Por Daniel Supervielle*.
Martín Caparrós (1957) es un escritor argentino cuyas crónicas literarias son fundamentales para comprender el presente. Tiene más de 30 libros publicados en veinte idiomas. Ñamérica (Random House, 2021) es una narración monumental sobre una América Latina real y doliente donde las grandes ciudades se han convertido en centros urbanos tan contradictorios como indescifrables. En esos territorios sumerge la pluma Caparros para narrar crónicas imposibles de olvidar. Sobre este libro, Montevideo Portal conversó con el autor en su casa en las afueras de Madrid.
Quiero arrancar esta conversación con una anécdota.
Dale.
Me pasó a principios de mayo en Buenos Aires cuando estaba en plena lectura de Ñamérica. Había llegado a la medianoche. Luego de los trámites aduaneros de Puerto Madero paré un taxi y a las cuadras me vi envuelto por una reyerta con navajas. En un semáforo, rumbo a San Telmo, fuimos rodeados por un tumulto de jóvenes agresivos. No eran argentinos, por las tonalidades. Eran caribeños. Uno de ellos abrió una navaja y la marcó contra el cemento largando chispas. Quería acuchillar a otro que se fugaba y que de pronto se paró delante del taxi, para protegerse, impidiendo el avance del auto. El taxista porteño no se inmutó. En ese momento, pensé que estaba adentro de una crónica de Martín Caparrós. Cuando por la ventana veía cómo seguían las amenazas con puños y palabras, me propuse ubicarte para hablar sobre el libro. Así surge esta entrevista. En esa escena estaba todo lo que aparece en Ñamérica: la violencia, los migrantes, la pobreza, el machismo, probablemente el narco; era gente desamparada sobreviviendo en las calles de una ciudad rota como Buenos Aires. Entonces, ¿por qué América Latina y por qué la crónica?
La crónica es más fácil. Al principio, hace treinta y pico de años traté de empezar a escribir este tipo de cosas poque me interesaba cambiar un poco ciertos puntos de vista que el periodismo tenía muy fijados. Básicamente, esa pretensión de objetividad con que los grandes medios te forzaban a creer que lo que contaban era de alguna manera la realidad, la verdad, etcétera, etcétera. Y por eso me parecía que contar de otra manera, contar en primera persona, con una prosa que se viera y no que se tratara de disimular, era una forma de reestablecer la idea de que lo que uno cuenta es lo que consigue ver, consigue entender y que hay muchas otras miradas posibles. Que no hay ninguna exclusividad en esa mirada. Por eso he dicho mucho que la crónica es política, en la medida que establece esta idea de que lo que cuentan los medios es una de las infinitas miradas posibles, y que hay que hacerlo evidente. Los medios trabajaron durante mucho tiempo, sobre todo los grandes medios y lo siguen haciendo, para convencernos de que no. Que hay una única mirada porque no intervienen; supuestamente, porque uno siempre interviene. Uno elige lo que está contando, no para engañar a nadie, sino porque ese es nuestro trabajo. Elegir lo que merece ser contado y lo que no. Por otro lado, hay cierta tentativa de contar de una forma más intensa, más íntima, más espesa. Yo empecé a escribir crónica cuando ya había publicado cuatro novelas. Venía mucho del lado de creer en la prosa y quise aplicar eso al periodismo, por aquello de cambiar el foco de la mirada. El periodismo, las escuelas, los tratados y los manuales siempre intentan convencernos de que es noticia lo que le sucede a la gente con poder. A los políticos, a los ricos y famosos, a los futbolistas, a las tetonas, y etcétera. Nos enseña que eso es lo que vale la pena de ser mirado, contado, y eso implica una idea del mundo en la cual esa jerarquía se autorreproduce al convencernos de que esas son las personas que importan. Y que los demás, los que no forman parte de eso, solo aparecen en los diarios cuando se mueren de a muchos. Alguna catástrofe, algún desastre. Me pareció que valía la pena cambiar el foco de la mirada y contar sobre los demás. Sobre los que en primera instancia no somos noticia.
El libro es muy crítico y transmite mucho desencanto con la democracia. ¿Realmente crees que esos individuos que juntos conforman un pueblo no tienen poder? Tan poco poder le achacas a esos latinoamericanos que están luchando por sobrevivir, vivir sus vidas… llegar al hemisferio norte.
