Por The New York Times | Christopher Maag
En 1990, el vuelo 52 de Avianca se estrelló en los suburbios de Long Island y una chica de 17 años fue sacada de entre los restos. Sobrevivir ha sido su calvario.
Astrid López movió su silla de ruedas hasta el borde del campo donde los médicos la declararon muerta en una ocasión. Se levantó, se tambaleó y luego plantó el bastón en la hierba.
Esperaba que algo en aquel paisaje —la verde ladera, los áridos árboles invernales, la pequeña bahía— la ayudara a desenterrar los recuerdos del accidente aéreo y de su vida anterior.
Pero solo sentía dolor.
López miró al hombre que estaba a su lado, Víctor Fornari, un psiquiatra infantil al que conoció en las semanas posteriores al accidente, cuando no estaba claro si sobreviviría. Ahora, 35 años después, veían juntos el lugar del accidente por primera vez. Ella le agarró la mano y frunció el ceño.
“Nada”, dijo. “No recuerdo nada”.
El vuelo 52 de Avianca Airlines se estrelló contra una ladera boscosa en el pueblo de Cove Neck, en Long Island, el 25 de enero de 1990. Había 158 personas a bordo; 73 de ellas murieron. La mayoría de quienes sobrevivieron resultaron gravemente heridos.
Los investigadores descubrirían más tarde que el accidente podía haberse evitado, y que muchos de los muertos probablemente deberían haber sobrevivido.
A veces, López siente que debería haber muerto.
Hoy en día, el vuelo 52 se ha desvanecido en gran medida de la memoria pública. Solo unos pocos sobrevivientes y miembros del personal de rescate que respondieron al accidente conmemoraron la tragedia, asistiendo a misa el domingo en la iglesia de Santo Domingo, cerca de allí, en Oyster Bay.
Pero, de otras maneras, el recuerdo del desastre de Avianca perdura en muchos ámbitos.
Las lecciones extraídas de los errores del vuelo 52 han hecho que la aviación moderna sea más segura para quienes viajan en vuelos comerciales. La comunicación entre las tripulaciones de vuelo y los controladores aéreos se estandarizó.
López, que ahora tiene 52 años, ha quedado afectada para siempre, con el cuerpo tan destrozado que olvida exactamente cuántas operaciones ha tenido que soportar. Más de 70. Su vientre y su rodilla necesitarán otras dos operaciones, y después están previstas más intervenciones.
Creyeron que estaba muerta
El avión rojo y blanco de Avianca partió de Bogotá, Colombia, a las 1:10 p. m. del 25 de enero de 1990 con destino al Aeropuerto Internacional Kennedy.
Hizo escala en Medellín para repostar y recoger pasajeros, entre ellos Astrid López, una adolescente que viajaba sola a Disney World. Sus padres sabían cuánto le gustaba Disney a su hija, así que, como recompensa por sus buenas notas, le compraron un billete de avión a Nueva York y luego a Florida.
El avión salió de Medellín con combustible de sobra para el viaje. Pero el mal tiempo provocó una serie de retrasos por todo el noreste de Estados Unidos, haciendo que el vuelo 52 tuviera que permanecer en espera tres veces durante un total de 77 minutos. Cuando el avión finalmente obtuvo permiso para iniciar el descenso hacia Nueva York, la tripulación no advirtió a los controladores aéreos de que iban peligrosamente escasos de combustible, según descubrirían más tarde los investigadores.
En lugar de eso, el primer oficial hizo vagas peticiones de ruta “prioritaria”, que el control de tierra no entendió como una emergencia. El avión fue ubicado en una ruta normal y tortuosa para la aproximación final. Como los vientos soplaban de manera violenta, el piloto voló demasiado bajo como para llegar con seguridad a la pista, lo que le obligó a quemar combustible en una maniobra de último segundo.
El avión estaba sobre Long Island cuando sus sistemas empezaron a fallar.
“Acabamos de perder dos motores y necesitamos prioridad, por favor”, dijo por radio el primer oficial a las 9:32 p. m., según una transcripción de las comunicaciones.
