Por Martín Otheguy
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"Durante la guerra no éramos más que unos necios e ingenuos bebés, recién sacados del regazo de la madre".
Kurt Vonnegut, Matadero 5
El 11 de junio de 1982, el relampagueo de las ametralladoras iluminó la noche en el desolado Monte Longdon, ubicado a diez kilómetros de la capital de las Islas Malvinas. Refugiados entre las rocas inhóspitas y resbaladizas, 278 soldados argentinos intentaron defender la posición estratégica ante 450 británicos, protagonizando la batalla más decisiva y sangrienta del conflicto.
A Ramón Ponce, de 19 años, lo alcanzaron cinco esquirlas de una granada en aquella batalla, lo que le obligó a someterse a dos operaciones en la cabeza. Jorge Soto, también de 19, participó del combate y recibió otras dos esquirlas. Le pudieron retirar una, pero la otra, alojada en el cerebro, le produjo ataques de epilepsia durante muchos años.
31 años después, ambos regresan a buscar sus posiciones de combate y a compartir su experiencia de vida con otros ocho amigos y ex soldados de la guerra (que han hecho otro tanto en diversos lugares de las Islas). Llegaron a las Malvinas para cumplir el sueño del ex soldado Juan Carlos Peralta, que quiso celebrar su cumpleaños 50 en el mismo lugar al que llegó -sin saber ni siquiera dónde caía- con 18 años.
Junto a ellos están Ricardo Miethig, Walter García, Claudio Scopini, Gabino Ledesma, Orlando Gamarra y José Antonio Delgado. Más que un grupo de ex combatientes, forman hoy un comando de comunión, un conjunto de amigos capaz de transformar el dolor del pasado en una vía de redención. Los guía Ramiro Gómez, un operador de turismo argentino que a la semana parece un ex combatiente más y se emociona igual que el resto en el regreso a los viejos puestos de combate.
Durante una semana lloraron juntos, desenterraron recuerdos, repasaron y vivieron las historias de los demás, recorrieron los campos en los que lucharon, rindieron tributo a sus amigos muertos en el Cementerio de Darwin y tuvieron tiempo incluso para reconocer el dolor de las familias de los británicos muertos en combate.
Sus relatos individuales, a lo largo de varios días, reconstruyen la historia no oficial de la guerra, el testimonio tardío de un grupo de adolescentes que hasta último momento creyó en el cuento de una batalla ganada.
El principio del fin
"Nosotros no sabíamos que veníamos a Malvinas. Yo era de la generación '63, de soldados nuevos, y nos dijeron que nos llevaban a Río Gallegos a terminar la instrucción. Nunca supimos que veníamos acá y nuestras familiares tampoco. Me enteré cuando bajé, creía que estaba en el sur de Argentina, pero así pasó con casi todos, no nos decían que veníamos a las Malvinas", recuerda Juan Carlos Peralta.
Pese a lo inesperado de la llegada, no había miedo en esos primeros días. Para ello habría que esperar hasta el 1º de mayo, cuando comenzara el ataque británico. "Lo que sentíamos era que las Malvinas eran argentinas de nuevo, que estaba flameando nuevamente la bandera", asegura Soto, aunque Gamarra recuerda que "sabía que íbamos a las Malvinas antes de terminar la colimba".
Después de 31 años, moviéndose en vehículo a todas partes, se sorprenden de la distancia recorrida a pie en el '82. "Hay que vivirlo para saber lo que caminamos, lo que transpiramos, porque es una cosa de no creer", ilustra Peralta.
Para Soto, "fue una instrucción más, un tanto más fuerte". "Estábamos en las islas que siempre nos habían enseñado desde chicos en la escuela que eran nuestras, y que estaban en la plataforma continental de Argentina. Que eran de España y luego de Argentina y todo lo que cuenta la historia. Era un orgullo para nosotros. Recién el 1º de mayo, cuando empezó el ataque aéreo inglés, empezamos a darnos cuenta de que los ingleses efectivamente habían venido, que estaban acá", cuenta.
Ese día, a las 5 de la mañana, se rompió la ilusión de tranquilidad que había permitido a los soldados moverse a sus anchas por la capital Stanley, rebautizada Puerto Argentino. La ocupación argentina, que iba a ser en principio una cuestión formal de cambio de pabellones, se había extendido y los ingleses -que habían desdeñado las islas durante buena parte del Siglo XX- volvían a recuperarlas.
Y es que prácticamente no hubo contacto con la gente de Stanley en los primeros días, a tal punto que Gabino Méndez recuerda que estaban convencidos de que ganaban "de entrada". Tras ocupar la ciudad, recorrieron las calles ventosas y se toparon sólo con ventanas cerradas o cubiertas de improviso por la bandera británica, "algo incómodo, porque veníamos a una tierra que creíamos nuestra y nos dejaban claro que no nos querían", narra Soto.