Para empezar, dudo ante lo que decís de que estoy desencantado con la democracia, porque eso querría decir que alguna vez hubiera estado encantado, cosa que habría que repensar y matizar. La forma actual de la democracia de delegación nunca me pareció una manera demasiado justa ni eficaz de poner en marcha los cambios indispensables en nuestra región. Me parece que las últimas décadas eso se ha visto muy claro. En este momento hay —y los vemos en cada uno de nuestros países— una especie de desencanto con la democracia. O de desconfianza con la democracia. Creo es menos intenso, o nos duele más a los que hemos sufrido lo que es una dictadura. La democracia nos parece, pese a todo, un sistema, como decía Churchill. Pero para la gente de menos de 40 años, que ha vivido toda su vida en democracia, es ese sistema el que no da respuesta a sus necesidades. Gente que ha vivido muy mal toda su vida. Entonces no hay porqué esperar que le parezca particularmente atractiva. Es el marco en el cual han vivido vidas que son mucho peores de lo que se merece. Hay un alejamiento de millones de personas con respecto a la democracia que tiene sentido en ese marco de lo que decíamos y que se ve en la famosa participación democrática. En los países en que es obligatorio, vota el 70%; en los que no, vota menos de la mitad. El otro día vi una escena que me impresionó en las elecciones constituyentes chilenas. En un noticiero entrevistan a una chica en la fila para votar. Le preguntaron qué iba a votar y contestó: “No sé. La verdad no sé. Yo vine a votar ahora porque me obligan y no sé qué voy a votar”. Me pareció muy fuerte como síntesis de cómo está funcionando el sistema. No había votado en su puta vida, ahora la obligaban. No tenía ni idea de lo que iba a votar. Entonces hay algo que está fallando.
Uruguay es de los pocos países que vive en una democracia plena, creo que es alrededor del 6,5% de la población mundial, y la valoramos muchísimo. Es obvio que por eso tengo una mirada más benévola sobre la democracia que otros en América Latina.
Es obvio, y en Ñamérica menciono a Uruguay, que es una feliz excepción dentro del continente. En todos los parámetros es un poquito mejor que el resto o mejor.
Los expresidentes José Mujica y Julio María Sanguinetti, que fue ministro de Educación cuando Mujica se había alzado en armas, han estado girando juntos presentando un libro sobre la fortaleza del republicanismo uruguayo. No quiero ser chauvinista, pero es un dato de la realidad.
A mí una boludez que siempre me impresionó de ustedes es que no tengan Semana Santa, que tengan Semana de Turismo. Es una gran lección, que nadie aprendió. Porque el predominio de una ideología se ve cuando gente que no tiene nada que ver con esa ideología sigue sus premisas. Somos una cantidad de imbéciles en el mundo que tenemos Semana Santa, Navidad, Año Nuevo, Reyes.
Navidad en Uruguay es el Día de la Familia.