Las luces de la cabina se apagaron, al igual que las luces de navegación de las alas. El avión se sumergió silenciosamente en la oscuridad.
Poco más de un minuto después, el morro del avión se estrelló contra un roble maduro. Ninguna de las personas que estaban en la cabina sobrevivió. El fuselaje impactó el suelo con tanta fuerza que los asientos de la cabina se desprendieron del suelo y salieron disparados hacia adelante, aplastando a los pasajeros.
Los equipos de rescate llegaron y encontraron el caos. El fuselaje se había roto en tres secciones. La cabina era un nido retorcido de equipajes, carritos de cocina y cuerpos humanos. Un niño colgaba de un árbol, con frío pero ileso. Los pasajeros suplicaban por ayuda.
En medio de todo, una niña no emitía sonido alguno.
Los miembros del personal de rescate que encontraron a Astrid creyeron que estaba muerta. El accidente le había rebanado parte del cráneo, dejando al descubierto el cerebro. Otra parte de su cerebro yacía junto a ella en el suelo. Los rescatistas la llevaron colina abajo hasta un campo cubierto de hierba convertido en un depósito de cadáveres improvisado. Cubrieron su cuerpo con una sábana blanca.
En ese momento gimió.
Nadie creía que fuera a vivir, recordóun voluntario dela Cruz Roja. El rostro de la víctima estaba tan desfigurado que no pudo ser identificada. Su único rasgo definitorio eran los aparatos en los dientes. Así fue como su madre, llamando al Hospital Comunitario de Glen Cove desde Medellín, confirmó que la chica casi muerta era su hija Astrid, de 17 años.
Meses después del accidente, Astrid concedió una entrevista en su habitación del hospital a una periodista de The New York Times. Se incorporó, sonrió y dijo que pensaba ser abogada.
“Espero poder continuar mis estudios aquí”, dijo.
Pero sus crisis de salud no habían hecho más que empezar. Una serie de intervenciones quirúrgicas trataron sus lesiones cerebrales. Otras insertaron piezas metálicas para enderezar sus extremidades. La madre de Astrid, Miriam Ballesteros, voló desde Colombia para cuidar de ella.
Al cabo de unos meses, Astrid ya estaba preparada para reunirse con el psiquiatra infantil que había estado tratando a los niños heridos del vuelo 52. El accidente había cambiado sus vidas; pero esos niños cambiarían la suya.
Lecciones de una tragedia
Antes de la catástrofe, Victor Fornari era un psiquiatra de los suburbios centrado en ayudar a adolescentes con trastornos alimentarios. Su consulta estaba cerca, en el Hospital Universitario de North Shore, y casualmente hablaba español con fluidez. Al cabo de unos días, estaba atendiendo a niños que presentaban lesiones espantosas y profundas cicatrices emocionales.
Fornari les dio a los niños papel, colores, rotuladores y pintura, y les pidió que dibujaran lo que se les ocurriera. En aquella época, la bibliografía académica sobre la terapia artística para niños con estrés traumático era escasa, pero el proceso resultó útil. Un niño de 11 años dibujó un barco sobrepasado por grandes olas, con algunos pasajeros que se ahogaban y otros que sobrevivían. Una niña que aún no tenía 3 años dibujó garabatos y puntos, explicando que representaban a personas que estaban a salvo porque no viajaron en el avión.
“Algunas cosas son indescriptibles”, dijo Fornari. “Dibujar, la música, bailar… es una manera de expresar cosas que pueden ser difíciles de expresar con palabras”.
De los 21 niños que atendió, Astrid era la mayor y su recuperación sería la más larga. Pasó seis años entre hospitales, la consulta de Fornari y el apartamento alquilado de su madre en Long Island antes de que estuviera estable como para regresar a casa. Los sobrevivientes del vuelo y los familiares de quienes murieron compartieron una indemnización de 200 millones de dólares pagada por Avianca Airlines y el gobierno estadounidense.
