Por The New York Times | Nicole Comforto
MI ESPOSO ERA AMABLE, HONESTO, SOLIDARIO Y DEMASIADO PROTECTOR.
Una mañana, cuando nuestro hijo tenía cuatro meses, mi marido notó una pequeña mancha roja en el labio del niño. Como cualquier padre privado de sueño, mi marido fue a su computadora y buscó en Google “mancha roja en el labio del bebé”. Veinte minutos después, volvió con la cara pálida e hiperventilando; incluso tuvo que meter la cabeza entre las rodillas para no desmayarse. Se había metido en un oscuro agujero de internet y había encontrado la historia de un bebé con una mancha roja en el labio que acabó trágicamente enfermo.
La mancha de nuestro bebé se desvaneció en cuestión de horas. Pero de hecho fue la primera señal de algo aterrador: el trastorno de ansiedad de mi marido.
La noche que conocí a Mike, me cautivó en un concurso de preguntas de un pub de Seattle con sus conocimientos enciclopédicos. Yo soy pésima en ese tipo de juegos, pero de pronto supe que quería saberlo todo sobre ese informático de 25 años que sonreía con facilidad y compartía mi afición por inventarse letras tontas de canciones pop. A menudo perdía cosas y tenía el refrigerador lleno de comida caducada, pero era fiable en lo que importaba: tratar a la gente con amabilidad, decir la verdad, presentarse.
Me acompañó con entusiasmo a festivales de música, a pueblos remotos de Sudamérica y a mi programa de posgrado en París.
Algunas cosas que me enseñó durante esos años de aventura:
Todos los lenguajes informáticos están hechos de ceros y unos.
La coliflor en realidad sí es una flor.
La luz del sol tarda ocho minutos en llegar a la Tierra.
No sabía qué lo había hecho reaccionar con tanta intensidad ante la mancha en el labio de nuestro bebé aquel día. ¿Tal vez fuera el agotamiento de los padres primerizos? Ninguno de los dos había dormido más de cinco horas seguidas durante meses. Y una cierta cantidad de preocupación parecía normal. La pregunta era: ¿cuánto era demasiado?
En los años siguientes, Mike mostró ese nivel de ansiedad incapacitante varias veces más, cuando algún descubrimiento menor auguraba la muerte. Cada vez, entraba en pánico y luego se desanimaba, como si el peor resultado posible ya hubiera ocurrido. En cada ocasión, lo tranquilicé hasta que se le pasó el miedo. Horas más tarde, mi lógico y confiable marido regresaba.
Entonces quedé embarazada de nuevo. En cuanto supimos que había un nuevo bebé en camino, la ansiedad de Mike se convirtió en algo más que un visitante ocasional: se instaló oficialmente. Hacía poco que habíamos comprado una casa de tamaño familiar con patio en Seattle, y de repente vio el peligro en todas partes.
Un día de febrero, arrojó a la estufa de leña un trozo de madera abandonado por los anteriores propietarios y se apresuró a investigar en internet los peligros potenciales de la quema de madera. Veinte minutos más tarde, salió ceniciento y temblando. “Ay, no”, dijo, desconcertado por completo.
“¿Qué?”.
“Lo siento mucho. Soy un idiota. ¿La madera que puse en el fuego? Probablemente fue tratada con arsénico”.
¿Qué significaba eso? Nunca había oído que la gente se muriera por quemar madera en su estufa de leña, pero ¿qué sabía yo? “¿Por qué no pensaste en eso antes de ponerla en la estufa?”.
“¡No lo sé!”.
“Todo va a salir bien”, le dije. “No vamos a morir por eso”.
“¿Estás segura? Prométeme que no acabo de envenenar a nuestra familia”.
Se lo prometí, una y otra vez, pero tardó días en calmarse. No nos permitió tocar la estufa de leña durante el resto del invierno.
No era solo la estufa. A Mike le aterrorizaba cualquier cosa que pensara que pudiera hacernos daño. Cuando llegó el verano, nos prohibió comer arándanos de los arbustos de nuestra terraza porque la madera de las macetas podía haber sido tratada con arsénico que podía haberse filtrado al suelo. La preocupación por las intoxicaciones alimentarias y el botulismo hacía que tuviéramos que tirar los alimentos perecederos cuando se acercaban a su fecha de caducidad. Cuando salíamos de viaje, siempre tenía que volver a casa al menos una vez para revisar el horno y las puertas. Detectaba plantas venenosas en nuestro vecindario y nos hacía evitarlas.
Algunas cosas que aprendí sobre los miedos racionales (e irracionales):
El arsénico puede envenenar a las personas, pero se necesitan años de exposición, por lo general a través de agua contaminada.
El botulismo tarda hasta 72 horas en empezar a paralizar los músculos.
La cicuta venenosa puede empezar a matarte en una hora.