Walter García, que como parte del Operativo Rosario participó en los primeros días de la invasión, explica por qué los soldados no creían que los británicos cruzarían el océano para recobrar los territorios. "Nos habían dicho que se venía a hacer un cambio de pabellón (se bajaba el argentino y se subía el inglés) y luego se apelaba a un país neutro para que hiciera de intermediario. Acordate que había un gobierno militar que pese a la represión había sido ovacionado por recuperar las Malvinas. Cuando llegamos, los militares vieron que venía tan fácil que Galtieri siguió para adelante. Lo que iba a durar diez o quince días, el traslado de una bandera, pasó a ser una ocupación. La misión era no disparar ni herir ni tomar prisioneros, sólo cambiar pabellón e irse. Pero Galtieri, que venía en decadencia -igual que Thatcher- al ser ovacionado, cambió los planes. Ahí se empezó a complicar la cosa y mandaron más tropas. Por eso fue que mucha gente estaba con ropa de verano, no invierno, era el equipaje que tenían en Buenos Aires", narra.
Llega Britannia
Hasta el 1º de mayo todo estuvo tranquilo para las tropas argentinas en las Islas. "Nosotros teníamos orden de los superiores de no meternos en ninguna casa, de respetar a todo el mundo. Nos habíamos dedicado a minar los campos. Minamos todo lo que rodeaba a Puerto Argentino (Stanley), pero nunca se pensó que iban a desembarcar por San Carlos, a 80 kilómetros de la ciudad. Nosotros creíamos que ganábamos, nunca supimos que perdíamos. Hasta el 11 de junio (tres días antes del fin de la guerra) ganábamos y ganábamos", rememora Peralta.
"Nunca pensamos que iban a hacer más de 14.000 kilómetros y mover toda una flota para llegar a estas islas", agrega, aunque Gamarra asegura que siempre supo que iban a venir porque "nadie que estuvo 150 años en estas islas va a dejar que lo echen así nomás".
"Teníamos un gobierno militar y toda la información de la que disponíamos eran los comunicados que daban ellos. En ningún momento decían cuál era la situación real. Te daba las ínfulas de seguir para adelante. Y se acopió un montón de comida para el invierno, pero eso no llegaba a las posiciones, por lo que las tropas no tenían para comer. Había que venir a buscarla", dice Walter García.
"No había logística, no había abastecimiento", cuenta Soto, "porque la comida estaba almacenada en los contenedores del aeropuerto a 15 kilómetros y no llegaba". Gamarra no está de acuerdo. Para él, "en Argentina se vende mucho el verso de que se murieron de hambre y de frío". "Era una guerra, no pretendas que te lleven un plato de comida hasta la posición. No es que la logística fallara. Éramos soldados, no éramos pobrecitos que se morían de frío. Y había que sobrevivir. Es una guerra, no un picnic, y había que mantenerse como fuera", aclara.
La voladura del puente Fitz Roy
En ese panorama cuya verdadera realidad desconocían, y pese al avance cada vez más firme de las fuerzas británicas, los argentinos tuvieron en la voladura del puente de Fitz Roy -que propició el posterior hundimiento de los buques Sir Tristram y Sir Galahad- uno de los mayores hitos del combate.
Juan Carlos Peralta fue uno de los encargados de encender las mechas que volaron el puente. "Nos habíamos cansado de poner minas y alambres de púas", recuerda, cuando fue enviado junto a otros ocho compañeros a volar el puente. "Había ido un grupo de comandos veteranos y no habían podido volarlo porque la mecha estaba mojada, por lo que la orden de hacerlo bajó hasta el grupo en que estaba yo. Íbamos por cinco días a volar el puente y volver. Nos llevaron en helicóptero a Fitz Roy, a unos cuatro kilómetros, y nos dieron provisiones por cinco días. Había que detonar y regresar, pero la orden de volar el puente no llegaba nunca de la Casa del Gobernador. Pasaron 15 días y al final, sin comida ni más nada, el 2 de junio nos llega la orden ‘Tomate, tomate, tomate', que era la señal para explotar el puente y volver como pudiéramos, ya que el helicóptero no iba a ir a buscarnos", recuerda Peralta.
