Foto: Blindados del Ejército retornando a sus cuarteles tras una demostración de fuerza en la zona del Prado. Avenida Luis Alberto de Herrera y avenida Hugo Balzo. 9 de febrero de 1973. Diario El Popular.
En el atardecer del jueves 8 de febrero de 1973, los montevideanos que circulaban por las inmediaciones de la Ciudad Vieja se toparon con una situación inédita. La escena que se desarrollaba ante sus ojos parecía extraída de una película de guerra, pero era absolutamente real y una clara señal de la extrema tensión política que se vivía por esas horas en el país.
Varios infantes de marina uniformados de azul oscuro bloqueaban con buses y coches requisados las calles de acceso al casco antiguo. Otros amontonaban sacos terreros al mejor estilo de las trincheras de la Gran Guerra, y en algunas esquinas instalaban ominosos nidos de ametralladoras. Más atrás, en las aguas cercanas, un buque de guerra giraba popa a tierra y apuntaba tres cañones hacia la ciudad.
Acantonados en el barrio fundacional —entonces corazón administrativo de la ciudad y el país—, los marinos no esperaban una invasión foránea. Por el contrario, la artillería aguardaba la posible llegada de carros blindados del Ejército Nacional que —se rumoreaba— podrían intentar romper el cerco de la fuerza naval.
El cierre de la Ciudad Vieja había sido dispuesto por el vicealmirante Juan José Zorrilla Camps. Su idea era ofrecer al presidente de la República, Juan María Bordaberry, refugio ante una intentona de golpe de Estado militar que por entonces se consideraba inminente.
“Se sucedieron escenas dramáticas entre quienes quedaron a uno y otro lado del encierro, sin poder retornar a sus lugares de destino, incluidos turistas que durmieron en sus automóviles y familias locales que lo hicieron a la intemperie, beneficiadas por el clima veraniego. Pero los dudosos centros nocturnos de la calle Piedras y similares en la zona portuaria no se dejaron sorprender: cerraron tempranamente las puertas librando a sus clientes de toda situación enojosa. […] Los funcionarios del Hospital Maciel no pudieron partir ni sus relevos entrar, por lo que los primeros siguieron atendiendo el servicio. […] Los marinos movilizados si realizaban consumos en los negocios abiertos pagaban la cuenta”.
Esta descripción pertenece al libro El golpe de Estado más largo. Uruguay, febrero-junio de 1973, publicado por Editorial Planeta en coincidencia con el 50º aniversario de los hechos referidos.
“Yo viví esos acontecimientos como ciudadano, muy joven, y eso impacta en uno”, cuenta el abogado y sociólogo uruguayo Gonzalo Varela Petito, autor de la obra en cuestión. Radicado desde hace décadas en México, el escritor dialogó con Montevideo Portal de forma telemática.
Autor de obras como El movimiento estudiantil de 1968. El IAVA, una recapitulación personal o De la república liberal al estado militar: crisis política en Uruguay 1968-1973, Varela se propuso hace aproximadamente una década redactar un libro acerca de la huelga general que el sindicalismo uruguayo implementó el 27 de junio de 1973, inmediatamente después de la disolución del Parlamento. Al poner manos a la obra notó que para abordar ese tema debía retrotraerse al menos hasta finales de 1972.
“Yo tengo cierta facilidad para acceder a prensa extranjera porque vivo cerca de Estados Unidos”, cuenta el autor, quien destaca que, si bien esa prensa extranjera ofrece al investigador “contenidos diferentes a la uruguaya”, el aporte de esta última “no es desdeñable”. Durante las pesquisas efectuadas para redactar su libro, Varela Petito consultó ingentes cantidades de material de prensa nacional de la época, y pudo comprobar que los medios locales “publicaron durante ese período información muy importante”, más allá de las eventuales presiones que pudieran sufrir.
Además del mencionado material de prensa, el autor también se nutrió de bibliografía preexistente y “de informes diplomáticos y también de la CIA”.
¿El golpe de febrero o el golpe de junio?
Si bien la fecha oficial del golpe de Estado de 1973 es el 27 de junio, entre políticos e historiadores existen voces que llaman a revisar esa datación, e indican que el quiebre institucional se habría producido en rigor durante el agitado y a la vez tranquilo febrero.
En ese mes se verificó una notoria irrupción política de los militares en la vida política uruguaya. Aupados por el autoritarismo institucionalizado de los años anteriores y tonificados sin duda por su victoria ante la guerrilla, parecían dispuestos a llevarse por delante a una clase política que atravesaba horas bajas, algo que se tradujo en la emisión de comunicados de contenido intrusivo y en la desobediencia a designios presidenciales y ministeriales.
“Si uno revisa la literatura al respecto, en los últimos años han salido publicaciones y declaraciones políticas que dicen que el golpe empezó en febrero”, aunque persiste la división en “distintos enfoques”.
“Al principio la gente no decía que lo de febrero era un golpe, sino una amenaza de algo que no se consumó. Pero en verdad sí se consumó, porque fue en esas fechas que se creó el Cosena [Consejo de Seguridad Nacional] que mandaba por encima del gabinete”, considera el autor.
