Por The New York Times | Ilan Stavans

LA LENGUA HA EXPERIMENTADO ALGO PARECIDO A UN RENACIMIENTO.

Para una lengua sin una dirección física y aterrorizada por lo cerca que ha estado de la extinción, la voluntad de vivir del yidis parece inagotable. La lección es simple y directa: sobrevivir es un acto de terquedad.

El yidis ha experimentado algo parecido a un renacimiento. Gracias a los cursos en línea, cualquiera desde Buenos Aires hasta Melbourne puede aprender a hablarlo. Hay traducciones nuevas de obras y clásicos de la literatura que habían quedado en el olvido desde hace mucho tiempo. Una puesta en escena de “El violinista en el tejado” se representó en yidis. Y plataformas de emisión en continuo como Netflix han estrenado series total o parcialmente en yidis, entre ellas “Shtisel”, “Poco ortodoxa” y “Diamantes turbios”.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, unos 13 millones de judíos, tanto seculares como religiosos, hablaban yidis. En la actualidad, se estima que hay un cuarto de millón de hablantes en Estados Unidos, casi el mismo número en Israel y unos 100.000 más en el resto del mundo. En este momento, la inmensa mayoría de los hablantes de esta lengua es ultraortodoxa. No suelen ser políglotas, como siempre lo fueron los hablantes seculares del yidis.

Nací y crecí en la Ciudad de México, donde hablaba yidis y español. Aunque la parte de mi familia que huyó a Nueva York y Chicago perdió el yidis a lo largo del camino, los judíos mexicanos permanecieron más en la comunidad y siguieron utilizando la lengua, aunque fueran seculares.

Vale la pena señalar que tanto los gentiles como los judíos han difamado el yidis. Los antisemitas lo consideraban la jerga de las alimañas, mientras que la élite rabínica lo consideraba indigno de un debate talmúdico serio. Como dice el refrán, más vale una bofetada sincera que un beso insincero. Me gusta pensar que esa animosidad ha ayudado a que la lengua sea ágil, lúcida e improvisada.

El yidis vio la luz por primera vez hace al menos un milenio. Los primeros documentos históricos que tenemos datan del siglo XII en Renania, al oeste de Alemania, como una forma de comunicación que cambiaba de código —llamada loshn ashkenaz, la lengua de Ashkenaz— yuxtaponiendo el alto alemán y el hebreo. Hay una teoría académica que postula que la combinación en realidad era alto alemán y arameo, el cual utilizaban los judíos del Medio Oriente. En todo caso, el yidis era la lengua de las mujeres, los niños y los analfabetos.

Para cuando el poeta italiano Dante Alighieri compuso “La Divina Comedia, la “jerga”, como se referían a ella en tono de burla, había alcanzado poder político, económico y cultural y les había dado una sensación de interconexión a los judíos de Europa del Este. Si bien es cierto que Shakespeare no imaginó que Shylock hablara yidis, es probable que los mercaderes judíos como él al menos hubieran oído hablar de “di mame loshn”, la lengua materna.

Durante la Ilustración, los secularistas, llamados maskilim, describieron el yidis como una lengua contorsionada, incapaz de un pensamiento “civilizado”. En su opinión, para ser un ciudadano europeo hecho y derecho había que hablar las lenguas de Goethe, Locke y Voltaire. Por otro lado, el jasidismo, un movimiento religioso que al inicio se oponía a la élite rabínica, prosperó en yidis.

Las historias magníficas de su fundador, el baal Shem Tov, y de sus descendientes, incluido el rabino Najman de Breslev, su bisnieto, en gran parte se difundieron en yidis. El rabino Najman es considerado un precursor de la cosmovisión de Franz Kafka sobre el destino como algo que es moldeado por un impulso oscuro, misterioso, tal vez divino. Convenientemente, Kafka estudió esta lengua y en 1912 dio un discurso en yidis.

La mejor representación de cuánto se ha aceptado el secularismo es la producción literaria en yidis del siglo XIX, incluido el escritor yidis más querido de la época, Sholom Aleichem, el autor de “Tevye, el lechero”, una historia sobre un habitante del “shtetl” a quien la secularización, la política, el antisemitismo y la inmigración le redefinen la vida. Como en el caso de Tevye, el yidis era la lengua franca de los judíos polacos, ucranianos, rusos, lituanos y de otros lugares, lo que les permitía tener un punto de encuentro neutral mientras habitaban la misma cultura apátrida.

Mi abuela paterna, originaria de Brodno, un vecindario de Varsovia, hablaba yidis con su familia y polaco y ruso con los gentiles. Esa universalidad le ha servido al yidis. Eliezer Zamenhof, creador del esperanto y hablante nativo de yidis, modeló como un “auxiliar”, o una segunda lengua su lengua construida, un enfoque que le permitía a la gente dejar de lado sus diferencias sin perder su individualidad. El yidis ya lo hacía para los judíos asquenazíes.

Otro enemigo del yidis fue el sionismo. A finales del siglo XIX, cuando se afianzó la esperanza de un Estado judío, el yidis se convirtió en la jerga de la diáspora: la lengua de los desamparados, sin una verdadera voz nacional. Para combatir este déficit, era necesario revitalizar el hebreo. Pronto surgió el mito del hebreo pionero, en agudo contraste con el judío narizón y jorobado que los propios sionistas vilipendiaban.

Unos nueve millones de personas en todo el mundo hablan hebreo, que se convirtió en la lengua nacional oficial del Estado de Israel en 1948. Para algunos, la lengua simboliza el militarismo israelí de extrema derecha.

En contraste, el yidis representa el exilio, la añoranza del hogar. Fue la columna vertebral del movimiento obrero judío en Estados Unidos y la feminista Emma Goldman defendió en yidis la igualdad de las mujeres y el amor libre. Abraham Cahan, el enérgico e imponente editor en jefe de Forverts —The Forward, el periódico en yidis de tendencia izquierdista de Nueva York a principios de siglo—, consideraba que la lengua era una herramienta para educar a los inmigrantes judíos sobre sus derechos.

Si tomamos en cuenta todo lo que le ha pasado al yidis —cómo fue una herramienta de continuidad transfronteriza, cómo los nazis lo empujaron a los crematorios, cómo después de la Shoah prosperó en algunas diásporas, pero lo dejaron de lado en otras—, su resistencia pura es simplemente milagrosa.

No obstante, la nostalgia por sí sola no puede impulsar un renacimiento más allá de sus medios reducidos. Sigue siendo una lengua sin patria, ejército, bandera, correos ni banco central, la lengua de un pueblo pequeño y disperso. Tal vez haya pocos hablantes, pero, como decía mi abuela materna, las palabras hay que pesarlas, no contarlas. Este artículo apareció originalmente en The New York Times. El yidis está de moda (Rachel Levit Ruiz para The New York Times).