Por The New York Times | Yoel Roth

Cuando trabajaba en Twitter, ahora conocida como X, dirigí al equipo que puso por primera vez una etiqueta de verificación de hechos en uno de los tuits de Donald Trump. Tras la violencia del 6 de enero, ayudé a tomar la decisión de suspender su cuenta en Twitter. Nada me preparó para lo que ocurriría después.

Respaldado por sus seguidores en las redes sociales, Trump me atacó públicamente. Dos años después, tras su adquisición de Twitter y después de que yo dimití de mi puesto como responsable de confianza y seguridad de la empresa, Elon Musk echó más leña al fuego. He vivido con guardias armados en la puerta de mi casa y he tenido que trastocar la vida de mi familia, así como esconderme durante meses y mudarme una y otra vez.

No es una historia que me guste recordar. Pero he aprendido que lo que me ocurrió no fue casualidad. No fue solo una venganza personal o la “cultura de la cancelación”. Se trató de una estrategia que no solo afecta a personas específicas, como en mi caso, sino a todos nosotros, ya que está cambiando a gran velocidad lo que vemos en internet.

Los individuos —desde investigadores académicos hasta trabajadores de empresas de tecnología— son cada vez más objeto de demandas, comparecencias ante el Congreso y despiadados ataques en línea. Estos ataques, organizados en gran medida por la derecha, están teniendo el efecto deseado: las universidades están reduciendo sus esfuerzos para cuantificar la información abusiva y engañosa que se difunde en internet. Las empresas de redes sociales están evitando tomar el tipo de decisiones difíciles que mi equipo tomó cuando intervinimos ante las mentiras de Trump sobre las elecciones de 2020. Las plataformas no empezaron a tomarse en serio estos riesgos sino hasta después de las elecciones de 2016. Ahora, ante la posibilidad de ataques desproporcionados contra sus empleados, las empresas parecen cada vez más reacias a tomar decisiones controvertidas, lo cual permite que la desinformación y el abuso se enconen para evitar provocar represalias públicas.

Estos ataques a la seguridad en internet se producen en un momento en el que la democracia no podría estar más en riesgo. En 2024, está prevista la celebración de más de 40 elecciones importantes, entre ellas las de Estados Unidos, la Unión Europea, la India, Ghana y México. Lo más probable es que estas democracias se enfrenten a los mismos riesgos de campañas de desinformación respaldadas por los gobiernos y de incitación a la violencia en línea que han plagado las redes sociales durante años. Deberíamos preocuparnos por lo que ocurra.

Mi historia comienza con esa verificación de datos. En la primavera de 2020, tras años de debate interno, mi equipo decidió que Twitter debía aplicar una etiqueta a un tuit del entonces presidente Trump que afirmaba que el voto por correo era propenso al fraude y que las próximas elecciones estarían “amañadas”. “Conoce los hechos sobre la votación por correo”, decía la etiqueta.

El 27 de mayo, la mañana siguiente a la colocación de la etiqueta, la asesora principal de la Casa Blanca, Kellyanne Conway, me identificó de manera pública como el director del equipo de integridad de Twitter. Al día siguiente, The New York Post publicó en su portada varios tuits en los que me burlaba de Trump y otros republicanos. Los había publicado años antes, cuando era estudiante y tenía pocos seguidores, sobre todo amigos y familiares, en las redes sociales. Ahora, eran noticia de primera plana. Ese mismo día, Trump tuiteó que yo era un “odiador”.

Legiones de usuarios de Twitter, la mayoría de quienes días antes no tenían ni idea de quién era yo ni en qué consistía mi trabajo, comenzaron una campaña de acoso en línea que duró meses, en la que exigían que me despidieran, me encarcelaran o me mataran. La cantidad de notificaciones de Twitter arrunió mi teléfono. Amigos de los que no tenía noticias desde hacía años expresaron su preocupación. En Instagram, fotos antiguas de mis vacaciones y de mi perro se inundaron de comentarios amenazantes e insultos (algunos comentaristas, que malinterpretaron el momento de manera atroz, aprovecharon para intentar coquetear conmigo).

Me sentí avergonzado y asustado. Hasta ese momento, nadie fuera de unos pocos círculos bastante especializados tenía idea de quién era yo. Los académicos que estudian las redes sociales llaman a esto “colapso de contexto”: las cosas que publicamos en las redes sociales con un público en mente pueden acabar circulando entre un público muy diferente, con resultados inesperados y destructivos. En la práctica, se siente como si todo tu mundo se derrumba.

