Cara a Cara: La ''uruguayez'', la ''garra charrúa'' y otras yerbas
Señas de identidad

La existencia de algo que pueda ser llamado ''uruguayez'', la real o inventada influencia de los charrúas y su ''garra'' en nuestra cultura, así como otras yerbas (para estar a tono con el tema) que se consumen en este país, son analizadas por Oscar Padrón Favre y Daniel Vidart.

Padrón es docente, investigador en Historia y áreas conexas como Patrimonio Histórico-Cultural. De su producción editada pueden destacarse ''Sangre Indígena en el Uruguay'' (1986), ''Durazno: Bases para una Identidad y un Destino'' (1988), ''Durazno Antiguo'' (T. I, 1991), ''Historia de Durazno'' (1992), ''Españoles en Durazno'' (1993), ''Julio Martínez Oyanguren. Una gran guitarra de Uruguay y América'' (2002).

Daniel Vidart es antropólogo, docente, escritor y periodista. Publicó, entre otras obras, ''Sociología Rural'' (1960), ''Los pueblos prehistóricos del territorio uruguayo'' (1965), ''El paisaje uruguayo. El medio biofísico y la respuesta cultural de su habitante'' (l967), ''El legado de los inmigrantes (coautoría con Renzo Pi Hugarte, 1969), ''Diez mil años de prehistoria uruguaya'' (1970), ''Los muertos y sus sombras. Cinco siglos de América'' (l993), ''El mundo de los charrúas'' (l996), ''La trama de la identidad nacional'' (Tomo 1 ''Indios, negros, gauchos'', 1997; Tomo 2 ''El diálogo ciudad campo'', l998; Tomo 3, ''El espíritu criollo'', 2000)y ''El rico patrimonio de los orientales'' (2003).


LAS PREGUNTAS

1) ¿El Uruguay es una Nación o solamente un Estado?
2) ¿Existe una identidad nacional? ¿Qué es ''ser uruguayo''?
3) Los investigadores coinciden en general en que la influencia indígena constatable en nuestra cultura es guaraní y no charrúa. ¿No existe entonces, la ''garra charrúa'' ni ningún legado de estos indígenas en la cultura nacional? ¿De dónde viene el ''charruísmo''?
4) ¿Cuál es el verdadero significado de la ''masacre'' de Salsipuedes? ¿Qué papel jugó el suceso en el desarrollo posterior de nuestra cultura?


DANIEL VIDART

1) A partir de 1830 el Uruguay es un Estado, en cuanto que organización política y jurídica existente en el territorio de un país habitado por el pueblo uruguayo u oriental del Uruguay, como mejor convendría decir. Dicho pueblo también constituye una Nación cuyo patrimonio tangible e intangible, en tanto que sistema significativo de bienes y valores, es reconocido como propio por los integrantes de una sociedad cuya conciencia histórica genera el sentimiento colectivo de un ''nosotros''. Este ''nosotros'' se fundamenta en un reconocimiento de tradiciones comunes, si se trata del pasado, y en una más o menos compartida visión del mundo y de la vida, si se trata del presente. Y digo ''más o menos '', porque los distintos estratos sociales y las culturas de clase, de género, de trabajo y, sobre todo, de poder, determinan que haya un Uruguay de los pocos que disfrutan los beneficios de los centros y un Uruguay, integrado por una creciente mayoría, que padece la marginalidad económica, social, mental y moral de las periferias.
No obstante este aparente maniqueísmo reconozco que entre el blanco y el negro hay una compleja gama de grises. Y estos grises, cada vez más generalizados, se han extendido sobre el ánimo de nuestra gente, a tal punto que la cerrazón imperante nos oculta los posibles caminos del presente, afectando a la vez la viabilidad de las futuras utopías y el vuelo prospectivo de las utopías trasmutadas, si se renuncia a los sueños, en modestos proyectos históricos.
Hubo y hay ilustrados compatriotas que opinan que el Estado existió antes que la nación. Afirman esto con la mente puesta en los esfuerzos didácticos, artísticos y políticos de las esferas gubernamentales del último tercio del siglo XIX enderezados a fabricar un ''como si '', una memoria artificial, un doppelgänger en suma, que facilitara la aclimatación cultural de los inmigrantes llegados en oleadas luego de la Guerra Grande. Se trataba, sin más, de fabricar la imagen y los símbolos de una patria, el traje de luces de una tradición, el fantasma de una nacionalidad postiza. Todos estos constructos fueron machaconamente manejados por los asistentes intelectuales de las elites dominantes para dar forma y contenido a una peripecia secular contada, pero no vivida ni evocada por la tradición oral (recuérdese la distancia que media entre los hechos de la historia res gestae y los relatos de la historia rerum gestarum), para que los trasterrados y los neocriollos atemperaran el desamparo de la nostalgia con la buena sombra de un árbol ideológico ya que no genealógico.
Yo sí creo que hubo un esbozo abnegado, heroico y sufriente de nación -esa entidad afectiva caracterizada por Renán como una ''gran solidaridad consciente de los sacrificios que se han hecho''- en los tiempos de la gesta Artiguista, cuando los ''bravos orientales'' aún no eran ilustrados pero se pasaban de valientes. Vázquez de Mella sostenía que un Estado se improvisa y una nación no. Atemperando este concepto puede decirse que una nación, en tanto que comunidad de espíritus, que arrecife de mores y memorias compartidas se constituye lentamente, enhebrando alegrías y dolores colectivos, acuñando mitos y estereotipos, transcurriendo de los signos hacia los símbolos, en tanto que un Estado puede instaurarse de un momento a otro, nacer como un precipitado sociopolítico coyuntural superpuesto a la colcha de retazos de varias nacionalidades, como sucede con Suiza y en menor grado con España. Y también hubo naciones sin Estado: tal es el caso de los judíos antes de Eretz Israel.