En ese sentido, recuerda que en dicho organismo ocupaban un rol relevante los comandantes generales de las tres armas. “El Consejo de Ministros, para decidir algo, tenía que pasar antes por la aprobación del Cosena. Por lo tanto, ahí ya había un gobierno militar”, reflexiona.
“Yo soy muy escéptico con esa declaración que dice que [la dictadura] fue un gobierno cívico militar, que es lo que decían los propios militares golpistas. Obviamente, desde el primer momento había muchos civiles involucrados, pero no se podían tomar decisiones importantes sin un aval militar”, enfatiza.
En verano nunca pasa nada
“Más que hablar del hombre de la calle, habría que hablar del hombre de la playa”. Esas palabras, recogidas en la obra, provinieron de la legación británica en Uruguay, y son una buena muestra de cómo se veía desde esa sede diplomática la conducta del pueblo uruguayo ante los hechos que se desarrollaban. La playa, el fútbol y los esparcimientos veraniegos seguían siendo prioridad, y no solo en entre la masa popular: el Parlamento no levantó su receso estival, a pesar de lo grave de la crisis.
“Efectivamente, hubo una indiferencia”, explica el autor, quien considera que “el problema de febrero es el debate de los partidos políticos”, y recuerda que en épocas posteriores “se ha acusado a la izquierda de tener la esperanza de un golpe de estado progresista”, a imagen y semejanza de lo que había ocurrido en Perú en 1968, con la llegada al poder de una junta militar encabezada por el general Juan Velasco Alvarado. “No descarto que hubiera gente en la izquierda que albergara esa esperanza, pero no hubo desde el Frente Amplio o desde los partidos que lo componían, ninguna declaración en ese sentido”, sostiene.
Los políticos ante la crisis
El libro de Varela Petito se extiende por más de 400 páginas, y en un gran número de ellas se relatan las reacciones que partidos políticos, líderes y referentes mostraron ante la coyuntura.
“Rodney Arismendi (a la sazón líder del Partido Comunista del Uruguay) dijo en abril ‘Aquí no somo golpistas, no estamos promoviendo ninguna cosa’. El PCU elogiaba la experiencia de los militares peruanos nacionalistas, pero cuando el partido fue acusado de planear algo similar, Arismendi lo negó. Si en los entretelones políticos sí lo estaban haciendo, eso ya es otra historia y habría que presentar las pruebas”, señala.
Curiosamente, “el único político al que los militares acusaron de intentar un golpe de Estado en febrero fue a Wilson Ferreira [PN]. La Junta de Comandantes en Jefe lo acusó, obviamente de mala fe, pero fue al único”, subraya Varela, quien insiste en que “los militares no acusaron de eso al Frente Amplio, algo que sí hizo la prensa del Partido Nacional, y también la del Partido Colorado”.
El autor recuerda que, por esos días de febrero, Wilson Ferreira —con el concurso de su correligionario, Héctor Gutiérrez Ruiz— apostó por una solución que incluía la renuncia de Bordaberry y el llamado a alecciones anticipadas, y también admitía —de forma un tanto contradictoria— la participación de los militares en la agenda política, siempre y cuando esta no violara la Constitución.
“El Partido Nacional sostenía que las elecciones de 1971 habían sido fraudulentas, y por lo tanto de ahí venía el problema”. Desde esa visión, “Bordaberry no solo era un incapaz, sino fruto del fraude. Eso lo dijo Ferreira y en su momento el directorio del PN también”. El debate sobre el presunto amaño en aquellos comicios se ha extendido hasta épocas recientes, con declaraciones desde filas nacionalistas y coloradas.
“La idea de Ferreira consistía en elecciones anticipadas limpias y un gran acuerdo nacional. En sí misma no era una mala posición, pero utópica. Nadie lo apoyaba con eso tampoco. [El vicealmirante] Zorrilla no estaba de acuerdo tampoco, decía que el gobierno debía seguir mientras no hubiera una salida voluntaria de Bordaberry. Y en cuanto a los militares golpistas, querían precisamente el golpe de estado”.
En cuanto al Frente Amplio, Varela recuerda que el 9 de febrero “hizo un acto grande, con mucha gente” aunque estaba programado con mucha anticipación, desde antes de que estallara la crisis.
En ese acto, el orador fue el general Líber Seregni, quien “dio la posición” oficial del partido, a pesar de que “hubiera contradicciones” dentro de la fuerza política.
“Seregni consideraba que la idea de Ferreira implicaba entregarse a los militares, aunque él no lo quisiera”, y ese era el principal obstáculo que veía en el proyecto. En cuanto a la idea de elecciones anticipadas, el líder frenteamplista entendía que podía arribarse a ellas si antes se instalaba “un sistema de participación popular, que estaba en el programa del FA desde el 71. Seregni quería cumplir el programa de la izquierda, pero en mi opinión también buscaba otra cosa: poner un candado de participación para frenar a los militares, porque él pensaba que la idea de Ferreira era peligrosa, porque podía llevar a los partidos a entregarse en manos de los militares”.