El momento en que se desató la campaña en contra de mi persona y mi supuesta parcialidad sugería que los ataques formaban parte de una estrategia bien planificada. Los estudios académicos han rebatido en más de una ocasión las afirmaciones de que las plataformas de Silicon Valley son tendenciosas contra los conservadores. Pero el éxito de una estrategia encaminada a obligar a las empresas de redes sociales a reconsiderar sus decisiones quizá no requiera la demostración de una verdadera mala conducta. Como describió en una ocasión Rich Bond, expresidente del Partido Republicano, tal vez solo sea necesario “ganarse a los árbitros”: presionar sin cesar a las empresas para que se lo piensen dos veces antes de emprender acciones que podrían provocar una reacción negativa. Lo que me ocurrió fue parte de un esfuerzo calculado para que Twitter se mostrara reacio a moderar a Trump en el futuro y para disuadir a otras empresas de tomar medidas similares.

Y funcionó. Mientras se desataba la violencia en el Capitolio el 6 de enero, Jack Dorsey, entonces director general de Twitter, anuló la recomendación del departamento de confianza y seguridad de que se bloqueara la cuenta de Trump debido a varios tuits, incluido uno que atacaba al vicepresidente Mike Pence. En cambio, se le impuso una suspensión temporal de 12 horas (antes de que su cuenta se se suspendiera indefinidamente el 8 de enero). Dentro de los límites de las normas, se animó a los miembros del personal a encontrar soluciones para ayudar a la empresa a evitar el tipo de reacción que da lugar a ciclos de noticias furiosas, audiencias y acoso a empleados. En la práctica, lo que sucedió fue que Twitter dio mayor libertad a los infractores: a la representante Marjorie Taylor Greene se le permitió violar las normas de Twitter al menos cinco veces antes de que una de sus cuentas fuera suspendida de manera definitiva en 2022. Otras figuras prominentes de derecha, como la cuenta de guerra cultural Libs of TikTok, gozaron de una deferencia similar.

En todo el mundo, se están desplegando tácticas similares para influir en los esfuerzos de confianza y seguridad de las plataformas. En India, la policía visitó dos de nuestras oficinas en 2021 cuando comprobamos los hechos de las publicaciones de un político del partido gobernante y la policía se presentó en la casa de un empleado después de que el gobierno nos solicitó bloquear cuentas implicadas en una serie de protestas. El acoso volvió a rendir frutos: los ejecutivos de Twitter decidieron que cualquier acción que pudiera ser delicada en la India requeriría la aprobación de los más altos mandos, un nivel único de escalada de decisiones que, de otro modo, serían rutinarias.

Y cuando quisimos revelar una campaña de propaganda llevada a cabo por una rama del ejército indio, nuestro equipo jurídico nos advirtió que nuestros empleados en la India podrían ser acusados de sedición y condenados a muerte. Así que Twitter no reveló la campaña sino hasta más de un año después, sin señalar al gobierno indio como autor.

En 2021, antes de las elecciones legislativas de Rusia, los funcionarios de un servicio de seguridad estatal fueron a la casa de una alta ejecutiva de Google en Moscú para exigir la retirada de una aplicación que se usaba para protestar en contra de Vladimir Putin. Los agentes la amenazaron con encarcelarla si la empresa no cumplía en 24 horas. Tanto Apple como Google retiraron la aplicación de sus respectivas tiendas y la restablecieron una vez concluidas las elecciones.

En cada uno de estos casos, los empleados en cuestión carecían de la capacidad para hacer lo que les pedían los funcionarios de turno, ya que las decisiones subyacentes se tomaban a miles de kilómetros de distancia, en California. Pero como los empleados locales tenían la desgracia de residir dentro de la jurisdicción de las autoridades, fueron objeto de campañas coercitivas, que enfrentaban el sentido del deber de las empresas hacia sus empleados contra los valores, principios o políticas que pudieran hacerles resistirse a las demandas locales. Inspirados por la idea, India y otros países comenzaron a promulgar leyes de “toma de rehenes” para garantizar que las empresas de redes sociales contrataran personal local.

En Estados Unidos, hemos visto que estas formas de coerción no las han llevado a cabo jueces y policías, sino organizaciones de base, turbas en las redes sociales, comentaristas de noticias por cable y, en el caso de Twitter, el nuevo propietario de la empresa.

