Por The New York Times | Lily Goldberg

Si quieres pensar que soy una narcisista por asumir que las listas de reproducción en Spotify de Millie eran sobre mí, adelante. En todo caso, probablemente no eran sobre ti.

Antes de las listas de reproducción de Millie, solo existía Millie, la trombonista de Tinder con la que coincidí en mi primer mes de un año inoportuno en el extranjero en la Universidad de Oxford. Era septiembre de 2020, siete meses después del inicio de la pandemia. La mayoría de los programas de estudio en el extranjero se habían cancelado, y mis amigos que no podían salir de casa —quienes ya no pudieron disfrutar de las tapas de Barcelona, el techno de Berlín y el cannabis de Ámsterdam— decían que tenía suerte de tan solo ir al extranjero.

Tuve suerte, sin duda, pero me sentía sola. Entre el trabajo de los cursos a distancia y las restricciones de Oxford a la hora de socializar, me di cuenta de que conocer a estudiantes británicos reales —la razón por la que había venido— sería difícil. Había viajado 5000 kilómetros para quedar abandonada en Zoom.

Tinder nunca había sido lo mío en Estados Unidos, pero en el extranjero me preguntaba si una aplicación de citas podría ofrecerme lo que mi programa no podía: un grupo de posibles conexiones británicas.

“Busco amigos para tocar música”, escribí en mi biografía, poniendo mis preferencias en “Mostrar a todos”. Después de días de búsqueda, no estaba cerca de conocer a ningún doble de Hugh Grant cuando el perfil de Millie apareció como un salvavidas.

Su biografía hacía referencia a “El diario de Bridget Jones”. Las fotos la mostraban sonriendo ante una multitud que la adoraba, flanqueada por una banda de funk de chicas. Alegre, musical y admiradora de Renée Zellweger, Millie parecía justo el tipo de persona de la que quería hacerme amiga.

Tragándome los nervios, le envié un mensaje: “¡Hola! ¡Pareces ser una chica genial!”.

Tras una charla breve, decidimos ponernos de acuerdo para tomar algo.

En los días previos, Millie fue objeto de una de mis investigaciones neuróticas, en la que revisé todos los perfiles de redes sociales que pude encontrar para saber más sobre ella. En Instagram, me enteré de que no solo era trombonista funk, sino que también cantaba en un coro. En Facebook, vi que participaba en movimientos de justicia social. En Spotify, donde sus listas de reproducción tenían títulos como “Feminismo en la música electrónica” y “Joni Mitchell: oda a la mujer más grandiosa del mundo”, encontré la seguridad de que nos llevaríamos bien.

En persona, Millie era todo lo que esperaba: carismática, a la moda, generosa (y británica). Animada por una afición mutua a los gin tonics, nuestra conversación fluyó como el agua. Adorábamos a Harry Potter, Patsy Cline y hacer “moodboards”. Años antes, ella había visitado Nueva York y vivido durante un mes en la misma calle donde yo nací y me crie. De todas las calles posibles, vivió en esa. Esto era el destino. ¿Pero era amor?

Hasta el día de hoy, no sé si aquella primera noche fue una cita. Millie y yo, después de todo, nos conocimos a través de Tinder. Aunque yo especifiqué que solo buscaba amigos, mi presencia en una aplicación para ligar quizás implicaba que estaba abierta a algo más.

Para complicar aún más las cosas, ninguna de las dos se identificaba como heterosexual, y las dos estábamos todavía descubriendo lo que podríamos ser en vez de eso. De cualquier manera, lo que necesitaba en el extranjero no era un encuentro casual (de cualquier género) ni una relación seria. Solo necesitaba un boleto para salir de mi aislamiento.

Luego nos reunimos bajo Marte: Millie me envió un mensaje de texto en el que decía que el planeta rojo se estaba “acercando”, lo que significaba que podríamos ver sus cráteres brillantes desde las orillas del Támesis. “Soy consciente de que sueno como una loca por todo esto de los planetas, pero esto no volverá a ocurrir sino hasta 2033”, me dijo en el mensaje que envió.

La noche estaba nublada, pero de todos modos montamos el campamento con una manta y una botella de cabernet sauvignon. Los cisnes se deslizaban por el río cristalino al ritmo de “Clair de Lune” de Kamasi Washington, que Millie puso en su bocina portátil.

“Me encanta esta canción”, le dije. Embriagada por la luz de las estrellas y el vino, llegué a casa alrededor de la medianoche y abrí mi computadora en Spotify, donde se había materializado una nueva lista de reproducción en el perfil de Millie. Se llamaba “Llegó la temporada de Marte”, y “Clair de Lune” estaba en la lista de canciones.

Spotify es una palabra compuesta de “spot” y “identify”: la función declarada de la aplicación es ayudar a los usuarios a descubrir e identificar nueva música. Pero la popular plataforma musical también ofrece a los usuarios curiosos la oportunidad de extrapolar los estados mentales y emocionales de otros usuarios basándose en sus actualizaciones de canciones de difusión pública y su biblioteca personal de listas de reproducción.