2) Hasta hace pocos años no se hablaba de identidad con la virulencia contemporánea. El término tenía andamiento en la esfera de las Matemáticas, en el campo de la Filosofía, en el dominio de la Sicología y el Sicoanálisis. Adquirió carta de ciudadanía como una colectiva y por momentos angustiosa respuesta de las sociedades nacionales y locales, sobre todo del Tercer Mundo, al tan llevado y traído impacto de la (¿mal llamada ?) globalización. Simultáneamente se confundieron los indicadores descriptivos de la identificación -objetivados o externalizados en la costumbre, el género de vida y el nivel de vida- con el sesgo existencial de la identidad -actitudes subjetivas, estereotipos internalizados, modelos afectivos cuando no volitivos- y de tal modo surgieron reclamos individuales, grupales y sociales de ancestros epónimos, de raíces terruñeras, de indigenismos o africanismos metafísicos. De este modo se prohijaron disparatadas filiaciones, dado que, como dijera Goya , ''los sueños de la razón engendran monstruos''.
La identificación apunta al cómo somos y la identidad al quiénes somos. Acerca de esto último hace años que vengo preguntando a mis compatriotas de la ciudad y el campo, de la chacra y el arrozal, de la estancia y el asentamiento marginal, (como la hipocresía oficialista denomina a la villa miseria), de Carrasco y la Ciudad Vieja, de Pocitos y la Unión, de Colonia y los rancheríos endogámicos de Caraguatá, de los norteños hablantes en portuñol y los granjeros de Colonia Suiza, y de todos los etcéteras que completan la lista acerca de quiénes son o creen ser y, sin desilusión ni sorpresa, he obtenido una gama inmensa y contradictoria de respuestas.
Algunos no se preocupan en absoluto por el tema de la identidad. ''Soy uruguayo'' dicen los adoctrinados por la modernidad; ''soy oriental'', responden los nostálgicos de las viejas axiologías y los heroicos iconos de la Banda. Mis ancestros eran gallegos e italianos responden los de más allá ''somos descendientes de los barcos''-, mientras que entusiastas indiófilos rastrean sus genes aborígenes y no paran hasta encontrar -o inventar- un antepasado ilustre que no baja de cacique charrúa, olvidando la cepa misionera de nuestra población campestre.
Yo, por mi parte me proclamo criollo, o rellollo como dicen en el Caribe al hijo de criollos, y asumo con los estoicos o San Paulo, cristiano universal sin prejuicios de credo o de raza, mi condición de ciudadano del mundo, de representante rioplatense del género humano. Nuestra cultura es un estuario, no un manantial: antes que nosotros jugaron a la taba los egipcios, los griegos, los romanos, los españoles. Al asado con cuero lo cita el Quijote en las Bodas de Camacho. Y no sigo hablando de pilchas, de vida ecuestre, de tango o del canto contrapunteado, y ainda mais, porque sería inoportuno espigar ahora en la difusión planetaria de las culturas de conquista.
En cuanto a eso de ser uruguayo, o de sentirse oriental, tiene que ver con el reconocimiento de un entramado conjunto de rasgos, pautas y complejos culturales que provienen de Europa, América y Africa, que entremezclan cuerpos y almas y que bajo estos cielos y sobre estos campos dan testimonio de lo que laburaron nuestros abuelos, de lo que soñaron nuestros padres y de lo que queremos, y a veces no podemos, legarle a nuestros hijos. No alcanza con la heráldica del mate, el truco, el fútbol y Gardel. Ni con la escondida raíz indiana. La cosa viene desde más hondo y vuela más alto de lo que el folclore real, o el falso, nos musita en el tablado, en el boliche, en la oficina, en la doma del Prado o en la playa. Pienso, con Barzun que ''de todos aquellos libros que nadie puede escribir, los dedicados a las naciones y al carácter nacional son los más imposibles '', y aquí entran a tallar la danza de identidades y la Torre de Babel del ''quiénes somos'', porque ''un pueblo es demasiado numeroso, demasiado vario, constituye demasiado un epítome del género humano para que se le juzgue a través de una fórmula o inclusive de una serie de fórmulas que se modifican y anulan las unas a las otras''.

