La idea de felicidad es un chicle: elástica, maleable y con sabor al gusto del consumidor. No termina de encajar en las definiciones y —lo que es más curioso— la perseguimos y a la vez desconfiamos de ella.
El devenir del hombre en la Tierra es “corto de días y harto de sinsabores”, advierte la Biblia, obra que, más allá de la religiosidad de cada quien, ha marcado a fuego a la civilización occidental. Los antiguos griegos —que también moldearon nuestro mundo actual— veían con recelo la prodigalidad de la diosa Fortuna y temían que el precio de la buenaventura presente fuera la desgracia futura.
Esa suspicacia ante la felicidad proviene en realidad de nuestro pasado más atávico, cuando vivíamos en estado salvaje y la brega por la supervivencia era permanente y sin respiros. De esos lejanos ancestros heredamos la tendencia a adoptar rápidamente lo que el doctor Daniel López Rosetti define como “modo lucha”: una actitud de alerta que desata en el cuerpo y la psique mecanismos que nos ponen en situación óptima para afrontar el combate o la rápida huida. Sin embargo, ese empuje de adrenalina —y otras cositas— no es gratis, y nos pasa una insalubre factura que puede derivar en eventos vasculares graves: el estrés.
En la actualidad ya no tenemos que huir de tigres dientes de sable, ni templar los nervios para la caza colectiva del mamut, pero aun así nuestro ancestral modo lucha se dispara más a menudo de lo que sería conveniente: trabajo acumulado, la fecha cercana de un examen para el que no estudiamos lo suficiente, la regañina injusta de un jefe autoritario, una desavenencia de pareja, y toda una casuística que tiende al infinito.
Hoy, ese “modo lucha” creado por la naturaleza para casos de emergencia se convirtió en nuestra civilización casi en una forma de estar: nunca bajamos la guardia, no nos relajamos y seguimos aferrando la lanza de sílex incluso cuando el mamut ya lleva horas muerto.
Para equilibrar la balanza, además del “modo lucha” contamos con el “modo sociable”. Está relacionado con regiones más “modernas” de nuestro sistema nervioso y —al contrario del modo anterior— propende a una conexión social de orden positivo con el entorno, lo que contribuye a que logremos afrontar con serenidad el problema que se presente, y que difícilmente sea tan grave como un tigre dientes de sable en ayunas.
La interacción de estos dos modos, la adecuada gestión de las emociones y el estado de felicidad son algunos de los temas abordados por Daniel López Rosetti en su nuevo libro Estrés, sufrimiento y felicidad, obra sobre la que recientemente conversó con Montevideo Portal.
Cardiólogo egresado de la Universidad de Buenos Aires, López es director del curso universitario de Medicina del estrés y Psiconeuroinmunoendocrinología clínica de la Asociación Médica Argentina. En la vecina orilla es considerado como uno de los más reputados especialistas en estrés, y es coordinador del gabinete de Medicina del Estrés y Psicobiología del Hospital Central Municipal de San Isidro.
Autor de varias obras de divulgación, López es también muy activo en redes sociales. Sus explicaciones breves y recomendaciones sencillas calzan como anillo al dedo en ese tipo de espacios, así como las publicaciones en las que “aterriza” conceptos de la filosofía clásica, de la que rescata el sentido práctico, la vigencia y la aplicabilidad inmediata.
En diálogo con Montevideo Portal, el especialista se refiere a la génesis del volumen que acaba de publicar y a su interés por el estudio del estrés.
“El del estrés es un tema que me atrae desde siempre”, asevera, y bucea en sus tiempos de estudiante de Medicina en busca de los orígenes de esa pasión.
“En segundo año, cuando ya empezábamos a ir a prácticas en el hospital, había una materia que era Fisiología; enseñaba cómo funcionan las cosas del cuerpo y pasaba por todos los sistemas”. En esa asignatura se estudiaban las obras del insigne médico argentino Bernardo Houssay (Premio Nobel de Ciencia en 1947), quien describía “el síndrome general de adaptación, que luego fue llamado estrés”, cuenta.
“Me gustaba mucho la Fisiología”, rememora, gusto que a mediados de la década de 1970 lo llevó a hacer la ayudantía en esa materia. Y dentro de ella, lo que más le interesaba era el tema del estrés, sobre el que por entonces no había corrido tanta tinta como hoy.
“Estrés es sufrimiento, y el sufrimiento lo puede tener casi cualquier ente biológico”, define. Sin embargo “el infarto agudo de miocardio es una enfermedad humana. Los animales tienen otras enfermedades cardiológicas, pero no tienen infartos ni problemas de arterias coronarias. Los humanos sí, y más de un tercio de esos problemas están asociados con emociones negativas”, asevera, y agrega que los otros dos tercios “también guardan relación con esas emociones, porque el solo hecho de estar nervioso hace que tengas conductas que dañan tu cuerpo y tu vida, como fumar, ser más sedentario, etcétera”.
