Por The New York Times | Abby Comey
Me estaba muriendo la mañana que conocí a Sarah. Pedí un café con leche en la cafetería del campus porque ella había pedido uno. Para compensarlo, me maté de hambre hasta altas horas de la noche. Por suerte, lo habían hecho con leche descremada, no entera, así que me permitieron cenar.
Con la pandemia causando estragos en mi entorno y la anorexia gritando en mi interior, necesitaba a Sarah. Ella era la luz personificada: ojos castaños dorados, pendientes colgantes, estrellas en su camiseta, el hoyuelo en una mejilla. Me envió un mensaje de texto después de nuestra segunda cita para considerarme “amable” y “guapa”.
Decidí creerle porque sabía que moriría si no lo hacía.
No mejoré de golpe. Nos conocimos en primavera y el verano fue largo. Mantuve mi costumbre de correr ocho kilómetros todos los días. Me aferré a mi vegetarianismo. Hacía abdominales en mi habitación antes de ir a dormir todas las noches.
Pero Sarah seguía diciéndome que era guapa, inteligente y divertida. Me aseguraba constantemente que no le importaría si yo ganara peso. Me convenció de que me metiera en la piscina de recuperación, donde había estado nadando durante más de un año. Para el otoño, había reunido un equipo de recuperación de profesionales calificados. Para el invierno, había recuperado mi peso. En la primavera siguiente, me sentía completa.
Mientras me recuperaba, lo que más me sorprendió fue todo el espacio de mi vida. Durante años, me había aterrorizado ocupar demasiado espacio físico en el mundo, pero una vez que vivía en un cuerpo que tenía el tamaño que quería tener, el vacío se extendía en todas direcciones.
Los trastornos alimentarios consumen toda tu vida. Pasaba cada momento de vigilia pensando en la comida, el cuerpo y el ejercicio. Cuando la voz de mi anorexia se callaba, podía pensar en lo que quisiera. Podía llenar todo ese espacio vacío con sueños. Las posibilidades me embriagaban.
Al mismo tiempo, me enamoré profundamente de Sarah. Ella es la persona más enérgicamente amable que he conocido. Se levantaba temprano todos los domingos para verme cantar en la iglesia. Trabajaba en un asilo de ancianos en su tiempo libre. Hizo un collar de conchas marinas para mi madre. Me tejió guantes con ganchillo cuando le dije que se me enfriaban las manos en invierno. Se acordaba de todo lo que le decía. Siempre me puso en primer lugar.
Mi recuperación culminó con una producción de “Camelot”, de Lerner & Loewe, en la que interpreté a Lancelot, el caballero más fuerte de toda la tierra. Maté a hordas de hombres en el escenario. La reina se enamoró de mí. Cualquier público se habría reído si hubiera intentado interpretar el papel un año antes en mi momento más enfermizo. En cambio, se lo creyeron. El espectáculo marcó el comienzo de mi recuperada existencia.
Pero “Camelot” también acabó con mi relación con Sarah. Al interpretar a Lancelot, conocí a mi yo recuperado por primera vez. También conocí a Josh, que interpretaba al rey Arturo.
Dije que estaba “prendada amistosamente” de él, pero era más que eso. Era la forma en que hablaba del arte, como si cada película, cada cuadro y cada obra de teatro fueran una formación de nubes que él debía descifrar. Era la forma en que hablaba con la gente; sin la plaga de indiferencia que afecta a la generación Z, Josh te decía exactamente lo mucho que le importabas sin añadir una risa. Fue la manera en que me abrazó en la noche de clausura, sin fundirse conmigo, sino encontrándose conmigo justo ahí donde yo estaba.
Aquí había un compañero, pensé. Estaba preparada para tener un compañero.
Fue en una sesión de terapia cuando me di cuenta de por qué Josh era tan importante. Dije: “Creo que siento algo por esta persona”. Y mi terapeuta dijo: “Tienes que preguntarte qué revelan esos sentimientos sobre la relación en la que estás ahora”.
No se trataba de estar con él. Tenía una novia de cuatro años. Nunca me imaginé estar con él. Se trataba de lo que me mostró: que mi yo curado necesitaba una pareja y que mi relación actual no era una de pareja.
Incluso después de recuperarme, Sarah nunca dejó de bañarme de luz. Me hacía largas listas de reproducción de música romántica, me pintaba flores con acuarelas, me besaba los nudillos de uno en uno. En resumen, me adoraba. Pero poco a poco me di cuenta de que ser adorada ya no era lo que necesitaba. Tampoco era justo para Sarah. Yo necesitaba que me desafiaran y Sarah necesitaba encontrar a alguien que la venerara en igual medida. La cruel ironía era que solo podía ver eso porque ella había ayudado a curarme.