Una de las fuerzas más recientes en esta campaña son los “archivos de Twitter”, una gran selección de documentos de la empresa —muchos de los cuales yo mismo envié o recibí durante mis casi ocho años en Twitter— entregados por orden de Musk a un puñado de escritores selectos. Los archivos fueron promocionados por Musk como una forma innovadora de transparencia, que supuestamente exponían por primera vez la forma en que el sesgo liberal de las costas de Estados Unidos de Twitter reprime el contenido conservador.

El resultado fue algo muy distinto. Como dijo el periodista de tecnología Mike Masnick, después de toda la fanfarria que rodeó la publicación inicial de los archivos de Twitter, al final “no había absolutamente nada de interés” en los documentos y lo poco que había tenía errores factuales importantes. Hasta Musk acabó por impacientarse con la estrategia. Pero, en el proceso, el esfuerzo marcó una nueva e inquietante escalada en el acoso a los empleados de las empresas tecnológicas.

A diferencia de los documentos que por lo general saldrían de las grandes empresas, las primeras versiones de los archivos de Twitter no suprimieron los nombres de los empleados, ni siquiera de los de menor nivel. Un empleado de Twitter que residía en Filipinas fue víctima de doxeo (la revelación de información personal) y de acoso grave. Otros se han convertido en objeto de conspiraciones. Las decisiones tomadas por equipos de decenas de personas de acuerdo con las políticas escritas de Twitter se presentaron como si hubieran sido tomadas por los deseos caprichosos de individuos, cada uno identificado por su nombre y su fotografía. Yo fui, por mucho, el objetivo más frecuente.

La primera entrega de los archivos de Twitter se dio tras un mes de mi salida de la empresa y unos cuantos días después de que publiqué un ensayo invitado en The New York Times y hablé sobre mi experiencia como empleado de Musk. No pude evitar sentir que las acciones de la empresa eran, hasta cierto punto, represalias. A la semana siguiente, Musk fue incluso más allá y sacó de contexto un párrafo de mi tesis doctoral para afirmar sin fundamentos que yo aprobaba la pedofilia, un tropo conspirativo que suelen utilizar los extremistas de ultraderecha y los seguidores de QAnon para desprestigiar a personas de la comunidad LGBTQ.

La respuesta fue todavía más extrema que la que experimenté tras el tuit que Trump publicó sobre mí. “Deberías colgarte de un viejo roble por la traición que has cometido. Vive con miedo cada uno de tus días”, decía uno de los miles de tuits y correos electrónicos amenazantes. Ese mensaje y cientos de otros similares eran violaciones de las mismas políticas que yo había trabajado para desarrollar y hacer cumplir. Bajo la nueva administración, Twitter se hizo de la vista gorda y los mensajes permanecen en el sitio hasta el día de hoy.

El 6 de diciembre, cuatro días después de la primera divulgación de los archivos de Twitter, se me pidió comparecer en una audiencia del Congreso centrada en los archivos y la presunta censura de Twitter. En esa audiencia, algunos miembros del Congreso mostraron carteles de gran tamaño con mis tuits de hace años y me preguntaron bajo juramento si seguía manteniendo esas opiniones (en la medida en que las bromas tuiteadas con descuido pudieran tomarse como mis opiniones reales, no las sostengo). Greene dijo en Fox News que yo tenía “unas posturas muy perturbadoras sobre los menores y la pornografía infantil” y que yo permití “la proliferación de la pornografía infantil en Twitter”, lo que desvirtuó aún más las mentiras de Musk (y además, aumentó su alcance). Llenos de amenazas y sin opciones reales para responder o protegernos, mi marido y yo tuvimos que vender nuestra casa y mudarnos.

El ámbito académico se ha convertido en el objetivo más reciente de estas campañas para socavar las medidas de seguridad en línea. Los investigadores que trabajan para entender y resolver la propagación de desinformación en línea reciben ahora más ataques partidistas; las universidades a las que están afiliados han estado envueltas en demandas, onerosas solicitudes de registros públicos y procedimientos ante el Congreso. Ante la posibilidad de facturas de abogados de siete dígitos, hasta los laboratorios de las universidades más grandes y mejor financiadas han dicho que tal vez tengan que abandonar el barco. Otros han optado por cambiar el enfoque de sus investigaciones en función de la magnitud del acoso.

