Por The New York Times | Erin Thompson

¡OIGAN, A MÍ ME FUNCIONÓ!

Salté de la cama, gritando, pero mi pie se enredó en las sábanas y me estrellé contra el suelo en la mitad de mi estudio. Me levanté y encendí las luces para comprobar que mi visitante no era el producto de una pesadilla. La rata, que ahora correteaba por debajo de mi cama, debía de haber subido por la escalera de incendios hasta la ventana de mi tercer piso.

Había oído hablar de otros dramáticos avistamientos de roedores en el West Village de Manhattan, adonde me había mudado justo a tiempo para que la pandemia cerrara los restaurantes, por lo que las ratas salieron en busca de nuevas fuentes de alimento. Temblando, mientras me ponía una bata, rebuscaba en mis armarios con la esperanza de encontrar provisiones improvisadas para atrapar ratas, me maldije por haber dejado la ventana abierta, y por haber decidido vivir sola.

Pensé en mi novia, Celeste, y en su departamento de Brooklyn lleno de plantas. ¿Por qué no estaba durmiendo en su cama con su gata, Teaspoons, roncando a nuestro lado? La primera vez que me quedé a dormir en su casa, Teaspoons pasó la noche frotándose con tanto entusiasmo en mis sandalias que tuve que tirarlas, pues las correas de velcro quedaron irremediablemente obstruidas por su largo pelaje. Ahora, varios años después, me encontré deseando haber conservado las sandalias, por el recuerdo y por el olor a gato, un potencial disuasorio para los roedores.

Salí con tantas personas el año siguiente del fin de mi matrimonio que mi terapeuta no podía recordar sus nombres. Llamó “Flor de invernadero” a una mujer de la alta sociedad y “Übermensch francés” a un economista cuyo acento y músculos me enamoraron. También había un violinista, un banquero inglés y un lexicógrafo al que le gustaban las faldas escocesas y los cócteles de época. Todos eran divertidos, pero Celeste era diferente.

Cuando la vi esperándome en nuestra primera cita, sentada en un taburete de un bar de tequila hípster, sus ojos verde mar y su delicado cuello hicieron que mi corazón se acelerara. Mientras me reía con sus historias y respondía a sus perspicaces preguntas, me sentí aún más acalorada. Literalmente, empecé a sudar en el bar abarrotado.

Al agitar el brazo en un gesto, me olí a mí misma y me di cuenta de que mi creciente temperatura había despertado años de olor corporal encerrado en las fibras del vestido vintage que me había puesto por primera vez. Al final de la velada, cuando Celeste se inclinó para abrazarme, le di un abrazo usando solo los antebrazos, con la parte superior de los brazos apretada contra mi cuerpo para contener el olor.

“Debí haberte besado”, le envié un mensaje de texto después de llegar a mi casa.

“¿Qué tal el viernes?”, respondió ella. Desde entonces nos besamos y hablamos.

No empecé a salir con mujeres hasta casi los 40 años. Celeste, mi primera novia, por suerte, encontró entrañablemente divertidos mis errores anticuados y los posteriores momentos de incomodidad. Cuando nos conocimos, no hacía mucho que ella también había dejado una relación de muchos años. Ninguna de las dos quería lanzarse a otra relación seria. Pero mientras mis otras citas se centraban en el placer, Celeste y yo nos confiábamos mutuamente las partes más difíciles de nuestras vidas.

Pero en la noche de la rata (que claramente calificó como una parte dura, aunque breve, de mi vida), Celeste y Teaspoons estaban a kilómetros de distancia. Nuestro acuerdo de vivir separadas sin dejar de vernos solía funcionar bien. Las noches que estábamos separadas, nos llamábamos para contarnos los detalles de nuestras otras citas. Pero mi libertad también significaba que no tenía a nadie que me ayudara con crisis como la de la rata, que parecía haberse refugiado en una caja de cartón bajo mi cama.

Respiré hondo, miré el dibujo de la filósofa feminista Simone de Beauvoir que colgaba sobre mi escritorio y me dije que no necesitaba ayuda. Utilicé una escoba para empujar la caja al pasillo y cerré la puerta de mi departamento de un portazo, me felicité a mí misma mientras me disculpaba mentalmente con mis vecinos en caso de que la rata no saliera del edificio.

Cuando llegué a casa del trabajo esa tarde, la señora de Beauvoir estaba trastornada. La rata no había estado en la caja después de todo. Después de que me marché, había explorado su nueva morada, royó la cortina de la ducha, derribó la mano de madera del maniquí donde colgaba mis joyas e, imaginé, quizás miró con nostalgia por la ventana cerrada mientras lamentaba algunas de sus propias decisiones vitales.

Por último, había trepado por los vestidos colgados en mi armario y se había metido en la parte trasera de una estantería, haciendo un nido acogedor entre mis jerséis. No podía verla allí, pero sabía que no estaba en ningún otro sitio.