Estaba al borde de la muerte cuando me enamoré de Sarah, pero me sentía plenamente viva cuando rompí con ella. Ya no me mareaba al ponerme de pie. Mis manos no se ponían azules cuando me quedaba quieta durante mucho tiempo. Comía chocolate siempre que me apetecía. Veía la celulitis en el espejo y no sentía nada.
Pero casi me mata haberla lastimado.
Me costó dos intentos. La primera vez, las dos lloramos, luego nos besamos, luego estaba durmiendo a su lado con nuestros dedos entrelazados. Ella era muy amable. Ella seguía arrojando luz por toda la habitación. Era cegador.
Por la mañana, pasamos por Dunkin' Donuts. Mientras le entregaba a la cajera mi tarjeta de crédito, Sarah dijo: “Si vas a romper conmigo, necesito que lo hagas cuanto antes”.
Tomé las donas y me estacioné afuera de un edificio de la residencia. Esta vez, no había nada que hacer. Ya sabía que tenía que terminar la relación. Había estado posponiendo lo inevitable, esperando poder aguantar hasta la graduación, pero eso no era justo para ella. Sarah tenía mucho que dar. Yo no necesitaba tomar más, y ella merecía recibir más.
No hice un buen trabajo al romper con ella. Creo que no lo entendió. Yo seguía diciéndole: “Somos diferentes”, y ella seguía diciéndome: “Lo sé. Eso es algo bueno”. Yo seguía diciendo: “Te quiero mucho”, y ella seguía diciendo: “Entonces, ¿por qué haces esto?”.
Terminamos abrazándonos. Se fundió conmigo en todos los lugares donde Josh se había mantenido firme, y supe que había hecho lo correcto. Esta vez fue diferente, más definitiva. Nos dimos las gracias entonces, pero permítanme repetirlo aquí: estoy muy agradecida por haber conocido a Sarah. Me encontró cuando me estaba muriendo. Me amó cuando me sentí despreciable. Me dijo que yo también era la luz del sol hasta que le creí. Hasta que lo fui.
Entonces, otro paseo en auto. Una semana después de romper con Sarah, Josh y yo fuimos a beber malteadas. Éramos buenos amigos que querían ponerse al día. Nos estacionamos afuera de un edificio de dormitorios. Encendí la luz del techo para que su cara se pintara de dorado. Era tan hermoso. Sorbió su malteada demasiado espesa con un popote demasiado delgado mientras yo me daba cuenta de dos cosas.
La primera era que amaba a este hombre. No me creía capaz de amar a un hombre, pero ahora había mucho más espacio dentro de mí, y aquí estaba este hombre que rebosaba de vida, existiendo tan ordinariamente en el asiento delantero de mi auto. Su humanidad era desbordante. Su hombría se sentía incidental.
La segunda era que nunca estaría con él. Como había insistido mi terapeuta, mi amor por Josh no hacía más que llenar los vacíos de mi relación con Sarah, y eso la hacía demasiado fragmentada para formar los cimientos de algo nuevo. Lo amaba por todo lo que ella no era, más que por lo que él era.
No se trataba de Josh. Se trataba de mí y de Sarah, y de las cosas que no podíamos ser el uno para el otro ahora que me había recuperado. Nunca había sido una adulta sana. Aunque nunca tuvimos una relación romántica, Josh me mostró el tipo de pareja que todo mi ser necesitaba, aunque él no fuera esa persona para mí.
Siempre pensé que el propósito del amor era encontrar a la persona que se quedará con nosotros para siempre, y que cada ruptura era un fracaso en esa búsqueda. Pero lo que Sarah y yo teníamos no estaba roto. Era un lugar para mí, para volver a la vida y, más tarde, un lugar para florecer. Espero que a ella le ocurra lo mismo. Espero que hayamos crecido juntas hasta que hayamos tenido que separarnos.
Pasé cuatro años de mi joven edad adulta como prisionera de la anorexia, atrapada en una oscuridad a la que nunca pienso volver. Mi plano de existencia estaba atestado de reglas alimentarias y rutinas de ejercicio, dudas y autodesprecio. Entonces llegó Sarah, que iluminó todos los rincones oscuros del mundo creados por mi enfermedad para matarme. Luego llegó Josh, que me asombró con su humanidad sombría y me mostró que ya no necesitaba una luz pura.
Y ahora solo estoy yo, y todo este glorioso espacio.