A ritmo de tango
¿Por qué el humano tiene el ingrato privilegio del infarto? “Para que se rompa una placa de ateroma, se forme el consiguiente coágulo y a consecuencia se produzca un infarto agudo de miocardio, primero hay que saber sufrir”, explica López, citando deliberadamente un verso del popular tango Naranjo en flor. Y si bien casi todos los seres vivos sufren, ese “saber sufrir” sería privativo de nuestra especie.
“Esto es un verdadero tango, porque el endotelio, esa especie de celofán transparente que cubre las arterias coronarias y donde se genera el coágulo, ese lugar físico, es la interfase molecular donde el sufrimiento humano se hace carne”, describe con anatómica poesía de arrabal.
“Por eso, desde siempre me gusta el tema, porque el síndrome del estrés es una unión entre lo psicológico y lo físico” y como materia de estudio incluye “cómo funciona la emoción, el sentimiento, junto a la base anatómica que le da sustento”.
Ni tanto ni tan poco
En su nuevo libro, López señala que los únicos lugares donde hay seres humanos cien por ciento libres de estrés son los cementerios.
“Si yo tuviese en el hospital un paciente hipoestresado, tendría que estresarlo un poco para que fuera feliz: algo de pila tenés que tener”, sostiene apodíctico.
“Es como el azúcar en sangre, o el colesterol. En cierto nivel es normal, y por encima de ese nivel es un problema de salud. Eso pasa con todas las variables ¿Por qué no con las emociones y sentimientos?”, plantea.
“Los celos hasta cierto punto son normales; la exageración, la celotipia, no lo es”, ejemplifica.
“Las emociones básicas son miedo, ira, alegría, tristeza, asco y sorpresa. Los sentimientos son culpa, vergüenza, orgullo, amor, fe, odio: todos tenemos todos, la diferencia está en las proporciones en las cuales nos habitan, y en el esfuerzo que hagamos para disminuir los negativos y aumentar los positivos”, refiere.
Ese esfuerzo sobre la emociones y sentimientos no debe ejercerse mediante el control liso y llano, sino por la gestión, enfatiza el galeno.
“Controlar es represivo. Si controlás algo, lo que queda dentro es como si estuviera en una olla a presión y en algún momento sale, explota, y lo que queda encerrado, se pudre. Lo mismo pasa con las emociones y los sentimientos”, grafica.
“El tema es gestionarlo adecuadamente, y ahí está el secreto”, advierte, y recuerda que “no somos seres racionales, sino seres emocionales que razonan. No somos máquinas y, además, cuando vos tomás una decisión la explicás racionalmente para vos mismo y para los demás, pero las decisiones las tomamos porque se nos canta: el corazón decide, la razón justifica”, sentencia.
Cada uno con su pequeño gran problema
Como se lee líneas arriba, los problemas que afronta el humano hoy no son en general tan inmediatamente dramáticos como los que asolaban a nuestros antepasados paleolíticos. Sin embargo, todos vivimos situaciones que, vistas “de fuera”, pueden parecer banales, pero que para nosotros son muy serias y, por tanto, estresantes.
Ese ver un vaso de agua como si fuera un mar se produce cuando “ese problema ocupa toda la mente” de la persona en cuestión, apunta López.
“Todos tenemos nuestras propias problemáticas y nuestro propio horizonte. Como médicos sabemos que no podemos menospreciar ninguna vivencia humana. En la práctica cotidiana vienen personas —por suerte las más de las veces— muy afligidas por cosas muy pequeñas, pero que en su interior ocupan todo su espacio; eso hay que comprenderlo”, concede.
“También hay que ayudarlos a darse cuenta de que a lo mejor vienen con un problema concreto determinado, el caso de ‘doctor, no aguanto la acidez’, y les decimos que lo vamos a tratar e insisten en que no soportan más el síntoma y que ‘es una injusticia’ y que están desesperados. En ese caso, se les ofrece un tour: ‘si quiere me acompaña al cuarto piso, a terapia intensiva, y le voy a mostrar lo que es un verdadero dolor’. Uno también tiene que ayudar a las personas a que dimensionen en su adecuada medida lo que cada uno tiene”, dice.
La felicidad no es ja ja ja
En su libro, y en contra de cierta literatura románticamente edulcorada, López sitúa a la felicidad un tanto lejos del arrebato de dicha, de la pasión amorosa o de la imposible alegría permanente.
“La primera acepción es que la felicidad no existe. Si vos salís a la calle y hacés una encuesta, la mayoría te va a decir que no existe, o que ‘son momentos’, y algo de razón tendrán. Pero lo más correcto sería decir que, más que de momentos, están hablando de las emociones básicas de esos momentos. La alegría es un momento, o sea, que uno tendría que decir que la felicidad no es alegría, no es éxtasis, no es exaltación”, indica.