3) Hubo garra charrúa, como la hubo guaraní aunque hoy muy pocos recuerdan el heroico sacrificio de los miles de misioneros comandados por Andresito, Sití y Sotelo, puestos al servicio de Artigas. Y hubo, en grado sumo, garra oriental, sucesora de la furia española. El legado de los charrúas está integrado, sobre todo, por el significado moral de su empecinada defensa de un espacio vital, por los ejemplos heroicos de su insumisa independencia, de su empecinada dignidad, de su saber morir con las plumas puestas. El charruismo actual y la consiguiente construcción de una fantástica Charrulandia responde a la corriente arcaizante, romántica, rousseauniana al fin, que se ha desatado en ciertos grupos fundamentalistas de América donde una mescolanza de New Age, alucinógenos a contramano, mitopoiesis onírica, ecología nativista, etnografía fabulosa y farsa ceremonial libran batalla, en pêle - mêle, contra lo que se ha dado en llamar la globalización, el imperialismo, el FMI, y otros dragones.
Y de tal modo, al realizar sus exorcismos, recurren a rituales extrapolados de la simbología cultural contemporánea para emprender, según dogmatizan mozos de ojos azules y muchachas de rubias cabelleras, el ''rescate'' de la antepasada autenticidad de las indianidades somáticas, de los indianatos políticos y de las indiamentas ergológicas que se extendían desde Alaska a la Tierra del Fuego. A tal punto ha llegado este delirio que ya tenemos entre nosotros descendientes de vascos, de libaneses o de la variopinta gama de inmigrantes decimonónicos que dicen haber recreado la música charrúa pues suponen que frotando huesos, soplando bocinas y tamborileando alrededor del fuego han descubierto las claves secretas del manantial estético aborigen.

4) Si a los remanentes de los charrúas, perseguidos, deculturados y extranjeros en su tierra no los hubiera exterminado Rivera, en un genocidio violatorio de los derechos humanos a la vida y a la libertad, esa tarea sucia la habrían cumplido otros gobernantes. La voz de los estancieros resonaba por entonces muy fuertemente pues las carneadas clandestinas, los robos de ganado y los malones de aquellos otrora señores del tiempo y del espacio hacían mella en las bases económicas y sociales de la naciente e inestable República. Todos los nómadas ecuestres sufrieron igual destino. Jackson diezmó a los pieles rojas en los Estados Unidos y Roca hizo lo mismo con los pampas descendientes de araucanos en la Argentina.
La matanza de Salsipuedes y el posterior etnocidio de los charrúas sobrevivientes, humillados y deculturados a más no poder, no fue objeto de censura por los contemporáneos a la masacre. El paisanaje ganadero y las elites urbanas creían por entonces que el indio bueno era el indio muerto. Basta con leer en el Martín Fierro las (malas) relaciones existentes entre los paisanos y los indios para entender la idiosincrasia criolla de aquellos tiempos en ambas márgenes del Plata. Pero desde hace tres décadas a nuestros días se han levantado, con justicia, altas voces reivindicatorias de aquella etnia tan poco conocida y tan despreciada. La equidad histórica y el espíritu estudioso han tratado de interpretar la mentalidad charruófoba de los orientales del siglo XIX y han reconstruido, con lo poco que queda, la imagen etnológica y humana de aquellos aguerridos y valerosos indígenas. Y tras los que caminaron por el justo medio llegaron los extremistas, los mitómanos, los dominados por una enfermiza desmesura imaginativa, los artífices del falseamiento de la crónica y la historia. Los resultados han sido calamitosos. Lo malo es que esos errores y horrores se han colado en la escuela al par que mucha gente de buena fe e ideas libertarias se han tragado el cuento echado a rodar sobre los botánicos, matemáticos, astrónomos, ecólogos, moralistas y filósofos que integraban los cientos de miles de charrúas, según una demografía quimérica, que rivalizaban con los incas, mayas y azteca en obras y ''espiritualidad'', como gustan decir los apologistas de entrecasa.
Para honrar la memoria de aquellos bravos, deformada y ridiculizada por el charruismo, debe recurrirse al saber científico y no a la loca imaginación. Sólo de este modo haremos justicia a sus valores y desvalores, porque también, como nosotros, fueron hombres sujetos al acierto y al error, al bien y al mal, a la contingencia y la incompletitud de nuestra especie .