En ese acto, llevado a cabo en la avenida 8 de Octubre, “el Frente Amplio por lo menos dio su posición, pero los partidos tradicionales no lo hicieron. Tenían más del 80% de la votación y no intentaron hacer nada para movilizar a la gente”, asevera.
Mientras tanto, en filas del Partido Colorado el autor destaca la conducta del legislador Amílcar Vasconcellos, “una persona que debe ser siempre reivindicada, porque ya desde el gobierno de Pacheco venía luchando contra todas las arbitrariedades, violaciones de los derechos humanos, y el uso autoritario y extremo de las medidas prontas de seguridad”. Y ante el reto de febrero, Vasconcellos “tuvo un comportamiento muy combativo y nunca trató de lograr ningún acuerdo” con los militares insubordinados. Por el contrario, “se puso en la posición civilista: lo militares son una fuerza subordinada y no deliberante de acuerdo con la Constitución, y punto”.
Fuera del campo de la política partidaria, y en el contexto de indiferencia popular ya mencionado, Varela destaca a otras dos figuras.
Una de ellas es “Carlos Quijano, que en el semanario Marcha llevó una actitud intransigente contra el militarismo”, y la segunda “menos conocida y que puede suscitar polémica en algunos foros es León Duarte, dirigente del sindicato de Funsa y de la industria del caucho”.
De extracción anarquista, Duarte procuró que el sindicalismo se alejara de ciertas posturas que, al igual que en los partidos políticos, coqueteaban con la idea de la participación de las Fuerzas Armadas. “Él fue intransigente con eso”, remarca el autor.
En resumidas cuentas, y “viendo la documentación, lo que uno puede decir es que en febrero de 1973 no se hablaba de golpe de Estado. Había [en los partidos políticos] eso que los psicoanalistas llaman negación: Uno tiene algo delante de los ojos y dice que no es así”, ejemplifica.
“Lo que yo pongo en evidencia es que, por ejemplo, los partidos tradicionales hicieron elogios del Cosena, decían que estaba bien, que era una buena situación. Era una situación diplomática, pero lo hacían”, explica, y concede que “también es cierto que había partidos dentro del Frente Amplio que reivindicaban que la participación de las fuerzas armadas en política estaba bien. Ahí había una ambigüedad, pero Wilson Ferreira y Héctor Gutiérrez Ruiz también lo decían”, refiere.
Las tres D: dinero, desencanto, desmovilización
Tal como se establece líneas arriba, el pueblo uruguayo —y mal que le pueda pesar a Alfredo Zitarrosa— no estuvo alerta en febrero de 1973. Esta apatía o indiferencia no es casual, y se arraiga en buena medida en una larga situación de desgaste.
En ese sentido, el libro de Varela dedica un extenso capítulo a detallar la situación económica del Uruguay de entonces, golpeado por una enorme crisis que hundía sus raíces en la década de 1950, con el cambio en el comercio mundial suscitado por el fin del ciclo bélico global que marcó la primera mitad del siglo pasado.
“No hay que olvidarse de los aspectos estructurales, y de que Uruguay vivió una crisis económica de las más profundas del mundo, y eso es algo que a veces no se recuerda. Es imposible que una crisis así no termine por trasladarse al campo político”, sostiene.
“Ya sabemos que el público uruguayo es conservador, pacífico y tendiente al compromiso, eso lo decían los informes de la embajada británica y los periodistas extranjeros”, rememora el autor.
A la pésima situación económica y a esa suerte de conservadurismo idiosincrático se sumaría el hecho de que “el sistema político uruguayo, y más en esa época, llevaba a una política de clientelas y de no movilización, excepto en la izquierda. La novedad del Frente Amplio fue la movilización”, dado que “los partidos tradicionales hacía tiempo que no organizaban movilizaciones, salvo las electorales”, apunta.
En tal coyuntura, Varela subraya que “es necesario tener en cuenta el factor del cansancio de la gente”, harta de “inquietudes, sobresaltos, crisis, cosas que parecía que funcionaban y luego no lo hacían”.
“En febrero el discurso de Bordaberry —luego de pactar con los militares en la base aérea de Boiso Lanza el día 12— es ‘nos salvamos, las instituciones se salvaron’”. Era un engaño dicho para quien quisiera creerlo, pero resultaba creíble precisamente para la población en general”, concluye.
Este cúmulo de factores habrían incidido para que muchos uruguayos decidieron esperar a ver cómo decantaban las cosas antes de adoptar cualquier postura, algo similar a lo que se vio dentro de algunas instalaciones militares
En los meses siguientes, los hechos derivaron de manera vertiginosa: los acuerdos constitucionalistas buscados con los militares no se produjeron, y el golpe de Estado progresista soñado por algunos en la izquierda nunca pasó de una utopía. Fue entonces que algunos actores políticos adoptaron una posición más combativa, pero ya era tarde. La siguiente escena del drama quedó inmortalizada en la tristemente célebre imagen de los militares irrumpiendo de madrugada en un Parlamento vacío.