Los ingleses "ya estaban ahí, del otro lado, a 200 metros, y venían con los morteros". "Volamos el puente como pudimos y volvimos caminando por más de 24 horas. Y además nos obligaron a traer cargando todas las cosas, aunque cada cinco kilómetros íbamos tirando pertrechos para poder seguir caminando. Llegamos con los bolsillos llenos de municiones y nada más, el resto lo tiramos en el camino. Recuerdo que el 3 de junio amanecimos en un campo minado. Nos pusimos todos en fila india y uno hacía de conejillo de Indias. Caminaba dos cuadras uno y pasaba el siguiente, hasta que llegamos a Puerto Argentino. Se cumplió con la misión, porque en esa bahía quedaron el Sir Galahad y el Sir Tristram. Ahí los agarró la Fuerza Aérea y los hundió, con muchas bajas", relata Peralta.
Ponce posa junto a la bandera de los veteranos. Foto:; Ramiro Gómez
El fin y el después de la guerra
Pese a ello, el desenlace de la guerra era inevitable. Los combates del Monte Longdon y Wireless Ridge (el avance británico a la ocupada capital) marcaron el fin previsible del conflicto
A Soto lo hirieron el día 12 de junio, en la batalla de Monte Longdon. "Una vez que cayó el monte, mi compañía estaba en desventaja, porque estaba en una elevación menor. Me hirieron con artillería y me retiraron, me llevaron al hospital inconsciente. Ponce y yo volvimos en el último Hércules que salió de Puerto Argentino, rumbo a Comodoro Rivadavia. El 13 desperté vivo allí, aunque para todos nuestros compañeros ambos estábamos muertos. Después de muchos años me pasó que me reunía con compañeros que me aplaudían porque no podían creer que estaba vivo. Y me enteré allí, en el hospital, que la guerra había terminado", cuenta.
Ponce tenía cinco esquirlas de una granada alojadas en la cabeza, espalda, rodilla y mano. El impacto de la guerra fue también psicológico, a tal punto que durante décadas no pudo hablar del conflicto. "Después de quedar herido yo no podía hablar de la guerra, no podía hacer charlas junto al resto. Hoy, al volver a recordar la posición en la que estuve en el monte, se me abrió el pecho y no podía parar de hablar. Hace veinte años que no podía decir palabra porque me quedaba, no podía relatar experiencias de vida. Acá llegó un Ramón Ponce de 51 años que vino a buscar un Ramón Ponce de 19 que quedó acá", se emociona.
Walter García resume el sentimiento de todos. "Cada uno de nosotros tiene una historia distinta, pero Ramón acompañaba y no hablaba. Hoy que estuvimos todos juntos, que llegamos a su posición de combate y nos dijo que venía a buscar ‘al otro Ramón', no pudo parar de hablar. Guardó durante 31 años todo eso y no sabía cómo soltarlo. Lo que vinimos a hacer acá es cerrar una parte de la historia. Cada uno la vive de distintas maneras y la cierra a su modo, pero hoy podemos decir que todos compartimos la experiencia de los otros y cumplimos el sueño de cada uno. Vinimos con la historia personal y nos llevamos las historias de todos", concluye.
La parte política
Aunque todos reclaman la soberanía argentina sobre las Islas, son críticos de la postura argentina actual, que ha cortado buena parte de las comunicaciones y el comercio con las Malvinas. Y están muy lejos de justificar la guerra.
"Cuando pasamos por el cementerio inglés, vimos los recuerdos de las familias de los soldados británicos. Acá se destruyeron familias de los dos lados. Y a ellos también les vendieron otra historia. La guerra no sirve, eso está claro. Seguimos pensando que las Malvinas son argentinas, digan lo que digan y aunque flamee la bandera inglesa, pero hay que llegar a un entendimiento de otro modo. En esta visita quisimos mantener una buena relación con la gente, charlar con los isleños y reconstruir el lazo tan destruido", explica Soto.
Además, creen que la vida no cambiaría en las Islas si Argentina izara su pabellón. "¿Qué pasa si las islas estuvieran en manos argentinas? No iba a haber mucha diferencia. El sur argentino tiene poca gente, casi todos son extranjeros. Y acá hubiera sido igual. Sí enmarcar que es nuestra tierra, pero no tienen por qué irse ni vivir de una forma distinta", dice Gamarra, aunque aclara que no aprueba la presión del gobierno argentino sobre los isleños.
"La de hoy no es la forma para solucionar el problema. Con soberbia no se consigue nada. Ya lo tuvimos con los militares, que nos hicieron creer que le estábamos ganando a una potencia mundial y nunca pasó así. No ganamos ni desde el primer día, nunca. Vos no podés, por más que sea tuyo, ir a prepotear a nadie o hacerle creer a un país que estás luchando diplomáticamente cuando no es así. Cuando vos sos diplomático no exigís ni sos soberbio. Tenés que hablar y negociar y consultar al pueblo, porque si sos político sos empleado de tu pueblo. Muchos dirán que está bien por una cuestión política, pero no está bien. Cortar un vuelo le jode la vida a mucha gente que quiere venir acá a visitar", agrega.
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