Es el único lugar que yo conozco. El único país. Me parece que no hay otro donde haya esta claridad de decir “no vamos a seguir los dictados de esa vieja ideología romana”. En ese sentido, tiene muchas diferencias. Vos me preguntabas al principio por qué América Latina. Creo que tiene un poco que ver con esto. Porque si hay algo que la Argentina tristemente aprendió, en al menos el lapso de mi vida, es a ser latinoamericana. Junto con Uruguay nos sentíamos distintos, para no decir que nos sentíamos mejores… porque queda feo, pero la verdad es que nos sentíamos mejores en una cantidad de cosas y los datos sostenían esa sensación. Que sí teníamos clase media, en un continente donde la clase media no existía. Teníamos salud, y educación, y seguridad estatal serias, en un continente donde eso no existía. Teníamos un ingreso per cápita muy distinto de la mayoría de los países de la región. Eso nos hacía sentir distintos. Nos reconocíamos en los latinoamericanos por una cuestión medio folclórica, medio política a veces, según los momentos, en que reivindicábamos ser latinoamericanos, pero por otro lado decíamos que la Latinoamérica de verdad era otra cosa. Ustedes quizás siguen de algún modo pudiendo sostener esa diferencia. Nosotros los argentinos, no. Nos hemos acercado tristemente a todos los parámetros latinoamericanos en los últimos treinta o cuarenta años. Yo digo que hubo un momento en que la Argentina se volvió latinoamericana. Si hay que poner un momento, efemérides al asunto, en los diez días que siguieron al desembarco del 2 de abril de 1982, cuando la invasión a las Islas Malvinas. Allí vimos que el mundo al cual suponíamos que pertenecíamos estaba muy claramente con la Reina de Inglaterra, lo cual es totalmente lógico. Había militares en Argentina que creían que Estados Unidos los iba a apoyar cuando estaban invadiendo a un aliado de toda la vida. Ahí quedó muy claro y empezó a plasmarse, y a que millones entendieran esta idea de la latinoamericanización de Argentina, que luego fue refrendándose con números: la clase media se fue al carajo, la salud y la educación pública se hicieron mierda. El PIB empezó a parecerse mucho al de los otros países. El crecimiento fue infinitamente menor que el del resto del continente. Pensar América Latina ya se volvió algo diferente de lo que era antes. Ya no era mirar un poco por encima del hombro. Era ver cómo éramos nosotros también. Me pasó, por un lado, eso, y, por otro lado, curiosamente una institución, contaba por ahí, que es la que se llamaba Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), que fundó Gabriel García Márquez en 1994 y que funcionó como el foco que creó una red de periodistas latinoamericanos, me hizo sentir integrado. Provocó que me encontrase con gente de otros países. Ir más a otros países. Me dio una sensación de conciencia latinoamericana que no había tenido. Es curioso porque es una organización relativamente chica, pero que para mí fue muy significativa.
Te planteo esta oposición: García Márquez, realismo mágico. Este libro, Ñamérica, realismo sucio. En algún reportaje decís que hasta a veces te duele cuando te sale muy bien una crónica donde escribís algo duro. ¿Sentís que te calza lo de realismo sucio, que a su manera es también un género literario?
No lo había pensado en esos términos. Es muy difícil de imaginar un realismo limpio. García Márquez… mágico, no limpio.
Es verdad. La realidad siempre es dura.
No siempre es dura. Pero es sucia. Una realidad que no es sucia no es real. Pero efectivamente a veces me toca contar cosas que sé yo, que preferiría no contar, pero también quiero contarlas para poder pensarlas. No solo para decir “miren qué feo es esto, lloremos diez minutos y pasemos a otra cosa”. Que sirvan al menos para disparar una reflexión.
Lo veo en integrantes de tu generación que estuvieron muy comprometidos con cambios que apuntaban a cierta unidad latinoamericana. Tú mismo lo escribes: “Había un sueño de que las cosas se podían cambiar”. ¿Crees que hay que buscar la unión latinoamericana, la patria grande, o es algo que se va a dar por el devenir de los tiempos y cuando los pueblos estén listos? ¿Cuál es tu opinión?
Es un lío, ¿no? […] Creo que nada se da porque se tiene que dar. Tiene que haber de algún modo fuerzas que lo empujen, si no las cosas se van vaya uno a saber dónde. En este caso en particular, el movimiento que viene habiendo desde hace doscientos años es el de la separación y no el de la reunión. En eso consiste la creación de patrias. Que fueron armando unidades que fueron diferenciándose de las otras. Ahora mismo, vos sos uruguayo y yo soy argentino. No tiene sentido.
En todo caso yo soy oriental y vos occidental del río Uruguay.
