplir otros
fines y funciones asociados a la reproducción del sistema capitalista
de mercado, legitimándose desde las viejas estructuras partidarias y
formas legales. De allí, la falta de autonomía de la política
con relación a las lógicas sistémicas, su improductividad
social y el carácter conservador de la voluntad política gobernante.
Al margen de mi pesimismo personal, mal puede seguirse analizando el sistema
político-estatal con todas las virtudes originarias, sin considerar estas
transformaciones estructurales y las crisis consiguientes. Máxime, cuando
a partir de los años '90, ya entramos en plena pospolítica. |