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El sorpresivo hallazgo de tres grandes fragmentos del mural Pax In Lucem, obra icónica de Joaquín Torres-García dada por perdida en el feroz incendio del Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro en 1978, detona un viaje hacia la vida del artista a cargo de su bisnieto Alejandro. La película se estrena en el marco de los 150 años del nacimiento del maestro uruguayo.

El cine de Emiliano Mazza De Luca no es para nada convencional. Ya desde Multitudes (2014), codirigida con Mónica Talamás, y la siguiente Nueva Venecia (2016) estaba claro que buscaba conectar con el espectador por medio de un lenguaje no habitual y con lo sensorial como premisa. Todo esto tuvo su ejemplo más claro en Vida a bordo (2018), una experiencia vital sensible, asombrosa y extraordinaria en su más amplia acepción. Aquí en Pax in lucem (Paz en la luz), ya distinta en la formulación con respecto a aquellos trabajos, estamos ante una película también de inusitada valía, ya sea por la figura sobre quien trata, por los asuntos que recrea y, quizás lo más importante, por la forma en que se encara el relato.

La génesis de este trabajo se remonta a 2008, cuando se encuentra en el Museo Nacional de Artes Visuales una caja donde por muchos años habían permanecido los restos de Pax in Lucem, una obra icónica de Joaquín Torres García, que fue uno de los 73 trabajos del artista que se quemaron casi totalmente en el incendio que afectó el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro en 1978. Cuanto Alejandro Díaz Lageard, bisnieto del artista y actual director del Museo Torres García, toma contacto con esos restos – la película comparte el tocante momento real en que se abre esa caja – la idea de una restauración de difícil faena empezó a tomar cuerpo. Todo esto, que está contado al principio del filme, oficia como una eficaz introducción a conocer aspectos importantes de la vida y obra de Torres, por medio de una narración que acompaña los viajes de su bisnieto hacia muchos de los lugares en que Torres vivió. Esta decisión de guion y montaje aparece por demás acertada, ya que de esa forma lo que se va contando despierta interés no sólo en el público más conocedor de la vida del artista sino también entre los que no sabíamos de muchos de estos pormenores.

Entre otros detalles, vamos conociendo que Joaquín fue hijo de madre uruguaya y padre catalán, que tuvo educación casi autodidacta, que se fue de Uruguay junto a su familia a sus 16 años, y que volvió recién a los 60 para encontrarse con una Montevideo que, si bien lo recibió con expectativa, su ambiente general decepcionó bastante al artista.  Su vida en el exterior transcurrió mayormente por Barcelona, Terrassa y Mataró en España, Río de Janeiro, Italia, Nueva York y París. La película grafica con sensibilidad (a través de la obra en sí misma, de escritos del propio Joaquín leídos por Alberto Rowinsky y de testimonios de historiadores y responsables de centros de arte), lo mucho que influían en su obra el ambiente social, mundano y el paisaje de los lugares en que se afincó.

Así es como nos enteramos que un concurso de arte que ganó en Mataró en su juventud fue decisivo para el camino que iba a tomar su vida; que gustó de Nueva York pero no la amó; y que París fue un escenario muy apropiado para su inspiración. Llegado a este punto caemos en la cuenta de que la forma en que Mazza De Luca elige contar el filme es por demás efectiva y, como ya fue apuntado, poco convencional. Todo lo didáctico se confunde de manera natural y para nada afectada con cuotas notorias de ternura, emoción y calidez. A medida que vamos conociendo más sobre Joaquín, ya sea su forma de ver el mundo, su vanguardismo precursor o la importancia que tuvo su familia durante toda su vida, el relato se vuelve cada vez más sugestivo y entretenido, algo sumamente importante en un trabajo de estas características.

En el tramo final, lo emotivo se potencia mediante las palabras sinceras, apasionadas y a veces un tanto desilusionadas de Alejandro. En especial relativas a la poca dimensión que para la gran masa tuvo la pérdida que originó aquel incendio de 1978. 

Para el final, voy a recurrir a las palabras que una espectadora le comentó al director acerca de este trabajo y que ofician como un ajustado y merecido resumen. Esta película, la primera que se hace sobre Joaquín Torres García, por referirse a quien lo hace y por su valía cinematográfica tanto en forma como en concepto, es un real y valioso aporte para nuestra cultura.

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