Por eso. 50 kilómetros. No tiene sentido, pero es muy fuerte. Decisivo para nuestras ideas de nosotros mismos. El hecho de que ustedes sean uruguayos, nosotros argentinos y los otros paraguayos, o lo que sea, nos muestra que el flujo ya establecido iría en esa dirección. Si queremos que vaya en otra, tenemos que hacer lo posible para que eso suceda. Hay que primero ponerse de acuerdo en que vale la pena ponerse a pensar que si va en otra dirección iría mejor. Que es deseable que vaya en el sentido de la reunión. Pero ciertamente hay que hacer algo y aparece como siempre el puto problema de las vanguardias. Qué pasa con las supuestas vanguardias… Esa gente que supuestamente tiene ideas distintas de las ideas consagradas, comunes y que las proponen e intentan que esas ideas distintas suplanten a las ideas comunes. Es un lío. Sin eso nada cambia nunca. Por un lado, la experiencia que tenemos en los últimos cien o doscientos años es que esas vanguardias terminan conformando un núcleo autoritario que hace que todo se vaya al carajo. Hace que se condensen focos de poder tan concentrados que todo termina arruinado. Pero, por otro lado, sin ellas ¿por qué iba a cambiar nada? Las cosas seguirían tal como son. Ahí se juegan uno de los grandes problemas de los próximos tiempos, que es encontrar la manera de que este tipo de diferencia que siempre plantearon las vanguardias pueda hacerse sin que eso suponga una concentración de poder en manos de los que lo hacen. ¿Cómo se hace eso? No tengo la más puta idea. Pero me parece que si no encontramos la forma de hacerlo vamos a seguir cayendo en este mismo círculo que va Robespierre, Lenin, Che Guevara, el propio Fidel Castro.
¿Por qué crees que a la izquierda latinoamericana le cuesta tanto asimilar el fracaso de Cuba?
Hay casos en que no. Bastantes casos en que no. Pero hay muchos casos en que sí.
En partidos políticos, sí. Es algo que tranca. ¿No crees que sería importante que lo hicieran?
Probable. Es raro. Muy raro. ¿Será una cuestión sentimental? Porque si hay un país autoritario, una sociedad radicalmente distinta de lo que uno podría considerar de izquierda, eso es Cuba. Un lugar donde desde hace sesenta y tantos años gobierna una familia. No ha habido en América una concentración del poder a ese punto. Hay una historia de Fidel Castro que me impresionaba mucho. No sé si la cuento en el libro. Ya grande, poco antes de dejar el poder, lo tenían que operar de una rodilla. Tenía problemas. Había que operar. Llevaba 50 años en el poder. Entonces le dijo al médico que lo iba a operar, le ordenó, supongo, que le dieran anestesia local. Pero no, comandante, va a estar mucho más cómodo si le damos anestesia general. No, no, no. Necesito ir a una operación de tres horas, una cosa así, con anestesia local, porque así puedo seguir ocupándome de los problemas de Cuba. No seas hijo de puta, si en 50 años no conseguiste la posibilidad de dormirte tres horas… me impresionó mucho. Me pareció una mala metáfora del régimen que había creado. Y no sé. La única razón que veo para que cierta izquierda latinoamericana no termine de condenar es sentimental. Porque no se me ocurre otra. La vieja historia de qué feo atacar a las víctimas y Cuba se ha puesto en un lugar de víctima con el tema del bloqueo de hace 60 años, y entonces es como pegarle a la viejita que no puede cruzar la calle. Una cosa así. No sé.
Otro tema del libro fue el abordaje de la Iglesia Católica, los evangélicos y la religión en América Latina. ¿No hay nada para rescatar de la Iglesia Católica en esta construcción de América Latina? Te lo pregunto porque en algún lado José “Pepe” Mujica destaca al idioma español como lenguaje y a la Iglesia Católica como un factor que une a los latinoamericanos, allá en la base de su construcción.
No sabía eso. ¿Y qué es lo que dice?
Dice: “La lengua y la presencia de la Iglesia Católica en América Latina son las dos columnas vertebrales de la formación de nuestro modo de ser”. Como que algo común que une América Latina en el origen de sus naciones es la Iglesia Católica.