“Llegó la temporada de Marte” fue la primera de muchas listas de reproducción que Millie creó sobre nuestra relación, listas que no estaba segura si ella quería que yo viera. Todas eran públicas, pero sus significados eran crípticos, descifrables solo para Millie, y quizá para mí. Una lista de reproducción titulada “ilagcl”, por ejemplo, contenía algunas canciones que yo le había recomendado, y yo estaba convencida de que el título era un acrónimo que hacía referencia a mi nombre.

“¿Estoy loca o esas letras podrían significar ‘me gusta una chica llamada Lily’?”, les pregunté por mensaje a mis amigos.

No estaba loca; unas semanas más tarde, apareció una nueva lista de reproducción suya titulada “¿Interpreté mal esto? Espero que no”, acompañada de una imagen de lirios blancos (que en inglés suenan como mi nombre).

En las semanas transcurridas desde que nos sentamos bajo Marte, Millie y yo solo nos habíamos visto unas cuantas veces. Pero en una de esas ocasiones, borrachas de vino en su dormitorio iluminado con lámparas, nos habíamos besado. De repente, Millie y yo habíamos dejado de ser una amistad circunstancial para convertirnos en un enredo romántico en ciernes. Nuestro romance tenía una banda sonora de lujo, aunque yo no había participado en su composición.

No era extraño que Millie hubiera creado listas de reproducción en torno a momentos o estados de ánimo específicos de su vida. Pero sí era extraño que yo tuviera una visión involuntaria de sus sentimientos antes de que ella me los comunicara directamente. Debería haber dicho algo, pero ¿qué? ¿Tendría que admitir los indicios que había visto? Me pareció más fácil dejar que las cosas se dieran.

Millie y yo dormimos juntas por primera vez la noche antes de que abordara un avión de vuelta a casa. Como Inglaterra volvía a estar confinada, había decidido prolongar mis vacaciones de invierno indefinidamente y cursar la siguiente etapa de cursos de Oxford desde Estados Unidos hasta que se relajaran las restricciones, aunque eso significara dejar a Millie y a mis compañeros de clase.

La mañana de mi partida, con los ojos lagañosos y cargadas de equipaje, nos metimos en el metro y viajamos en silencio hasta Heathrow. No estaba segura de cuándo volvería a verla, y nos despedimos en el aeropuerto con más resignación que pasión.

Días después, separada de Millie por un océano, vi una nueva lista de reproducción en su perfil de Spotify: “La línea de Piccadilly en realidad es bastante larga”. Pulsé el botón de reproducir, y en la música vi a Millie, sola en un asiento del metro, volviendo a la realidad mientras Londres bostezaba al despertar.

Unas semanas después de llegar a casa, Millie me pidió que fuera su novia. La propuesta llegó a través de un mensaje de texto que escribió borracha, 45 minutos antes de la medianoche que marcaría el Año Nuevo en Inglaterra.

“¡Sería bueno tener esta conversación por teléfono más tarde y más sobria!”, le contesté.

Al día siguiente, le expliqué por teléfono que, aunque la quería mucho, no estaba interesada en una relación internacional a distancia, sobre todo durante la pandemia.

Me dijo que lo entendía. Sin embargo, a la mañana siguiente, apareció una nueva lista de reproducción: “Si me necesitan, estaré muriendo de tristeza”.

La mayoría de las canciones que contenía se habían añadido en los días posteriores a esa llamada telefónica. Pero hace unos meses, Millie añadió un par más. No habría visto las nuevas canciones si no las hubiera buscado. Pero no pude evitarlo: después de que Millie y yo dejamos de hablarnos con regularidad, me encontré merodeando por su perfil de Spotify, buscando pistas sobre cómo le iba.

Cinco meses después de dejarme en Heathrow, Millie estaba allí de nuevo para recogerme. Había decidido volver a Oxford durante unas semanas al final de mi programa para que pudiéramos terminar mi año allí juntas.

Aunque habíamos charlado animadamente por teléfono sobre mi regreso, una vez que nos reunimos en persona, nuestro pasado nos enfrentó como un elefante enorme en una habitación muy pequeña. En los meses que habíamos estado separadas, nos habíamos cortado el pelo, habíamos visto a otras personas y apenas habíamos procesado nuestros sentimientos.

El día que volví a irme de Inglaterra, esta vez para siempre, Millie subió una lista de reproducción de 91 canciones. Su portada era una capilla bañada por la luz del atardecer. ¿Su título? “Déjala ir”.

A juzgar por los títulos de sus listas de reproducción, a Millie le va bien hoy en día: sale a correr, organiza cenas, baila despacio. Pero cuando esas nuevas canciones aparecieron en “Si me necesitan, estaré muriendo de tristeza”, me pregunté si estaba pensando en mí, o si alguien nuevo la había decepcionado.

No es asunto mío, como tampoco lo es buscar señales ocultas en los títulos de las canciones y los nombres de las listas de reproducción. Sin embargo, es un placer para mí ver una lista de reproducción como “Todo lo que traigo puesto son mis pantalones con estampado de leopardo” y saber que mi amiga del otro lado del océano seguirá bailando al ritmo de Tracy Chapman en ropa interior hasta que empiece a sentirse bien de nuevo.