Cuando alguien en quien confías comienza a actuar de modo irracional, resulta desestabilizador. Siempre hubo un pequeño núcleo de verdad en sus preocupaciones. No tenía ninguna razón para creer que las cosas horribles que temía iban a suceder, pero tampoco podía probar que no lo harían. Y resulta que, si buscas en internet algo para justificar tus miedos, lo encontrarás.
Sabía que su preocupación provenía de su amor y su deseo de protegernos, pero era imposible vivir así. Varias veces al día, se volvía loco por alguna oscura amenaza que nunca se me habría pasado por la cabeza. Intentaba tranquilizarlo, al analizar la situación de manera lógica y señalar lo ridículo de sus temores.
Por primera vez en nuestra relación, empecé a ocultarle cosas (sí, me comí los arándanos de la terraza). Mientras Mike se preocupaba por todo lo que pudiera perjudicarnos, yo me preocupaba por Mike. Nuestra vida se convirtió en una cuestión de supervivencia diaria, de superar la crisis del momento. Las personas preocupadas no hacen planes ni se lanzan a la aventura.
A medida que mi barriga crecía, la ansiedad de Mike se hacía más frecuente y más fuerte. Empezó a ver a un terapeuta, pero no le sirvió de nada. Mis palabras tranquilizadoras ya no eran suficientes; se sumía en una espiral de miedo, mientras buscaba en internet durante horas. Empecé a preguntarme si tendríamos que vivir separados, porque parecía que no podía soportar el miedo a vivir con nosotros.
Lo irónico es que obsesionarse con la seguridad puede hacer que te sientas menos seguro, porque te concentras tanto en un problema imaginario que no ves el real. Cuando dejó a nuestro hijo en el preescolar, Mike empezó a preocuparse por si había atropellado a alguien por accidente y no lo sabía. En lugar de mirar la carretera, empezó a mirar de manera obsesiva el espejo retrovisor.
Le supliqué que dejara de preocuparse y prestara atención.
Cuando le expliqué la situación a mi terapeuta, me recomendó que viéramos a alguien especializado en el trastorno obsesivo-compulsivo, o TOC, del que Mike y yo sabíamos poco. Más bien, pensábamos que lo sabíamos, pero lo que imaginábamos era la versión cinematográfica: lavarse las manos con frecuencia, encender y apagar las luces, evitar pisar las grietas. Esos no eran los problemas de Mike.
Además, la gente suele asociar el TOC con ser un “maniático del orden”. ¿Cómo era posible que mi despistado marido, con sus montones de ropa sin doblar, tuviera un TOC?
Un especialista me explicó que la obsesión de Mike no era la pulcritud, sino la seguridad, especialmente en relación con la contaminación y el envenenamiento. Sus compulsiones eran la investigación y la búsqueda de seguridad. Al igual que una droga adictiva, las seguridades tenían cada vez menos efecto, por lo que necesitaba más y más para superar su miedo. Así que, cada vez que le prometía que todo iba a salir bien, en realidad estaba alimentando su trastorno.
Lo que hemos aprendido sobre el TOC:
Los síntomas suelen aparecer en la infancia o la adolescencia, pero también pueden surgir en la edad adulta.
Una vez que comienzan los síntomas, suelen pasar muchos años hasta que las personas reciben el diagnóstico y el tratamiento correctos.
Por suerte, el tratamiento puede ser muy eficaz.
En nuestra primera cita con el especialista, hicimos una lista de todas las cosas que le preocupaban a Mike y las clasificamos por orden. Luego, empezando por las más fáciles, empezó a enfrentarse a sus miedos y a soportar el malestar.
Se comió una baya sin lavar. Trajo zapatos con barro (y gérmenes) a nuestra entrada. Encendió nuestra estufa de leña, que llevaba mucho tiempo apagada. Con la ayuda de medicamentos contra la ansiedad, se esforzó para cambiar su reacción ante estas situaciones y otras que antes lo habrían dejado inmovilizado.
Mike todavía tiene ataques de ansiedad, pero ahora tenemos un protocolo, y es posible que eso haya salvado nuestro matrimonio, sobre todo con el estrés añadido de la pandemia. Cuando se pone ansioso a un nivel problemático, utiliza una frase en clave para escabullirse de los niños (“Papá tiene que arreglar algo en el cuarto”).
Después de salir, llama a un amigo o a un familiar para tener la perspectiva de una “persona razonable” sobre lo que haría ante la situación. A continuación, debe hacer lo que esa “persona razonable” haría, que suele ser nada.
También comparte abiertamente su experiencia y me anima a hacer lo mismo, con la esperanza de que otros puedan beneficiarse de ella.
Nuestros hijos ahora tienen 6 y 2 años. Ambos han heredado la enorme sonrisa de Mike, su facilidad de palabra y su gusto por aprender cómo funcionan las cosas. También podrían haber heredado su predisposición al TOC.
Estas son las lecciones más difíciles que he aprendido:
No siempre podemos proteger a las personas que queremos, sin importar nuestros conocimientos.
Nuestros planes —y nuestras vidas— pueden venirse abajo en un instante.
Pero, de todos modos, haz planes.