Eso de que nos una no es un bien en sí. También nos une que somos machistas y no vamos a ponernos a reivindicar el machismo. No nos damos cuenta del poder que tuvo la Iglesia Católica en América Latina. Sigue teniendo, pero hasta hace 100, 150 años era un poder que pocas veces se ha visto. Controlaba todo. Vos nacías y te anotabas en la Iglesia. Te enseña un señor de esa Iglesia. Te casabas y tenías que pedir permiso a esa Iglesia. La Iglesia era la que te sancionaba. Si no querías casarte, ya empezabas a estar medio en pecado y no sé qué más. Todos los domingos tenías que ir a renovar el compromiso. Si después tenías hijos tenías que llevarlos a la Iglesia. Ellos te decían qué podías comer, cómo te podías vestir y qué podías decir o no. Además, tenían satélites en todos los rincones del continente. Había iglesitas en todos lados. Curas en todos lados que hacían que su poder se ejerciera. Controlaba e informaba. Era un poder como pocas instituciones han tenido. Está claro que en buena parte somos producto de ese poder. Y no que sea un producto que dé para reivindicar mucho al productor. No lo había pensado antes. Pero llego a una especie de hipótesis sobre una de las influencias de la Iglesia Católica que es el tema de la corrupción. El hecho de que una de las cosas que nos unen —con el perdón del Pepe Mujica— también es la corrupción enquistada en nuestros países. Muy fuerte. Parece que está muy bien justificado por el catolicismo. Porque el catolicismo es una religión en la que se pueden violar las reglas. Se puede pecar si uno paga por haberlo hecho. Uno comete cualquier pecado, luego viene el cura y te dice “bueno, rece 14 padrenuestros, o si es más grave dese latigazos en la espalda, o si estás muy culposo, poné guita: ¡pagá!”. Antes era comprarse una bula, ahora es un donativo. Hay una idea central de que quebrar las reglas es posible si uno paga por eso. Esa es la definición misma de la corrupción. Quebrar las reglas, si pagás por eso. Siempre digo: un subsecretario de Vivienda de Tinogasta va a decir: “bueno, ¿por qué yo voy a ser más orgulloso que el Señor? Si el Señor lo acepta, ¿cómo no lo voy a aceptar yo?”. Es como una estructura de ese funcionamiento que hace que la corrupción sea razonable. Otras formas del cristianismo no aceptan ese tipo de negocio. Los evangélicos. Los protestantes no se pueden redimir pagando por sus pecados. Es una de las posibles formas de influencia. Pero en general la mayoría de las que se me ocurren son muy nocivas. Ahora tengo una discusión rara con mi mujer española. Tiene un chico de 13 años. Hace tiempo que vivimos juntos, lo he visto crecer. Ella fue a escuelas religiosas y extraña de su formación cierta sensibilidad social que le daban los curas y que ahora su chico que va a una escuela laica no recibe. Que les hablaban de que había pobres, que había que ayudarlos. A mí me sorprende, pero reconozco que, tal vez en algunos lugares, en algunas órdenes religiosas, siga siendo significativo el hecho de abrirte a un mundo que mucha gente trata de ignorar, si puede.
Para terminar con la religión, quería preguntarte por Bergoglio. ¿El Papa Francisco?
Antes de eso. Quería decir una cosa. Lo desarrollo en el libro. Ahora en el continente hay una gran guerra religiosa. Porque hasta hace casi nada, tres o cuatro décadas, la iglesia de Roma tenía el monopolio de la religión continental. Más del 90% del continente era creyente católico. Ahora no es así. Hay países donde la mitad son evangélicos. En fin.
Y donde se han metido en política.
Y con mucha fuerza. Y, en general, con una orientación muy de derecha. Es una guerra religiosa soterrada porque al fin y al cabo tienen un mismo Dios. Muchas cosas en común. Tampoco pueden salir como el Cid campeador a matar infieles porque los otros no son infieles. Tienen otra forma de gobierno, pero creen en las mismas ideas, supuestamente.
En el libro se destaca que, a pesar de nadar a contracorriente, al menos la Iglesia Católica es coherente al plantarse contra viento y marea y defender determinados principios.
Es algo que me impresiona. Finalmente, la Iglesia Católica y también los protestantes, pero principalmente los católicos, pierden fieles y audiencia defendiendo cosas que saben que son muy impopulares. Pero las defienden. En un momento en que la mayoría de las propuestas político-sociales están determinadas por las encuestas, por lo que esperan las mayorías, etcétera, hay algunos que pasan de eso, que se cagan en eso y dicen: “No, nosotros estamos en contra del divorcio”. Lo cual a esta altura de la vida es ridículo, pero siguen estando en contra. Les sigue pareciendo anormal. En ese sentido, me parece de algún modo admirable. También es cierto que son la única institución que sigue pensando lo mismo que hace mil quinientos años. No hay ninguna otra que haya mantenido un núcleo duro de pensamiento a lo largo de 1.500, 1.800 años. Son naturalmente la fuerza conservadora más intensa que hay.
