Por The New York Times | August Singer
Hace poco encontré una entrada en mi diario que escribí en febrero, mientras estaba en mi segundo año de universidad, y que era una pregunta dirigida a mi madre: “¿Qué necesitas de mí?”. Un año después, había añadido debajo: “¿Puedes siquiera verme?”.
Incluso en la infancia creo que mi madre y yo no nos entendíamos. Yo era temperamental, sensible, la personita más ansiosa que ella dice haber conocido. Tenía miedo de casi todo: de ir a dormir, de las visitas al médico y las vacunas, de vomitar, de la comida que no fuera blanca o beige.
Hasta los 13 años, dormía casi todas las noches en el suelo de la habitación de mis padres, junto a nuestro perro. No soportaba estar solo en la oscuridad. La mayor parte de mi educación conductual se llevó a cabo mediante sobornos, porque de otra manera no se me podía convencer de que me portara “bien”. Si dormía en mi propia cama, mi madre me cantaba canciones de cuna. Si no me movía para que me pusieran la vacuna de la gripe, ella me dejaba escoger un juguete Playmobil de su armario.
Soy transmasculino, es decir, entiendo a mi cuerpo aún menos que a mi madre. Siempre he sentido incomodidad con mi apariencia. Envidiaba la manera en que las chicas que conocía parecían flotar en sus cuerpos como si supieran que debían estar ahí.
Para mí, intentar ser una chica era como juntar arena en las manos: allí, tangible, pero no algo que pudiera conservar. La turbulencia se instaló en mi pecho y creció, pasando por los sostenes de entrenamiento de quinto grado, los de copa pequeña en séptimo grado y lo que mi madre llamaba una figura “despampanante”.
Odiaba ese pecho que me marcaba tan horriblemente mal y empecé a usar una faja, una camiseta de compresión, para aplanarlo. Cuando era niña, mi madre me enseñó las cicatrices de su reducción de pecho a los 20 años. Cuando vi lo que sus genes habían decretado para mi cuerpo, me di cuenta que estaba destinado a mantener su legado quirúrgico.
Cada vez que regresaba de la universidad a visitar a mi mamá y a mi hermana pequeña en casa, en Bend, Oregón, iba con ellas a la tienda de abarrotes después de cenar para comprar el postre. En uno de esos viajes, durante mi segundo año de universidad, fuimos a la tienda de comestibles de lujo que estaba en la parte más alejada de la ciudad.
Mi hermana fue la primera en enterarse de mi género elegido porque yo se lo conté antes. En un restaurante durante el Día de Acción de Gracias, se lo había soltado a mi padre, y le pedí que no se lo contara a nadie, lo cual había resultado mejor de lo que esperaba. Mi madre fue la última en enterarse, pero también la persona cuya opinión era la que más me importaba. Necesitaba que lo entendiera y me aterraba que no lo hiciera.
Mientras conducía, un nudo se deshizo de mi pecho vendado y se amarró en mi garganta. Tragué saliva y dije: “No soy niña”.
Mi madre no dijo nada.
“No quiero que me llames 'ella'”.
Silencio.
“Quiero tomar hormonas y quiero operarme el pecho”.
Finalmente, habló. “No te creo. Solo dices eso para sacarme de quicio”.
Levanté la voz. “¡No todo se trata de ti!”.
“¿Cómo podría no tratarse de mí?”.
“¡No se trata de ti!”.
“¿Así que quieres ser un hombre?“
No pude responder eso. “Hombre” se sintió grotesco. Todo lo que siempre había querido, y todo lo que mi madre había querido para mí, era sentirme bonita, sentirme bien.
Mi madre y mi hermana entraron a la tienda, pero yo me quedé en el auto en el estacionamiento y miré la noche, parpadeando mientras lloraba con vehemencia.
No volví a mencionarlo durante mucho tiempo o, mejor dicho, no lo mencioné de la manera en que ella tenía que abordarlo. Ya había cambiado mi nombre por el de su padre, August, que creo que era tolerable para ella debido a los lazos familiares. Cuando me afeité la cabeza y comencé a usar un pronombre en plural, y me operé, ella no tenía la intención de notarlo.
Yo se lo permití. Nunca la corregí cuando se refería a mí como su hija; rara vez la corregí cuando me llamaba por el nombre incorrecto. Me compraba camisas ajustadas de cuello en V y yo sonreía. Ninguna de las dos quería o podía reconocer que me estaba convirtiendo en alguien que no era su hija.