De niña, Astrid era disciplinada y reservada, dijo Liliana Donlon, su hermana mayor. Ahora, una combinación de daño cerebral, pérdida de memoria y dolor físico crónico la habían convertido en alguien que arremetía contra las normas y se alegraba de su poder —incluso en su debilitado estado físico— para resistirse. Tal “desinhibición” es un rasgo común y duradero entre las víctimas de lesiones cerebrales, dijo Fornari.
“Su cerebro es distinto al que tenía antes del accidente”, dijo.
López pasó por un periodo de rebelión cuando regresó a su casa en Colombia. Dijo que con el dinero del acuerdo se iba de fiesta y se compró ropa bonita, así como una granja en las afueras de Medellín. Durante un tiempo incluso condujo motocicletas y motos acuáticas.
“Me tomó mucho tiempo, pero ahora intento hacer lo que me dicen los médicos”, dijo. “Nunca pensé que viviría tanto”.
Basándose en su experiencia con los niños del vuelo 52, Fornari publicó en 1999 la investigación sobre sus protocolos de tratamiento. Pronto le pidieron que contribuyera a los planes de respuesta ante catástrofes del condado de Nassau y de los distritos escolares locales, centrándose en la salud mental de los niños sobrevivientes. Más tarde redactó una actualización para el plan de catástrofes del estado de Nueva York.
Eso hizo que lo llamaran del Departamento de Estado. Los funcionarios le dijeron que los servicios de inteligencia sugerían que Manhattan se enfrentaba a la amenaza de un gran atentado terrorista, dijo. Le pidieron que ayudara a crear un plan federal para tratar a los niños afectados. Era enero de 2001.
“Dije: ‘Con el debido respeto, ¿por qué yo?’”, afirmó recientemente. “Supongo que nadie más se había ocupado de 21 niños que sobrevivieron a un accidente aéreo”.
A raíz del accidente, la Administración Federal de Aviación (FAA, por su sigla en inglés) ordenó que todas las tripulaciones de vuelo de las compañías aéreas extranjeras dominaran el inglés.
Luego, la FAA diría que fue “un hito para la adopción internacional del inglés como lengua estándar de la aviación”.
El accidente de Avianca también evidenció la necesidad de tener asientos más resistentes. Un informe de la FAA de 2022 se refería directamente al desastre de Cove Neck: “Este y otros accidentes llevaron a la adopción” de normas que exigen que todos los aviones nuevos tengan asientos capaces de soportar hasta 16 veces la fuerza de la gravedad, o 16g. Los asientos del avión de Avianca, construido en 1967, solo soportaban 9g.
Agradecida de estar viva, a pesar de todo
Aquejada de una reciente operación de prótesis de rodilla, López había decidido faltar a la ceremonia conmemorativa. Si la visita al lugar del accidente no le había despertado ningún recuerdo, sentarse incómodamente durante una hora no la ayudaría. Y a su familia le resulta difícil saber si recuerda alguna parte de su vida anterior a la tragedia, o si lo que ella define como recuerdos en realidad son sombras creadas por las sugerencias de otras personas.
“Quizá recuerde el 20 por ciento” de los acontecimientos que comentan de su infancia, dijo Donlon, la hermana de Astrid. “¿O quizá no recuerde nada? No lo sé”.
Su visita a Long Island no fue del todo mala, y se alegró de reencontrarse con los muchos cuidadores con los que tenía lazos afectivos. Cuando llegó por primera vez a la consulta de Fornari —en silla de ruedas y vestida para la ocasión, con maquillaje y un traje pantalón blanco de encaje con flores azules— lloró, abrumada por ver a su médico favorito por primera vez en años.
A menudo se siente agradecida por estar viva. Pero no siempre. Su vida es un calendario de dolor: una operación, seguida de meses de agotadora fisioterapia, y luego otra operación. Levantarse de la cama, comer, vestirse. Cada movimiento le duele.
Incluso después de haber sido sacada sin vida de los restos de un avión y depositada entre los muertos, López no cree que tenga ideas que dar a nadie sobre el dolor. No pudo elegir entre casi morir o vivir. Vive porque debe hacerlo, pero nadie puede lograr que le guste.
es un reportero que cubre la región de la ciudad de Nueva York para el Times. Más de Christopher Maag
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