Por The New York Times | Jerome Roos

NUESTRA ERA DE AGITACIÓN HA DESTAPADO TODO.

“Hay épocas tranquilas, que parecen contener lo que durará para siempre”, escribió en una ocasión el filósofo Karl Jaspers. “Y hay épocas de cambio, en las que se producen trastornos que, en casos extremos, parecen llegar a las raíces de la humanidad”.

Está claro que la nuestra es una época de agitación. Mientras la guerra hace estragos en Europa y el mundo enfrenta el costo de la pandemia más mortífera que se recuerda, un ambiente ominoso reina sobre la Tierra. Tras años de agitación económica, malestar social e inestabilidad política, existe la sensación generalizada de que el mundo se encuentra a la deriva, como un barco sin timón en medio de una tormenta espantosa.

Y con razón. La humanidad ahora se enfrenta a una confluencia de desafíos sin precedentes en su historia. El cambio climático está alterando rápidamente las condiciones de vida en nuestro planeta. Las tensiones en torno a Ucrania y Taiwán han reavivado la posibilidad de un conflicto entre superpotencias nucleares. Y los vertiginosos avances en inteligencia artificial están planteando preocupaciones serias sobre el riesgo de una catástrofe mundial provocada por la inteligencia artificial.

Esta preocupante situación exige nuevas perspectivas para darle sentido a un mundo que cambia rápidamente y averiguar hacia dónde nos dirigimos. En vez de eso, se nos presentan dos visiones conocidas pero muy diferentes del futuro: una narrativa catastrofista, donde el apocalipsis está en todas partes, y una narrativa de progreso, en la que este es el mejor de los mundos posibles. Ambas visiones son contundentes en sus afirmaciones y engañosas en sus análisis. La verdad es que nadie puede saber qué pasará. La crisis de nuestro tiempo ha destapado el futuro de par en par.

Los agoreros quizá discreparían. Desde su punto de vista, la humanidad se encuentra en vísperas de cambios cataclísmicos que culminarán de manera inevitable en el colapso de la civilización moderna y el fin del mundo como lo conocemos. Es una visión que se refleja en el creciente número de personas que se preparan para el apocalipsis, búnkeres multimillonarios y series de televisión postapocalípticas. Aunque resulte tentador tachar esos fenómenos culturales de poco serios, reflejan aspectos importantes de la mentalidad de la época y revelan ansiedades profundamente arraigadas sobre la fragilidad del orden existente.

En la actualidad, esos temores ya no pueden limitarse a una franja de sobrevivientes armados y fanáticos. La incesante avalancha de crisis que sacuden la Tierra, con inundaciones repentinas e incendios forestales como telón de fondo, ha ido generalizando el sentimiento apocalíptico. Cuando incluso el jefe de las Naciones Unidas advierte que el aumento del nivel del mar podría desencadenar “un éxodo masivo a escala bíblica”, es difícil seguir siendo optimista sobre el estado del mundo. Una encuesta descubrió que más de la mitad de los adultos jóvenes creen ahora que “la humanidad está condenada” y que “el futuro es aterrador”.

Al mismo tiempo, en los últimos años ha resurgido un tipo de narrativa muy diferente. Ejemplificada por una serie de libros superventas y charlas TED virales, esta visión tiende a restar importancia a los desafíos presentes e insiste en la inexorable marcha del progreso humano. Si los catastrofistas se preocupan sin cesar por la posibilidad de que las cosas vayan a empeorar, los profetas del progreso sostienen que las cosas no han hecho más que mejorar y que tal vez sigan haciéndolo en el futuro.

El mundo panglossiano propuesto por estos nuevos optimistas atrae naturalmente a los defensores del “statu quo”. Si en realidad las cosas van mejor, es evidente que no hay necesidad de un cambio transformador para afrontar los problemas más acuciantes de nuestra época. Mientras nos apeguemos al guion y mantengamos nuestra fe en las cualidades redentoras del ingenio humano y la innovación tecnológica, todos nuestros problemas acabarán resolviéndose.