Cerré la puerta del armario y fui en busca del superintendente de mi edificio.

“¿Tal vez sea un ratón?”, preguntó, separando los dedos unos centímetros.

“Una rata”, insistí, abriendo las manos, para confirmarle el tamaño.

Escéptico, levantó una ceja y me dijo que estaba de suerte, porque la visita del exterminador estaba prevista para la semana siguiente.

Llamé a Celeste para preguntarle si podía pasar unas noches en su casa y quizá pedirle prestada algo de ropa, pues mi nueva compañera de piso estaba usando toda la mía. Me dijo que sí. Minutos después, me envió otro mensaje de texto: “Gary se ofrece a ir a atrapar tu rata”.

Gary, un artista que se gana la vida reviviendo técnicas de construcción históricas, es fuerte y delicado a la vez. No le molesta la fauna menos agradable de Nueva York. A menudo se pasa los días catalogando los mugrientos bivalvos, los peces y las ocasionales piezas de coche que se sacan del fango durante la actual limpieza del canal Gowanus de Brooklyn. La primera vez que nos vimos, cuando guiaba una flotilla de canoas por el canal hasta el puerto de Nueva York, nos describió con alegría los peligros de sus cacerías infantiles en Somerset, Inglaterra, en busca de anguilas de río, fuertes y de dientes afilados.

Gary podía enfrentarse a una rata. Pero yo no estaba segura de poder enfrentarme a Gary. Él y Celeste se habían enamorado recientemente, unidos por su pasión compartida por la recuperación de las vías fluviales urbanas. Ya estaban hablando de irse a vivir juntos.

Celeste dijo que no quería que nuestra relación cambiara, aunque ella y Gary se convirtieran en una pareja seria. Aun así, estaba preocupada. Celeste y yo preparábamos cócteles, pasábamos horas hablando en cafeterías e íbamos a museos.

Gary ayudó a construir algunas de las elaboradas instalaciones de estos museos. Y no solo preparaba deliciosos cócteles, sino que también colaboraba como voluntario en un proyecto de transporte de grano por el río Hudson en una goleta a vela para elaborar un alcohol más sustentable. A menudo llegaba a las cafeterías con su bicicleta cargada de ramas que había aserrado de árboles derribados por la tormenta, que tallaba para crear hermosas cucharas.

Mis inseguridades hacían que no me sintiera del todo cómoda con Gary. Pero me sentía mucho menos cómoda con la rata, así que le pregunté a Celeste a qué hora podía venir.

Gary y yo nos vimos en una ferretería.

Me preguntó por la rata. Le tendí las manos. Asintió con la cabeza y cogió la trampa más grande que había, una versión sobredimensionada de una ratonera.

De vuelta en mi departamento, le entregué a Gary un utensilio para poner mantequilla de maní como cebo para la trampa.

“¡Mi cuchara de la culpa!”, dijo.

Celeste me había regalado la cuchara de parte de Gary meses atrás. Ahora, Gary me explicó que la había tallado mientras se sentía culpable por entrometerse en mi relación.

Preparamos la trampa, abrimos la puerta del armario y fuimos al departamento de Celeste a esperar. Me senté en el sofá con Teaspoons ronroneando en mi regazo, desprendiendo pelos blancos de bienvenida en mis pantalones de mezclilla negros. Celeste y Gary cocinaron pasta, porque me encanta la pasta, y col rizada, porque Celeste insiste en que no puedo vivir solo de pasta.

Como yo estaba allí, Gary se puso un delantal sobre la ropa en lugar de su atuendo preferido para cocinar: solo un delantal y nada más. Y fue aún más considerado, porque se fue después de la cena, aunque había planeado pasar la noche ahí. En su lugar, me dormí plácidamente con Celeste, mi amor, aunque también amamos a otros.

A la mañana siguiente, Gary y yo volvimos a mi departamento. Le abrí la puerta y esperé fuera.

“¡La tenemos!”, me llamó. “¡Y es grande!” Gary metió la rata en una bolsa de basura, pero le pedí un favor más. Volvió a abrir la bolsa y sacó una foto que pudiera enseñarle al escéptico superintendente de mi edificio.

Con la bolsa en la mano, Gary se despidió de mí con un abrazo. “Te considero de la familia”, dijo. Yo le devolví el abrazo. Gary me había creído sin vacilar, se había lanzado a ayudar y había demostrado que me tenía presente incluso en el remolino distractor de una nueva relación.

Meses después, cuando Celeste y Gary se fueron a vivir juntos, ya no estaba nerviosa. No había perdido una novia, sino que había ganado un amigo. Y todo porque una rata entró y salió de mi vida. Si una rata cae en tu cama, llama al novio de tu amante. (Brian Rea/The New York Times)