La llegada a Roma de Bergoglio, primer papa latinoamericano, ¿no te despertó cierto grado de esperanza de cambios posibles?
Al contrario. Por eso quería hacer el rodeo, por esto de la guerra religiosa de la que hablábamos de que quizás el hecho de que Roma entiende que está perdiendo uno de sus lugares más fuertes, porque ya perdió mucho en los países ricos. En Europa, en los grandes países católicos ha bajado muchísimo la cantidad de fieles. En España está por haber más ateos que católicos. Están casi en la misma línea, están ahí. Si había un país católico era España o Italia, y están por perder, entonces se han refugiado mucho en países más pobres. En África y en América. Si están empezando a perder en América, es grave. Creo que puede tener que ver con eso el hecho que hayan nombrado a Bergoglio como su papa. No me dio ninguna expectativa. Primero lo venía siguiendo en Argentina. Es muy curioso lo que pasó. Había todo un sector de la izquierda en general y de la supuesta izquierda kirchnerista, que eran muy críticos con Bergoglio por muchas razones, empezando por su supuesta actuación durante la dictadura. Y lo borraron en dos semanas. De pronto Bergoglio pasó a ser el gran defensor de los pobres. Cuando se habían pasado los veinte años anteriores diciendo que era cómplice de los militares. Bla bla bla, que entregó a los curas tal y qué sé yo. Además, no me despertaba ninguna expectativa. Yo suelo llamarlo el papa peronista. Veo como una retroalimentación. Hace mucho había escrito que el peronismo era como el ave Félix (no Fénix). Hubo un gobernador que habló del ave Félix, en la época del peronismo. El peronismo es como el ave Félix que renace todo el tiempo de sus cenizas, porque todo el tiempo está volviendo. Siempre hay un peronismo en el poder o cerca del poder. Pero ese peronismo en el poder va produciendo uno en la oposición que dice que es el verdadero peronismo y que los que están en el poder han traicionado, y que entonces hay que reestablecer al verdadero. Y así fueron renaciendo de sus cenizas en los últimos setenta años. Siempre fue así. Lo curioso es que ahora no es. Es un dato muy fuerte de la descomposición del peronismo. No hay un peronismo en la oposición diciendo que son el verdadero.
Parece ser al revés.
No solo digo la oposición, como pueden ser los radicales o el macrismo. Siempre había un peronismo opositor que después llegaba al poder. Ahora no lo hay. Es algo distinto. Eso el peronismo lo aprendió de la Iglesia. La Iglesia cada tanto, no cada diez años, sino cada cinco siglos, hace una especie de reseteo en que vuelve a ser aquello que originalmente había sido y se pervirtió. Qué sé yo… cuando empezaron las órdenes con voto de pobreza en el siglo XXII o siglo XIII. No podía ser que los curas fueran ricos y la opulencia y bla bla. Bergoglio fue a ser eso. Quiero decir que las verdades esenciales de la Iglesia se están perdiendo en un momento en que la Iglesia estaba muy desprestigiada con las maniobras financieras y las maniobras sexuales de sus miembros. Entonces necesitaban un peronista que aplicara aquello que los peronistas habían aprendido de la propia Iglesia para tratar de salvar un poco al papa.
De hecho, se lo llama el papa peronista. Leyendo tu libro también recordé una entrevista a Bergoglio cuando apenas asumió el papado, que le hizo una revista jesuita, donde habla del gran fracaso de las ciudades latinoamericanas donde se acumulan seres humanos en lo que denomina las volquetas espirituales.
Volquetas espirituales…
Se refiere a esas personas que se caen del sistema en las ciudades, gente pobre que viene del campo a la ciudad, que no encuentran su lugar, menos sus hijos, y que terminan tiradas al costado de la sociedad, deambulando por las calles sin rumbo, comiendo de la basura. En tu libro se narra una competencia brutal en las afueras de Buenos Aires hacia la cima de una montaña de basura para agarrar algo para comer.