OSCAR PADRÓN FAVRE

1) Es un antiguo debate que, en primer término, nos enfrenta al problema de la utilización de conceptos como ''nación'' que no pueden ser utilizados en América de forma idéntica a como lo ha sido en Europa. Allí las naciones remiten a formaciones culturales de raíces milenarias que no pueden parangonarse con las formaciones nacionales americanas. Eso no invalida la utilización del término, nos obliga a una redefinición a la luz de nuestra propia historia continental.
En segundo término, en nuestro país el tema ha sido motivo de un extenso debate teniendo, en un extremo, la posición de aquellos que llegaron a ver en la geografía y en los indígenas la prefiguración de la ''nación uruguaya'', un territorio ''condenado'' a ser país. Y por otro, aquellos que han afirmado la absoluta artificialidad de nuestra categoría de ''nación''. Para ellos nacimos como Estado contradiciendo la voluntad popular, desprendiéndonos -a la fuerza y por influencia británica - de la Argentina a la cual debimos pertenecer.
En mi opinión la personalidad colectiva de nuestra sociedad fundacional se manifestó en 1811 con una decidida voluntad de ser respetada e individualizada. Eso supuso ser ''oriental''. Durante el desarrollo de la Revolución se presentaron varios ''futuros posibles'' y cada uno de ellos contó con la adhesión de distintos sectores de nuestra sociedad. Nunca existió un sentimiento o pensamiento único. En el transcurso de nuestro doloroso proceso revolucionario -y ante las frustrantes experiencias tenidas con Buenos Aires - se fue afirmando, en la mayor parte de nuestra población la idea de un destino propio, independiente. Por eso estimo que no existió artificialidad ninguna en 1828. No adhiero a la tesis, tan apoyada hoy, de un Estado anterior a la nación. Los orientales y su gesta fueron anteriores al Estado Oriental. Por supuesto que remitiéndome siempre a lo dicho al principio sobre el significado que debemos dar al término nación.

2) El debate sobre la identidad, que no es ficticio, nos debe remitir a algo que escasamente se menciona y es, a mi juicio, lo que vertebra nuestro pasado nacional: el notable combate por el poder que se desencadenó a partir de 1811 y que se terminó de resolver recién en 1904. Ese combate se desarrolló sin cesar, aunque de forma más o menos desnuda, en el siglo XIX y tuvo como protagonistas por un lado a fuerzas sociales minoritarias en número, con sede fundamentalmente en Montevideo, que habían soñado con liderar la Revolución y controlar estos países (la oligarquía portuaria, mal llamada ''patriciado uruguayo'') y por otro la masa de la población, que tenía su base principal en la Campaña, que fueron las que protagonizaron la Revolución lideradas por los Caudillos.
Allí residió lo que he llamado el ''pecado original de Asencio'', el atrevimiento de las masas populares conducidas por sus líderes a cuestionar el ejercicio del poder a unas pocas familias que detentaban desde la época colonial una posición de predominio, que se consideraban ''las bien nacidas'' y destinadas a conducir el país. En Asencio se expresó ''la barbarie'', el pueblo, la nación naciente, y la respuesta de la oligarquía montevideana fue levantar el estandarte de la ''civilización''. Esa fue la gran batalla y las consecuencias fatales del pecado de Asencio se mantienen vigentes pues explican, en gran medida, la construcción del país a lo largo del pasado siglo XX y nuestra situación actual.
El nacimiento de la ''uruguayez'', si bien tiene varios elementos constitutivos, en buena medida se inscribe dentro de esa gran confrontación. Así lo ''uruguayo'' que nace en Montevideo en el último cuarto del siglo XIX no fue una mera superación de lo oriental por la integración de los inmigrantes, sino que constituyó la concreción del proyecto principal de los fundadores de la corriente de la ''civilización'' que consistió en sustituir la nación, de cambiar la matriz humana y cultural del pueblo oriental que calificaban de ''bárbaro'' porque rechazaba el liderazgo oligárquico. Por eso había que inundar de gringos al Uruguay. La ''uruguaya'' era la nación deseada, una nación de matriz europea, urbana, educada en el credo de la civilización para que pudiera reconocer a sus verdaderos líderes, desechando a Caudillos rurales, militares, etc.
La nueva nación ''uruguaya'', forjada en la Ciudad triunfante, debía sustituir a la nación ''oriental'' de origen eminentemente rural. Se forjó así el paradigma de ''el Uruguay viene de los barcos''.
Desde esta perspectiva, el gran drama nuestro no fue que el Estado nació antes que la nación, sino que el Estado, en manos de los ''civilizados'', estuvo, en gran medida, contra la Nación.

