Por The New York Times | Theodore Kim
El departamento de Oncología Radioterápica ubicado en el sótano del Hospital Monte Sinaí en Nueva York no parece un lugar muy común para el rocanrol. Pero todos los días laborables de este año, durante casi siete semanas, U2 sonó a todo volumen por los altavoces a petición mía.
A fines de 1980 me convertí en seguidor de la banda y he asistido a nueve conciertos, aunque probablemente eso no sea suficiente para ser incluido dentro de su fanaticada. Recuerdo escuchar canciones del álbum The Joshua Tree cuando era preadolescente en mi radio reloj, impresionado por la música cuidadosamente elaborada de U2, que construye himnos y letras que exploran temas importantes pero personales, como el amor y la religión. En la década de 1990, vi su fascinante gira Zoo TV bajo la lluvia torrencial desde los asientos más altos del antiguo estadio de los Giants en Nueva Jersey. Mi esposa, Amy, y yo bailamos “In a Little While” en nuestra boda. En muchos sentidos, el grupo ha proporcionado la banda sonora de mi vida.
Esa relevancia cobró una nueva dimensión en el verano de 2022, cuando me diagnosticaron un tumor benigno del tamaño de un limón cerca de mi glándula pituitaria. Me operaron para extirparlo, pero desarrollé una rara complicación hemorrágica que me dejó en cuidados intensivos durante aproximadamente una semana. Tuve que ser trasladado de emergencia y me administraron cinco unidades de sangre para poder sobrevivir.
Aunque, por fortuna, mi complicación está en camino de sanar, queda una pequeña parte del tumor. En marzo terminé un ciclo de 30 sesiones de radiación para evitar que la masa volviera a crecer. Todo mi drama médico me llevó a emprender decenas de viajes al Hospital Monte Sinaí. Y eso hizo que tuviera muchas oportunidades para pedir que pusieran U2.
Los pacientes que se someten a cuidados recurrentes, como la radiación, a veces pueden elegir la música, lo que hace que les sea más fácil relajarse y mantenerse quietos. La música meditativa o clásica son opciones populares, según los técnicos de radiación del Monte Sinaí. Mi elección fue ligeramente diferente.
U2 sirvió para dos propósitos. Uno, por supuesto, era escapar. Durante semanas y semanas, en cada tratamiento me puse una bata, me acosté sobre una mesa y me pusieron en la cabeza una malla de plástico que era una especie de máscara sofocante para asegurarse de que no me movería ni me contraería. Las resonancias magnéticas requerían una quietud absoluta de hasta 35 minutos o más.
Escuchar a U2 me ayudó, especialmente en las últimas fases del tratamiento de radiación, cuando la rutina se volvió más difícil de tolerar. Las palabras filosóficas de Bono, el bajo constante de Adam Clayton, la batería nítida de Larry Mullen Jr. y las guitarras resonantes de The Edge: ese era mi enfoque. A menudo, las canciones de U2 sacaban a relucir recuerdos que me alejaban de la sala de tratamiento: un viaje de la escuela secundaria (“I Still Haven’t Found What I’m Looking For”), una ruptura amorosa durante la universidad (“One”), el tiempo que pasé en otra ciudad (“Beautiful Day”).
La música también cumplía un propósito utilitario. En general, las canciones de U2 duran unos cuatro minutos. Ese conocimiento me permitió estimar cuánto quedaba del tratamiento. La radiación normalmente me llevó unos 20 minutos, o cuatro o cinco canciones de U2. Las resonancias magnéticas duraban unas ocho canciones.
En la resonancia magnética que inició mi travesía médica, no tenía idea de que la música fuera una opción. Al quedarme quieto, en silencio, la resonancia parecía tardar eones en terminarse mientras la máquina se calentaba y emitía pitidos y crujidos siniestros. En mi segundo escaneo, pregunté sobre la posibilidad de audiolibros o música. Sí, tenían Spotify, dijo un técnico. Así nació mi plan de tratamiento con U2.
Durante mis muchos viajes al hospital, escuché música del catálogo de cinco décadas de la banda en orden aleatorio. A veces, reformulé las canciones a la luz de mis circunstancias. “Stories for Boys” (1980) me hizo pensar en mi hijo de 6 años y en cómo esperaba criarlo por más tiempo. “Ultraviolet (Light My Way)” (1991) y “Kite” (2000) me hicieron pensar en mi hija de 11 años. “Every Breaking Wave” (2014) me llevó a una playa soleada. “With or Without You” (1987) apareció con mayor frecuencia, provocando un sentimiento similar al que uno podría tener si un buen amigo entrara en la habitación.
¿Cuál fue la canción que me permitió hacer más catarsis durante el tratamiento? “Where the Streets Have No Name”. Con su órgano etéreo, su guitarra y su ritmo acelerado, la canción evoca imágenes de ir a toda velocidad por una carretera desierta. Básicamente es lo opuesto a estar acostado en una cama de hospital.
Los actos de salvación vienen en todos los tamaños, y los más pequeños a menudo se acumulan y nos sorprenden con su grandeza cuando menos lo esperamos. Pienso en la comunidad de personas que me ha ayudado durante esta crisis de salud. Médicos, enfermeras, personal de apoyo, familiares, amigos, colegas. En especial, mi esposa Amy. Y, entre todos ellos, también cuento a U2.
Theodore Kim es director de programas profesionales en The New York Times.
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