Sí, de hecho empecé por ese lado. Cuando se me ocurrió intentar repensar qué es ahora América Latina, empecé a mirar un poco y el disparador fue que la región estaba siendo vista con una serie de clichés ya muy viejos. Que ya no correspondían a la realidad del momento. Ahí empecé a buscar cuáles eran los cambios más significativos y me topé con este de que la población pasó de ser mayoritariamente rural hasta hace treinta o cuarenta años, a ser la más urbana del mundo. Que tiene la mayor proporción urbana del mundo. Acá hay un cambio absoluto, que implica además un movimiento muy fuerte. Un tercio de la población pasó del campo a la ciudad. Es un reacomodamiento radical. Entonces quise ir a las ciudades y ver. Son ciudades que plasman a un nivel obsceno las desigualdades de la región. Probablemente antes se veía un poco menos, eran igual de pobres, pero estaban perdidos en un ranchito en medio de la sierra y no se notaba tanto. Ahora están en círculos concéntricos alrededor de los viejos centros urbanos y generan un micromundo muy distinto, donde las contradicciones están muy a flor de piel todo el tiempo. Son una concreción muy fuerte de todo eso. Me interesó encontrar, casi al final, la ciudad de El Alto en Bolivia. Es la única que no se armó como las otras.
Es una ciudad en transformación permanente, casi sin planificación ni intervención del Estado. La llegada de Evo Morales al poder tuvo que ver.
Sí. También el azar geográfico. Como La Paz está tan encerrado en su valle, no se podían armar cinturones alrededor, como se armaron en todo el resto del continente. Entonces se metieron en ese páramo imposible, a cuatro mil metros de altura, con viento y frío. Pero eso les permitió armar una ciudad con características diferentes.
Estamos viendo en El Salvador el caso del combate a las maras y la inseguridad. Está planteando un cambio de paradigma. En Madrid me encontré en un bar con un salvadoreño a quien le pedí su opinión sobre lo que está haciendo el presidente Bukele. Dijo: en El Salvador a las nueve me tenía que encerrar en mi casa con mis hijos, no podían jugar en la calle. Ahora están abriendo almacenes, pizzerías, los niños juegan en la vereda hasta la noche. Estamos tranquilos. Le insistí: ¿Estás de acuerdo o no? No respondió que sí ni no, solo dijo “ahora mis hijos pueden jugar en la calle”. ¿Cuál es tu opinión sobre lo que está haciendo Bukele?
Me estaba acordando de un chiste soviético. Se llevan detenido al ciudadano Iván Abramovich Stein, lo llevan a la KGB. Lo empiezan torturar y a interrogar. Le preguntan: ¿qué piensa del conflicto de Oriente Medio?, ¿qué piensa de lo otro? Y el judío —obviamente— responde “yo pienso lo que dice el editorial del Pravda del 28 de abril pasado”. Y el capitán que lo estaba interrogando le dice: “por supuesto que yo también estoy de acuerdo. Pero ¿usted no tiene una opinión? Me refiero a su propia opinión”. E Iván le contesta: “Sí, tengo, pero no estoy de acuerdo”. Con esto me pasa parecido. Tengo una opinión, pero no estoy de acuerdo. Es raro. Efectivamente era una situación insostenible que nadie pudo solucionar y aparentemente este tipo detestable lo soluciona de la forma más detestable posible. El tema es: ¿qué hacemos con esto?
A una periodista hondureña en Buenos Aires le pregunté lo mismo, sobre qué pensaba de Bukele y su política de combate a las maras. Ella había realizado una investigación sobre las cárceles de su país. Fue a entrevistar al director de una de ellas y le dijo que solo manejaban la administración, el resto lo manejaba una de las maras (o la 18 o la Salvatrucha). Nosotros —le contó— preparamos la comida, la llevamos en un carrito hasta la puerta, tocamos la campana, vienen y se lo llevan. El tema es que cada tanto lo devuelven con un cadáver. Concluyó afirmando que ven con buenos ojos el modelo Bukele.