3) La uruguayez supuso un determinado relato de nuestros orígenes, hecho a la medida de quienes forjaban aquella. El ''charruísmo'' formó parte de esa versión de nuestro pasado, basado en un romanticismo nacionalista al cual no le interesó profundizar en la verdadera Historia y formación de nuestro pueblo. Fue una construcción intelectual nacida sobre todo en Montevideo y de espaldas a la realidad social del pueblo oriental. Si hubieran estudiado, si hubieran consultado la memoria existente en los pagos, se habrían encontrado con una visión y valoración muy distinta sobre esos indígenas. Los que exaltaron al charrúa como ''el indio uruguayo'' fueron los mismos que negaban toda influencia de sangre indígena; los mismos que no querían ver que buena parte de la población de nuestros campos y de la periferia de los centros urbanos eran mestizos, descendientes directos de indígenas misioneros y por los cuales poco o nada se hizo por sacarlos de su pobreza e, incluso, miseria.
La herencia de sangre charrúa-minuán, que sin duda existe en nuestra sociedad, proviene, sobre todo, de los individuos de esas etnias que pasaron a vivir, de forma forzada o voluntaria, en las Misiones Jesuíticas, donde en gran medida fueron guaranizados en su forma de vida.

4) Salsipuedes fue el desenlace fatal de un proceso de reducción forzosa de las tolderías -en las cuales vivían también muchísimos elementos no charrúas perseguidos por la justicia que de no haber estallado la Revolución habría finalizado alrededor del año 1809, 1810. Los líderes de las pocas tolderías que quedaban por entonces no supieron ver que un tiempo se había terminado, rechazando, incluso, los últimos ofrecimientos de tierras que recibieron.
La decisión que llevó a Salsipuedes fue tomada por el Poder Ejecutivo y la Asamblea General de la época. Tal era el consenso que existía sobre la necesidad de la empresa por fuertes razones de carácter interno y externo.
Pero al contrario de lo que se nos dijo siempre, con Salsipuedes no desaparecieron los indígenas. Podemos estimar que cuando nació el Estado Oriental vivían por lo menos alrededor de 15.000 indígenas o descendientes directos, en su mayoría como vecinos del medio rural. De esos, de los que realmente jugaron un papel decisivo y progresista en nuestra historia y cultura, poblando los pagos, trabajando la tierra y formando familias, nunca se habló o se les levantó monumentos.


La extensión de las respuestas
El presente cuestionario fue enviado a Daniel Vidart y Oscar Padrón Favre vía correo electrónico. Al hacerlo, se les solicitó que la extensión de las respuestas no sobrepasara, en conjunto, las 1.200 palabras. Padrón se ciñó estrictamente a este límite, pero Vidart se dejó llevar por la pasión que es sabido- le imprime a estas cuestiones, y se pasó por lejos. Apelar a las viejas tijeras de la redacción hubiera sido en este caso, mutilar el trabajo de Vidart y decidimos no hacerlo como no se hace con los aportes de los columnistas. Pusimos, como es debido, lo sustancial por sobre lo formal. Es así que, como ha sucedido en otros Cara a Cara, el resultado es una entrega desbalanceada en la extensión. Como en este caso la responsabilidad es nuestra, porque optamos por no recortar la exposición de Vidart (situación comprendida y aceptada por Padrón, naturalmente) es que hacemos esta aclaración. G.T.


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