Estas dos visiones, a primera vista, parecen diametralmente opuestas. Pero en realidad son dos caras de la misma moneda. Ambas perspectivas destacan un conjunto de tendencias sobre otro. Los optimistas, por ejemplo, suelen señalar estadísticas engañosas sobre la reducción de la pobreza como prueba de que el mundo se está convirtiendo en un lugar mejor. Los pesimistas, por el contrario, tienden a imaginar las peores posibilidades de colapso climático o financiero y las presentan como hechos inevitables.

Es fácil comprender el atractivo de estos relatos unilaterales. Como seres humanos, parece que preferimos imponer narrativas claras y lineales a una realidad caótica e impredecible; es mucho más difícil convivir con la ambigüedad y la contradicción. Sin embargo, este énfasis selectivo origina descripciones del mundo fundamentalmente erróneas. Para comprender la compleja naturaleza de nuestro tiempo, necesitamos ante todo aceptar su aspecto más aterrador: su fundamental carácter abierto. Es precisamente esta incertidumbre radical —no saber dónde estamos ni qué nos espera— lo que provoca tanta ansiedad existencial.

Los antropólogos tienen un nombre para este inquietante tipo de experiencia: liminalidad. Suena técnico, pero capta un aspecto esencial de la condición humana. Derivado de la palabra latina para umbral, liminalidad se refería originalmente a la sensación de desorientación que surge durante un rito de paso. En un ritual tradicional de mayoría de edad, por ejemplo, marca el punto en el que el adolescente deja de ser considerado niño pero aún no es reconocido como adulto: en medio, ni aquí ni allá. Cualquier adolescente lo sabe: ese estado de suspensión puede ser un momento muy desconcertante de vivir.

Nos encontramos en medio de una dolorosa transición, una especie de interregno, como lo llamó el teórico político italiano Antonio Gramsci, entre un viejo mundo que agoniza y uno nuevo que lucha por nacer. Estos cambios de época están inevitablemente cargados de peligros. Sin embargo, a pesar de su potencial destructivo, también están llenos de posibilidades. Como el historiador del siglo XIX Jacob Burckhardt señaló, las grandes convulsiones de la historia mundial pueden verse “como auténticos signos de vitalidad” que “limpian el terreno” de ideas desacreditadas e instituciones decadentes. “La crisis debe considerarse como un nuevo nexo de crecimiento”, escribió.

Cuando aceptamos esta naturaleza de nuestro tiempo, a la vez aterradora y generadora, surge una visión muy diferente del futuro. Ya no concebimos la historia como una línea recta que tiende hacia arriba, hacia una mejora gradual, o hacia abajo, hacia un colapso inevitable. Por el contrario, vemos fases de relativa calma puntuadas de vez en cuando por periodos de gran agitación. Estas crisis pueden ser devastadoras, pero también son el motor de la historia. El progreso y la catástrofe, esos opuestos binarios, están realmente unidos por la cadera. Juntos se enzarzan en una danza sin fin de destrucción creativa, abriendo siempre nuevos caminos y lanzándose en espiral hacia lo desconocido.

Nuestra era de agitación puede desembocar en una catástrofe global o incluso en el colapso de la civilización moderna, pero también puede abrir posibilidades de cambio transformador. Ya podemos observar estas dinámicas contradictorias a nuestro alrededor. Una pandemia que mató a millones de personas y estuvo a punto de provocar el colapso económico también ha empoderado a los trabajadores y el aumento del gasto público en el desarrollo de vacunas, lo que pronto podría darnos una cura para el cáncer. Del mismo modo, una gran guerra terrestre europea que ha desplazado a millones de personas y desencadenado una crisis energética mundial ahora está acelerando de manera inadvertida el cambio a las energías renovables, ayudándonos en la lucha contra el cambio climático.

Las soluciones que buscamos hoy —sobre la paz mundial, la transición hacia energías limpias y la regulación de la inteligencia artificial— llegarán un día a formar la base de un nuevo orden mundial. Por supuesto, es imposible predecir adónde nos llevarán estos acontecimientos. Todo lo que sabemos es que nuestro rito de paso civilizatorio abre una puerta al futuro. De nosotros depende pasar al otro lado. Este artículo apareció originalmente en The New York Times. No sabemos qué pasará después (Félix Decombat for The New York Times).