Por The New York Times | Roxane Gay
A veces veo un programa de telerrealidad llamado “Construcciones remotas”, sobre personas que deciden construir casas en lugares apartados donde puedan llevar vidas sustentables. A lo largo de una hora, veo a alguien construir una yurta o una choza de barro con paredes de mazorca de maíz o una casa en una montaña a las afueras de Denver, que se abastece de electricidad con paneles solares. Está claro que lo que buscan estos ermitaños contemporáneos es una existencia asilada, en la que nada les afecte y ellos no afecten nada más allá de las fronteras de su hogar. Eso es una ilusión, sin duda, pero entiendo el atractivo de la idea.
Soy escritora. Suelo escribir sobre mis opiniones y sé que no puedo hacer eso de manera aislada, por tentador que a veces parezca. Creo que debemos estar expuestos a una multitud de ideas y perspectivas interesantes, incluso aquellas que desafían nuestras creencias más arraigadas.
Sin embargo, relacionarse con el mundo a partir de la integridad y honestidad intelectual rara vez es sencillo. Hace varios años, rechacé un contrato editorial con Simon & Schuster porque la empresa había adquirido un libro escrito por un polemista supremacista blanco. (Al final, el sello editorial no publicó el libro de Milo Yiannopoulos). Él estaba en todo su derecho de expresar sus convicciones políticas, pero no tenía derecho a un contrato editorial lucrativo. Yo tampoco, de hecho. A lo que yo sí tenía derecho era a decidir con quién quería hacer negocios.
Asumí una postura firme porque podía. Tenía los medios para hacerlo. Pero fue un acto simbólico, como suelen ser este tipo de acciones: la mayoría de mis libros los ha publicado HarperCollins, que es propiedad de News Corp, la empresa que fundó Rupert Murdoch, cuya manipulación de los medios de comunicación ha causado enormes estragos en el discurso público en las últimas décadas. HarperCollins ha publicado la obra de todo tipo de personas que me parecen odiosas, peligrosas y amorales. ¿Acaso renunciaría a todo mi trabajo porque esas personas me parecen detestables? No. No vivo en un mundo aislado. Y las voces más tóxicas no deberían ser las únicas que escuchamos.
Todos los días, trato de tomar mejores decisiones sobre lo que escribo, lo que consumo y con quién colaboro, pero vivir en este mundo y ser partícipe del capitalismo requiere concesiones morales. No busco la pureza; no existe tal cosa. Más bien, intento hacer lo mejor que puedo y tomar una postura cuando creo que puedo crear un cambio.
Jamás sería partidaria de la censura. Además, como escritora, conozco la importancia del lenguaje. Hay una diferencia entre la censura y la selección. Cuando no tenemos la libertad de expresarnos, cuando podemos ser encarcelados o incluso asesinados por decir lo que pensamos, eso es censura. Cuando decidimos, como sociedad, que la intolerancia y la desinformación son inaceptables, y que la gente que apoya esas ideas no merece tener acceso a plataformas importantes, eso es selección. Expresamos nuestros gustos y criterio moral, y definimos lo que nos parece aceptable y lo que no.
Demasiadas personas creen que el derecho a la libertad de expresión quiere decir que pueden decir lo que quieran, cuando sea, donde sea, en cualquier plataforma que deseen, sin enfrentar ninguna consecuencia. Quieren que la libertad de expresión exista de manera aislada, libre de contexto y críticas. Eso es una ilusión, al igual que la idea de que vivir en una yurta remota te libera de las demandas, responsabilidades y complicidades de la sociedad humana.
Joe Rogan es una persona de mente curiosa. Recuerdo haberlo visto en otro programa de telerrealidad, “Fear Factor”, del cual fue anfitrión en los primeros años de este siglo. Los concursantes del programa comían insectos, se acostaban en camas de serpientes o saltaban de un helicóptero hacia un lago. Era un espectáculo estridente, pero entretenido, el tipo de programa que veías con los hombros encogidos hasta las orejas durante todo el episodio, estremecido al ver a estas personas humillándose y degradándose por la oportunidad de ganar 50.000 dólares y 15 minutos de microfama. Más o menos por la misma época, Rogan se convirtió en comentarista experto de artes marciales mixtas. Con el tiempo, incursionó en la industria de los pódcast, como suele pasar.
