Por The New York Times | Anna-Lisa Cohen
A TODOS LES MOLESTAN QUE LES REVELEN ELEMENTOS DE LA TRAMA, PERO LA CIENCIA SUGIERE QUE ES EXAGERADA NUESTRA PREOCUPACIÓN DE QUE ESO NOS ARRUINE EL DISFRUTE DE LAS HISTORIAS.
En esta época de divisiones, en la que hay tan pocas cosas en las que todos estemos de acuerdo, hay un punto de civismo básico que no se cuestiona: no se menciona el final de un programa de televisión o de una película si la persona con la que se habla aún no lo ha visto. Es una cuestión de decencia humana. Las revelaciones prematuras de la trama, que se conocen como “spoilers” en inglés, son totalmente inapropiadas. (En ese sentido y antes de seguir adelante: advierto que a continuación habrá “spoilers”).
En las últimas semanas, una dramática revelación en “Succession” reavivó el debate sobre cuánto tiempo deben suprimirse los “spoilers” en las redes sociales, y si tener conocimiento por adelantado de un acontecimiento trascendental de la trama (en este caso: la muerte de Logan Roy) arruina nuestro disfrute de una historia. Recientemente, mis colegas y yo realizamos una investigación para abordar esta cuestión.
Alerta de “spoiler”: no es así.
En un estudio publicado en Applied Cognitive Psychology, mis coautores y yo hicimos que la gente viera un episodio televisivo de suspenso de 30 minutos dirigido por Alfred Hitchcock titulado “¡Pum! Estás muerto”. Nuestro objetivo era determinar hasta qué punto el hecho de conocer el desenlace de una escena dramática afectaba la capacidad del espectador para sentirse atraído por ella. Mostramos a nuestros participantes ese breve episodio, en el que un niño encuentra una pistola cargada y la confunde con un juguete. El niño la toma y pasea por su pequeña ciudad apuntando y disparando a la gente al grito de “¡Pum! ¡Estás muerto!”, sin darse cuenta de que hay una bala en la recámara del arma.
Les dijimos a los participantes —una muestra de estudiantes universitarios— que levantaran la mano cada vez que algún personaje dijera la palabra “pistola”. En el grupo de control, los participantes no sabían cómo acabaría la historia. A medida que aumentaba el suspenso con el transcurso del episodio, se sumergían tanto en los acontecimientos de la pantalla que se olvidaban por completo de su tarea.
En otro grupo, les contamos a los participantes cómo terminaría el programa. Predijimos que conocer el final reduciría su implicación y les permitiría acordarse mejor de responder a la palabra “pistola”.
Nos equivocamos.
En el mismo punto exacto del programa, los participantes desatendieron su tarea de manera similar a los del grupo de control. En otras palabras, estaban igual de inmersos, aunque conocían el desenlace. En los cuestionarios de seguimiento, también declararon los mismos niveles de interés y disfrute que los que no conocían el final.
La verdad es que somos igual de propensos a dejarnos atrapar por una historia, aunque sepamos lo que va a ocurrir, quizá porque hay factores más significativos que determinan nuestro disfrute de las narraciones en lugar de esperar simplemente a conocer o adivinar su resolución. Los humanos estamos programados no solo para absorber hechos, sino también para perdernos en las historias y sintonizar con los personajes y las tramas que se desarrollan en la pantalla.
Pensemos en la película “Parásitos” (2019). Todo el mundo que la ve sabe que es ficticia, pero aun así sentimos que se nos acelera el pulso cuando el hombre que se esconde en el sótano sale de repente con un cuchillo. En un esfuerzo por calmarnos, podríamos intentar recordar que solo es una película, pero es inútil. Estamos aterrorizados.
En 1993, el catedrático de Psicología Richard Gerrig puso nombre a esa experiencia común de verse completamente apartado del presente e inmerso en el mundo alternativo de una historia de ficción. Lo llamó “transporte narrativo”, porque es como si nos transportaran a un mundo alternativo.
Una de las características que definen el transporte narrativo es que nos sumergimos tanto que nuestras actitudes e intenciones cambian para reflejar las de la historia. Esto explica por qué lloramos cuando muere un protagonista querido o gritamos de terror cuando un psicópata armado con un hacha se acerca a su víctima. Resulta que nuestra sensación de transporte narrativo tiene muy poco que ver con que sepamos cómo va a acabar la historia.
La secuencia inicial de otra película de suspenso, “Riesgo total”, dirigida por Renny Harlin y protagonizada por Sylvester Stallone, es quizá uno de los cuatro minutos más desgarradores del cine. Stallone interpreta a un guarda forestal que ayuda a una pareja que se queda varada en la cima de una montaña de las Rocosas de Colorado. El director prepara una escena de suspenso en la que un personaje femenino, interpretado por Michelle Joyner, cruza una grieta a miles de metros del suelo cuando se le rompe el arnés. Durante angustiosos segundos, mientras cuelga peligrosamente, la mano de Joyner empieza a soltarse de la de Stallone. La cámara enfoca con intensidad su rostro. Entonces cae. He utilizado esa secuencia en mis clases en muchas ocasiones para ilustrar el poder del cine, pero siempre advierto a los alumnos antes de reproducir el video.
En un estudio de 2015, el psicólogo cognitivo Matt Bezdek y sus colegas escanearon los cerebros de los participantes mediante resonancia magnética funcional mientras veían la escena inicial de “Riesgo total”, así como fragmentos de otras películas de gran suspenso. Los fragmentos se presentaban en el centro de la pantalla, mientras que en la periferia aparecían tableros de ajedrez que parpadeaban de manera continua.
En los momentos de mayor suspenso, la atención de los participantes se concentraba en el centro de la pantalla como si fuera un foco, suprimiendo la atención a la periferia, de modo que no se daban cuenta de los tableros de ajedrez parpadeantes. En los momentos de menor suspenso, el foco de atención se ampliaba y era más probable que los participantes se fijaran en los tableros de ajedrez. Este estudio aportó la primera prueba neuronal de que el suspenso estrecha el foco de atención, y ayudó a explicar por qué los participantes en nuestro estudio sobre Hitchcock olvidaron su tarea.
Si sentimos empatía y nos identificamos con los personajes, sintonizamos mentalmente con sus objetivos e intenciones. Por lo tanto, si un protagonista tiene como objetivo encontrar a su hijo para evitar una muerte (como ocurre en el caso de la historia de Hitchcock), se convierte también en nuestro objetivo.
Así, si ver una historia de Hitchcock nos hace sentir que estamos viviendo en esa historia, conocer el final no nos afecta, porque los personajes de la historia no conocen el final y, por ese momento, hemos enganchado nuestro estado mental al suyo.
Así que no te preocupes si alguien te “arruina” el último episodio de “Succession”. Las investigaciones sugieren que seguirás disfrutándolo, aunque decidas verlo por segunda vez. Este artículo apareció originalmente en The New York Times.