Por ello, a la hora de plantear esa proteica definición, López evita ser provocativo y recurrir a las “grandes palabras” que prometen nada menos que la clave de la felicidad. Por ello, propone que en ese ejercicio de encuesta se pregunte a las personas si se han sentido en paz o si, en ciertas condiciones, creen que pueden estar en serenidad, en calma. Si la repuesta es afirmativa, se les informa que eso, y no otra cosa, es la felicidad.
“La definición técnica para felicidad es: bienestar subjetivo percibido. No es exaltación, no es que vivís en un jolgorio, en un carnaval permanente. Es un estado de fondo, un pentagrama donde escribir las notas de tu vida. Y ojo, la tenés que remar”, puntualiza.
Luego, recita parcialmente el célebre poema Desiderata, del filósofo estadounidense Max Ehrmann, que a su entender “termina con dos frases muy potentes, que hacen que no sea un texto utópico. La anteúltima dice ‘ten cuidado’, y eso es tener que cuidarse de verdad, porque el mundo tiene sus cosas, y la última dice, ‘esfuérzate en ser feliz’, y esto es importante porque no se es feliz espontáneamente, algo de pila le tenés que poner”. Razona: “Yo me esfuerzo todos los días para pasarlo lo mejor posible”.
“No se nos ocurrirá tontería alguna / que un sabio griego no haya dicho ya otrora”
Estos dos versos escritos por el poeta brasileño Mario Quintana aluden a la idea de que todo fue dicho ya. Y a que —humanos al fin— seguimos rumiando sobre los mismos asuntos acerca de los que ya cavilaban nuestros antepasados.
Consultado al respecto, López considera “muy probable” que Quintana acertara con su irónico poema, y traslada la idea a “esas reuniones académicas donde flota la soberbia del conocimiento científico”. Estima que “si por las puertas de esos auditorios entraran caminando Sócrates y otros filósofos griegos, no tendríamos mejor respuestas que ellos para las cosas elementales”.
Esa vigencia de la filosofía de la antigüedad clásica es para López Rosetti una valiosa herramienta “antiestrés” que no podemos darnos el lujo de desechar. Y sostiene que para sacar provecho de esas enseñanzas que vienen de antaño tampoco es menester obtener una licenciatura en Filosofía.
“En el ágora de Atenas, la gente iba a la plaza pública a escuchar a filósofos y a sofistas”. Eso que hoy suena imposible, por entonces “pasaba, y mucho ¿por qué? Porque filosofaban de la vida. Había ciertamente abstracciones, pero la verdad es que la mayoría de las cosas eran herramientas para el vivir cotidiano. Entonces el pueblo escuchaba cosas que, en mayor o menor medida, le servían” en lo práctico, cuenta.
“Dentro de lo amplio de la filosofía práctica, los estoicos en particular siempre han brindado herramientas para vivir mejor. Lo que pasa que el estoicismo tiene mala prensa, porque lo típico es decir, ‘fulano se la aguanta estoicamente’ como algo asociado a la resignación. Y no es resignación, es aceptación; son dos cosas distintas”, puntualiza.
“Los estoicos tienen una cantidad de frases que son operativamente buenas y que tienen un secreto que uno puede observar: tanto más buenas son cuanto más cortas, de manera que hay un montón de frases estoicas que se podrían estampar en camisetas”, comenta con humor.
En ese sentido, recuerda algunos de los conceptos estoicos más manejados, como el carpe diem (aprovechar el día) popularizado en la película La sociedad de los poetas muertos, y el Memento mori (recuerda que morirás).
Sobre esta última frase, recuerda la anécdota asociada a su origen.
“Cuando los grandes generales romanos volvían de la guerra eran recibidos con grandes vítores, como capos totales, eran los cracs del momento, eran Gardel, y corrían el riesgo de agrandarse. La historia cuenta que había un esclavo agachado que le decía siempre en voz baja memento mori. La frase es muy buena, porque el recuerdo de que vas a morir implica el vivir. La oración completa es memento mori, memento vivire, (recuerda que morirás, recuerda vivir). Eso es estoico, por ejemplo.”
Esa filosofía estoica también ofrece herramientas para la evitar la “interpretación excesiva” del carpe diem, en tiempos como los actuales, donde se rinde culto a la productividad a ultranza. Eso hace que sea bien visto tener la agenda repleta de actividades de la mañana a la noche, sin concesiones para esa holgazanería llamada tiempo libre.