Poco a poco, audiencia tras audiencia, estas campañas están erosionando de manera sistemática las mejoras a la seguridad y la integridad de las plataformas en línea que tanto ha costado conseguir y las personas que realizan este trabajo son las que pagan el precio más directo.

Las plataformas de tecnología están replegando sus iniciativas para proteger la seguridad de las elecciones y frenar la propagación de la desinformación en línea. En medio de un clima de austeridad más generalizado, las empresas han disminuido muy en especial sus iniciativas relacionadas con la confianza y la seguridad. Ante la creciente presión de un Congreso hostil, estas decisiones son tan racionales como peligrosas.

Podemos analizar lo que ha sucedido en otros países para vislumbrar cómo podría terminar esta historia. Donde antes las empresas hacían al menos un esfuerzo por resistir la presión externa; ahora, ceden en gran medida por defecto. A principios de 2023, el gobierno de India le pidió a Twitter que restringiera las publicaciones que criticaran al primer ministro del país, Narendra Modi. En años anteriores, la empresa se había opuesto a tales peticiones; en esta ocasión, Twitter accedió. Cuando un periodista señaló que tal cooperación solo incentiva la proliferación de medidas draconianas, Musk se encogió de hombros: “Si nos dan a elegir entre que nuestra gente vaya a prisión o cumplir con las leyes, cumpliremos con las leyes”.

Resulta difícil culpar a Musk por su decisión de no poner en peligro a los empleados de Twitter en India. Pero no deberíamos olvidar de dónde provienen estas tácticas ni cómo se han extendido tanto. Las acciones de Musk (que van desde presionar para abrir los archivos de Twitter hasta tuitear sobre conspiraciones infundadas relacionadas con exempleados) normalizan y popularizan que justicieros exijan la rendición de cuentas y convierten a los empleados de su empresa en objetivos aún mayores. Su reciente ataque a la Liga Antidifamación demuestra que considera que toda crítica contra él o sus intereses empresariales debe tener como consecuencia una represalia personal. Y, en la práctica, ahora que el discurso de odio va en aumento y disminuyen los ingresos de los anunciantes, las estrategias de Musk parecen haber hecho poco para mejorar los resultados de Twitter.

¿Qué puede hacerse para revertir esta tendencia?

Dejar claras las influencias coercitivas en la toma de decisiones de las plataformas es un primer paso fundamental. También podría ayudar que haya reglamentos que les exijan a las empresas transparentar las decisiones que tomen en estos casos y por qué las toman.

En su ausencia, las empresas deben oponerse a los intentos de que se quiera controlar su trabajo. Algunas de estas decisiones son cuestiones fundamentales de estrategia empresarial a largo plazo, como dónde abrir (o no abrir) oficinas corporativas. Pero las empresas también tienen un deber para con su personal: los empleados no deberían tener que buscar la manera de protegerse cuando sus vidas ya se han visto alteradas por estas campañas. Ofrecer acceso a servicios que promuevan la privacidad puede ayudar. Muchas instituciones harían bien en aprender la lección de que pocas esferas de la vida pública son inmunes a la influencia mediante la intimidación.

Si las empresas de redes sociales no pueden operar con seguridad en un país sin exponer a sus trabajadores a riesgos personales y a las decisiones de la empresa a influencias indebidas, tal vez no deberían operar allí para empezar. Como a otros, me preocupa que esas retiradas empeoren las opciones que les quedan a las personas que más necesitan expresarse en línea de forma libre y abierta. Pero permanecer en internet teniendo que hacer concesiones podría impedir el necesario ajuste de cuentas con las políticas gubernamentales de censura. Negarse a cumplir exigencias moralmente injustificables y enfrentarse a bloqueos por ello puede provocar a largo plazo la necesaria indignación pública que ayude a impulsar la reforma.

El mayor desafío —y quizá el más ineludible— en este caso es el carácter esencialmente humano de las iniciativas de confianza y seguridad en línea. No son modelos de aprendizaje automático ni algoritmos sin rostro los que están detrás de las decisiones clave de moderación de contenidos: son personas. Y las personas pueden ser presionadas, intimidadas, amenazadas y extorsionadas. Enfrentarse a la injusticia, al autoritarismo y a los perjuicios en línea requiere empleados dispuestos a hacer ese trabajo.

Pocas personas podrían aceptar un trabajo así, si lo que les cuesta es la vida o la libertad. Todos debemos reconocer esta nueva realidad y planear en consecuencia.