En la actualidad, Rogan es anfitrión de un pódcast de inmensa popularidad en Spotify, “The Joe Rogan Experience”, para el cual afirma que se prepara muy poco. Los episodios son largos y dispersos, pues Rogan cavila sobre cualquier tema que ocupe su mente, como afirmaciones falsas de que las vacunas contra la COVID son “en esencia, una genoterapia”, por ejemplo. Sus invitados suelen ser personas que rondan la periferia intelectual y proveen información errónea y peligrosa sobre la COVID y otros temas. En ocasiones, también arroja uno que otro comentario racista en sus conversaciones, solo como un toque interesante. Rogan dice que es de mente curiosa, que solo le interesa hacer preguntas. Esa es una manera conveniente de esquivar la responsabilidad de confundir a las personas a la hora de tomar decisiones de salud que podrían costarles la vida.
Rogan ha sido recompensado generosamente por estos esfuerzos, pues se dice que firmó un contrato de alrededor de 100 millones de dólares cuando trasladó su pódcast a Spotify. Está claro que la empresa considera que esa inversión vale la pena. Se calcula que Rogan cuenta con un público cuantioso y entusiasta de 11 millones de personas que lo escuchan por voluntad propia, ninguna de ellas escucha su pódcast por fuerza u obligación. Es evidente que muchas personas comulgan con alguna parte de su curiosidad fingida, su ignorancia, su aceptación de los teóricos de la conspiración y sus reclamos. Eso también es inquietante.
Frente a las protestas y los boicots iniciados por los músicos Neil Young y Joni Mitchell, tanto la empresa como Rogan han ofrecido gestos conciliatorios. Esta semana, en una conferencia telefónica de informe de utilidades, el director ejecutivo y cofundador de Spotify, Daniel Ek, defendió los esfuerzos de la compañía para combatir la desinformación, que incluyen la creación de advertencias de contenido para programas que hablen sobre la COVID-19, pero no la eliminación del pódcast de Rogan de la plataforma. Ek añadió: “Creo que lo importante es que no cambiemos nuestras políticas con base en un solo creador, ni un ciclo de noticias en particular, ni llamados de nadie más”.
Spotify no existe en un mundo aislado, y las decisiones que toma sobre el contenido que aloja en su plataforma tienen consecuencias. Decir que Rogan quizá no debería tener acceso ilimitado a los más de 400 millones de usuarios de Spotify no equivale a censura, como han insinuado algunas personas. Equivale a una selección.
La desinformación ha llevado a decenas de millones de personas a creer que a Donald Trump le robaron su victoria en las elecciones de 2020; contribuyó a la insurrección del 6 de enero; ha ayudado a prolongar la pandemia de COVID-19; y ha motivado a las personas a probar soluciones peligrosas como inyectarse lejía o tomar ivermectina, un desparasitante para caballos.
Las plataformas que permiten la difusión y proliferación de esta información incorrecta evaden sin cesar su responsabilidad de seleccionar con eficacia. En cambio, ofrecen políticas vagas, frágiles e ineficaces. Plantean su inacción como una cuestión de principios encaminados a proteger la libertad de expresión, pero en realidad, están protegiendo sus finanzas.
Tengo un pódcast en el que converso con personas interesantes. Hasta el martes 1.° de febrero, estuvo disponible en Spotify, pero he decidido tomar una postura firme de nuevo. Una pequeña. Me uní a Young, Mitchell y un creciente grupo de creadores, y retiré “The Roxane Gay Agenda” y todos sus archivos de Spotify, aunque seguirá disponible en otras plataformas. Fue una decisión difícil, esta plataforma tiene muchos usuarios, y tal vez nunca recupere a esa audiencia en otro sitio.
No estoy tratando de coartar la libertad de expresión de nadie. Joe Rogan y otros como él pueden seguir difundiendo información errónea e intolerancia con orgullo entre públicos enormes. Serán bien recompensados por sus esfuerzos. Las plataformas que compartan esas recompensas pueden seguir haciéndose de la vista gorda.
Pero, al menos hoy, yo no lo haré. Este artículo apareció originalmente en The New York Times.