“Ahí hay una pregunta estoica para hacerse: si fuera el último día de tu vida, ¿querrías estar haciendo eso? Tiene que ver con la administración del tiempo. Séneca decía algo así como que ‘no es que la vida sea corta, sino que se la desperdicia mucho’, y la verdad es que es cierto. Yo soy un defensor del ocio bien entendido, del ocio creativo, del ocio para sentirte bien y para resolver temas, tener ideas, disfrutar. Acá en cualquier momento te cantan fin, y se terminó el partido. Es lo único seguro y eso lo aprendés en el hospital”, asevera.
“La soberbia en el hospital no existe, no hay pacientes soberbios, porque están enfermos. Cualquier persona con 39 grados de temperatura deja de ser soberbio. Por más que sea un gobernante de los más grandes del planeta, con esa fiebre en menos de 24 horas pierde la soberbia. Y eso en el hospital se ve, porque la gente muere”, relata.
De tanos calentones y petardos de mecha corta
En el Servicio de Medición del Estrés del Hospital Central de Municipal de San Isidro, López Rosetti y su equipo llevan a cabo actividades diferentes a las de otros centro de salud.
“Es un servicio público”, remarca. “Venimos trabajando en estrés desde mucho antes, pero como servicio lo fundamos hace nueve años y nos propusimos que fuera el lugar más feliz del hospital”. Y para conseguirlo “los primeros que tenemos que ser felices somos nosotros, porque el estrés nos alcanza a todos. No te digo que lo logramos, pero estamos en eso todos los días”, cuenta.
En ese lugar “se hace diagnóstico de vulnerabilidad al estrés, entregando al paciente un informe que se llama perfil psicobiológico del estrés”. Para dibujar ese perfil —cuenta con humor— se recurre a un sistema pelín sádico.
“Al paciente se lo coloca en una cabina, que es un polígrafo que mide variables biológicas que se modifican ante el estrés psicológico estandarizado simulado”. Esa frase un tanto técnica se traduce al criollo de la siguiente manera: vos te sentás en una cabina, ponemos cables que miden la frecuencia cardíaca, la temperatura de la piel, la presión arterial, la frecuencia respiratoria y una cantidad de variables. Te tranquilizamos con música suave y luz tenue, y cuando la computadora nos indica que estás bien relajado, te estresamos con un test psicológico muy simple”.
Ese test —advierte el cardiólogo— es menos estresante que cruzar una avenida, pero seguramente tu frecuencia cardíaca va a aumentar, tu transpiración también, tu temperatura dérmica se va a modificar, y así podemos saber si sos un reactor tenso o un reactor calmo”.
Explicado muy en trazo grueso, “un reactor tenso es una persona que ante el mínimo nivel de estrés o sufrimiento tiene reacciones físicas más importantes”, lo opuesto a un reactor calmo. Con esa información “podemos después trabajar en los talleres, y de hecho puede indicarse alguna medicación si hiciera falta, o modificar la que tienen. A continuación, se hacen test psicológicos cognitivos que miden la predisposición o vulnerabilidad psicológica al estrés”.
Apelando una vez más al lenguaje coloquial, López resume que lo que se hace en esa cabina es “establecer en qué medida uno es un tano calentón, y en la parte psicológica lo que medimos es en qué medida es un petardo con la mecha corta”. A partir de ahí, el tratamiento indicado apuntará a “que el tano calentón se caliente menos, y el petardo de mecha corta humedezca esa mecha”.
El día en que el mundo se detuvo
Para López Rosetti, la llegada de la pandemia de covid-19 “fue el ejemplo de estrés psicosocial más importante de la historia universal”. Y detalla que “el estrés psicosocial es el que cruza transversalmente a todo un conjunto social”.
En el caso de la covid, ese “conjunto psicosocial” fue la humanidad entera.
“Cuando en Argentina tuvimos la crisis económica de 2001-2002, fue un estrés psicosocial. Una guerra es un estrés psicosocial. Ucrania es un estrés psicosocial, pero nosotros estamos lejos de Ucrania. La Segunda Guerra Mundial fue un estrés psicosocial, pero Argentina, Latinoamérica y buena parte de Asia estaban lejos”, enumera.
Por el contrario, en la pandemia nadie estaba “lejos” del problema. “En noventa días se paró el mundo. Es el ejemplo más potente que hay de estrés psicosocial, y eso lo hemos sufrido todos, más trabajando en un hospital donde tenemos amigos que murieron”, comenta.
Ese evento —que técnicamente aún no termina— dejó secuelas que ya pueden apreciarse, especialmente entre los niños y jóvenes.
“Ya hay viajes de egresados donde hay más chicos con depresión, llanto y crisis emocionales, en comparación con los casos que había cuando yo era chico”, comenta.
Para López, el panorama de salud emocional en los jóvenes “está cambiando muy rápidamente”.
“El problema de salud mental, sin la pandemia, ya tenía un pronóstico de desarrollo. Y con la pandemia eso se aceleró”, concluye.