Es el mismo problema de siempre. Cómo se podría llegar a un resultado semejante con un procedimiento diferente. Ese ha sido siempre un problema de la izquierda, como la violencia o la ley. No se termina de encontrar una forma de trabajar con eso. Coincidimos que el modelo de hiperviolencia, o cuando el Estado abandona el dominio del territorio, es un desastre. He estado en El Salvador bastante, tengo unos amigos de una revista muy respetable que se llama El Faro. Que tuvieron que mudarse, exiliarse. Efectivamente era muy difícil vivir. Fue ahí que se me ocurrió escribir este libro, en El Salvador. Estaba recordando de una parejita de salvadoreños. A la chica la habían violado durante varios días. Unas maras la habían metido en una casita y la violaron sin ningún impedimento. Encima la familia le decía que por algo había pasado. Ahora, si este hijo de puta lo soluciona... Me quedo pensando. Porque la firmeza del Estado no tendría a priori por qué ser autoritaria. Se podría postular que puede haber un Estado que se enfrente con todas sus herramientas posibles, pero que mantenga un mecanismo democrático de control. Lo grave de Bukele es que parece convencernos de que para que un Estado use todas las herramientas que necesita para acabar con esa violencia descontrolada, para que el Estado pueda hacer eso, tiene que sacudirse cualquier control y hacer lo que se le canta el culo. Ese es el silogismo que habría desmontar.
Ayer este salvadoreño me contaba el tema de los tatuajes y los símbolos, los grafitis, algo muy importante para las maras. En el marco de esta política, el Estado está borrando todo, las marcas en el territorio, hasta en los cementerios. Está limpiando todo, eliminando hasta los símbolos.
Una vuelta me tocó andar con un exmarero, manejaba un taxi. Lo de los símbolos. Me acuerdo de que lo que realmente le dolía y lo avergonzaba era que había violado a una mujer. El tipo decía que los símbolos como los tatuajes eran para no tener la tentación de traicionar. Que es muy fuerte. Es como para cuidarse de uno mismo. No me había imaginado ese motivo, el para no caer en la tentación de vender a uno tuyo o de renegar, asegurarte de ser coherente.
En el libro hay capítulos sobre las grandes capitales del continente y al final aparece Miami. Miami como la síntesis de la ciudad en que los latinoamericanos pueden llegar, vivir, hacer millones e irse a morir al lugar donde nacieron. ¿Los latinoamericanos estamos condenados a ser Miami?
No. Miami es la decantación de esta región radicalmente desigual. En Miami eso se condensa a niveles extremos. Yo había empezado con este chiste de que Miami no es, como decía aquel presidente ecuatoriano, la capital de América Latina, sino el capital de América Latina. Es el lugar donde grandes cantidades de ricos confusos latinoamericanos mandan sus capitales porque piensan que están más seguros o porque directamente no los controlan en sus países. Por otro lado, también está toda esa masa de personas que llegan a Miami a buscarse la vida y ver cómo pueden ganar un mango más que en sus lugares de origen. Entonces termina siendo una especie de síntesis de todas las grandes desigualdades y de todos los grandes curros de lo que producimos en el continente. No creo que sea el futuro; en todo caso, ojalá sea el pasado de la región. En todo caso, muy rabiosamente, el presente. Lo peculiar es que ahí ocurre esto de que sí somos lo mismo. Un colombiano, un salvadoreño, un rioplatense para la mirada general somos latinos o hispanos o como se diga. Entonces se arma una unión casi espontánea porque la mirada del otro te reúne. Esta cosa de que sea Miami el lugar donde más claramente nos reconocemos como parte de lo mismo tiene como un pequeño reflejo en el reguetón. Me pasa, de verdad, que escucho reguetones que no sé si los canta un colombiano, un portorriqueño o un argentino o qué carajo es. Todos tienen ese mismo acento medio caribeño, resbaloso, que me pesa no reconocer. Conozco bien los acentos de cada lugar. Será que tan desgraciados somos que el reguetón será el que crea una primera aproximación a una lengua común. Es al menos curioso.
¿Cuál es tu expectativa con Ñamérica?
No pienso mucho qué pasa con lo que escribo. Pienso mucho cuando lo estoy escribiendo y después me da gusto cuando a alguien le interesa discutir con lo que hago. Trato de no laburar en función del efecto. En otro libro, El hambre, discuto con lo que se llama “la ética del resultado”. Cuando uno trabaja en función del resultado, lo que suele pasar es que no trabaja o que encuentra excusas para hacer mucho menos de lo que podría. Me parece que no hay que hacer las cosas por los resultados que van a producir, sino porque vale la pena hacerlas.
(*) Periodista y pintor. Esta entrevista se realizó en el marco de una gira europea del Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social, de donde Daniel Supervielle es el director de comunicación estratégica.