Finalmente, sin embargo, el dolor de estar en mi cuerpo superó el miedo a cambiar mi relación con mi madre, y programé una consulta y luego una fecha de cirugía para hacerme una mastectomía bilateral de confirmación de género. En marzo, cuando el centro quirúrgico me llamó para programar la cirugía, llamé a mi madre justo después.
“¡Ya tengo fecha para la operación!”.
“¿Cuándo?”.
“En julio”.
“Falta mucho para eso”.
“Solo faltan unos meses”.
“Tendrás que comprar un montón de cosas. La cirugía es algo importante, cariño. No creo que estés preparada”.
A veces me pregunto si sintió que mi cirugía era una crítica dirigida a ella y a su cuerpo, un rechazo a sus genes. Una vez, por teléfono, lloró porque había dado a luz a una niña perfecta y ella no sabía por qué yo quería arruinar eso. Cuando era pequeña, mi madre, que es pintora, me llevaba al museo de arte, y cada vez que veíamos un cuadro de una mujer con un bebé, mi madre decía: “Somos tú y yo”.
Unas semanas después de que la llamara para comunicarle la fecha de mi operación, me envió un mensaje de texto sobre los marcadores de género X en los pasaportes para personas no binarias, con la frase “Viajar como transgénero”.
“¡Qué genial!”, le contesté.
“Lo sé”, escribió, “es preocupante si no te pareces al género que aparece en tu pasaporte. Tengo el cabello corto, uso pantalones de mezclilla y a veces no me maquillo. En un restaurante mexicano, un camarero me dijo ‘seño’”.
Creo que era su forma de decir: “Tu cuerpo no ha sido amable contigo. Mi cuerpo tampoco ha sido siempre amable conmigo”.
En julio, después de mi primer año de universidad, mi madre vino a mi ciudad para llevarme al hospital. En la sala de preparación, me puse la bata y el cirujano me dibujó marcas en el pecho con un plumón azul.
“¿Para qué son esas líneas?”, preguntó mi madre.
“Para hacer las incisiones”, respondió el cirujano.
“Ah”, dijo mi madre, y empezó a llorar.
Una enfermera entró en mi cubículo para insertar una vía intravenosa, pero no pudo encontrar la vena, y al sexto o séptimo pinchazo, yo ya había empezado a llorar. Mi madre me tomó la mano, me frotó con movimientos circulares la palma y me cantó mientras la enfermera me enterraba la aguja en el brazo.
Cuando me desperté después de la operación, lo primero que pensé fue en la sed que tenía. Lo siguiente que pensé fue que mi madre estaba a mi lado, frotando círculos en mi mano, llorando, pero sonriendo. “Esos idiotas no me llamaron cuando saliste de la operación”, susurró. “Pensé que habías muerto”.
No recuerdo que mi madre haya tomado fotografías, pero hay una foto mía con las vendas desenvueltas que dejaban ver las recientes cicatrices curvilíneas, sangrientas a lo largo de mi pecho y los restos de rotulador azul. Estoy sosteniendo un vaso de jugo de uva, con la pajilla en la boca, y estoy haciendo con la mano la señal de la paz.
Es la imagen más feliz que he visto en una cámara.
En el viaje de vuelta a mi casa, vomité jugo de uva. Mientras me asomaba por la puerta del pasajero haciendo arcadas, mi madre me levantó, me cepilló el cabello y me repitió que estaría bien. En casa, me quitó los zapatos y me metió en la cama. Días después, cuando mis heridas estaban lo suficientemente curadas como para poder levantar los brazos por encima de la cabeza, le mostré hasta dónde podía estirarme, y ella exclamó: “¡Es increíble! Eres increíble”.
No me parezco a mi madre. Ella tiene los pómulos altos y la mandíbula prominente. Mi cara es suave, redonda, pero tengo su pelo rojizo, sus pecas. Las dos tenemos cicatrices quirúrgicas en el pecho. En las fotos de nosotras juntas, se puede ver exactamente de dónde vengo.
El mes de mayo antes de que me operaran el pecho, volví a casa por primera vez en casi un año. Mi madre y yo estábamos en la cocina. Ya sabía que quería que fuera ella la que me llevara al hospital y me cuidara después, pero estaba casi segura de que diría que no, que no quería participar, que lo asumiría pero que no se atrevería a ayudarme a superarlo.
De todos modos, se lo pedí: “Oye, mamá. ¿Me llevarías al hospital? Para mi operación en julio”.
Una larga pausa. Me miró a mí, su hija-hijo, por encima de sus lentes de lectura. “Sabes, después de que ocurra”, dijo, con un movimiento de cabeza para señalar mi torso, “te van a quedar muy bien las camisetas ajustadas”. Ya no soy su hija (Brian Rea/The New York Times)
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