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Por The New York Times

Los beneficios de discutir en el matrimonio

Una relación es una historia compartida, aunque sea difícil ponerse de acuerdo en los detalles

09.01.2022 08:35

Lectura: 8'

2022-01-09T08:35:00-03:00
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Por The New York Times | Nicole Walker

A nadie le gusta pasar el rato con parejas que discuten, como nosotros. Mi esposo Erik y yo generalmente comenzamos nuestras conversaciones con buenas intenciones.

Un día el verano pasado le pregunté: “¿En qué año no hubo monzón en Flagstaff? Es decir, ¿además del año pasado y el año anterior?”.

“2015”, respondió.

“No es cierto”, le dije. “Bob y Karen acababan de empezar a salir. Creo que fue en 2012”.

“Fue 2015”, repitió.

“Podríamos buscarlo”.

“O podrías confiar en mí”.

Desde luego, podía tan solo confiar en él, pero, ¿qué pasaría con mi entendimiento de los monzones que atraviesan Arizona todos los veranos, o lo que sucedió con ellos en julio de 2012 o 2015? ¿Tengo que sacrificar mi propia narrativa climática para tener un matrimonio más silencioso y más amable?

Nuestro consejero dice: “Ustedes suelen discutir”. La palabra “discutir” viene del latín “discutere”, que significa “disipar” o “resolver”, pero otra de sus acepciones tiene el significado de “contender y alegar razones contra el parecer de alguien”.

Erik y yo nos apegamos más a esa segunda acepción. Cuando nuestros hijos practicaban taekwondo dos veces a la semana, él y yo consideramos tomar clases para adultos porque pasábamos mucho tiempo ahí. Al saber eso, mi suegro dijo: “Me encantaría verlos enfrentarse en el ring”.

Sabía que debía tomar eso como una crítica de nuestra relación, pero me pregunto qué pasa con las parejas que no discuten en absoluto, las que no hacen ruido ni se pelean con palabras. ¿Cómo combinan sus historias individuales para formar una compartida? ¿Es posible que algunas parejas siempre estén de acuerdo en todo?

Siempre he creído que estar en una relación a largo plazo, incluyendo las amistades, es crear una narrativa compartida. Para llegar a ese punto, se tienen que perfeccionar los detalles.

Mi amiga artista Rebecca Campbell y yo también discutimos por los detalles de nuestra narrativa compartida. ¿Qué año vimos a Jane’s Addiction? ¿Cuántas veces he ido a Los Ángeles para visitarla? Discutimos como una pareja casada.

Rebecca nos presentó a Erik y a mí en Salt Lake City en el Zephyr Club, el bar donde su esposo, Todd, tocaba en una banda llamada Fistfull. Ese club es donde Erik y yo comenzamos nuestra historia.

En una mesa para ocho, me senté a su lado, un chico delgado cinco años más joven que ahora, mientras él y yo comparábamos los conciertos a los que habíamos ido: Black Flag en Saltair en el Great Salt Lake. Fugazi en el Speedway. También compartimos nuestros traumas: nuestros padres habían muerto en el último par de años debido al alcoholismo.

Puesto que ambos crecimos sin ser mormones en Utah, habíamos adoptado la subcultura radical que generalmente se forja entre los fuereños. Así que nuestra historia comenzó como punks jóvenes enamorados.

Sin embargo, los punks jóvenes envejecen. Las personas mayores a menudo compran casas y perros y gatos y tienen hijos. Cuando nuestra hija, Zoe, nació de manera prematura, Erik llevaba leche materna de nuestra casa a la unidad de cuidados intensivos neonatales en su patineta, lo cual significaba que aún era un poco “punk” pero ahora también tenía una propiedad y tenía que lidiar con un estrés enorme.

Es difícil ser verdaderamente punk cuando pasas los días en un hospital esperando que los pulmones de tu hija tengan el tamaño suficiente para poder ir a casa. Quizá eso le dio a Zoe un poco de punk rock.

Incluso con nuestra madurez y paternidad reciente, seguimos siendo fieles a nuestras historias individuales. Discutíamos sobre a quién le tocaba limpiar el tiraleche, y no nos poníamos de acuerdo sobre quién se había levantado más recientemente para asegurarse de que Zoe aún estuviera respirando en su cuna del otro lado de la pared.

Nuestro segundo hijo, Max, no había sido condicionado para despertarse cada tres horas a fin de que lo cambiáramos y alimentáramos, y después dormirse de nuevo, como lo había hecho Zoe en la unidad de cuidados intensivos neonatales. Se despertaba a horas inesperadas con intervalos impredecibles.

Discutíamos sobre de quién era el turno de traerlo a nuestra cama. Nuestra historia cambiaba con cada hijo y mascota nuevos. Nos gustan los perros. Nos gustan los gatos. Somos padres de un solo hijo, y ahora de dos. Y con cada cambio, debíamos renegociar quiénes éramos.

“Si tenemos dos perros, podrán acompañarse”, dijo Erik.

“Si tenemos dos gatos, yo tendré que limpiar el arenero dos veces”, dije yo.

“Si no ves el arenero, ¿si quiera te das cuenta de que tenemos un gato?”, propuso.

“Es el arenero de Schrödinger”, bromeé.

Discutíamos porque no estábamos de acuerdo, pero creo que en algunos casos también discutíamos porque estar de acuerdo en ciertas cosas — que tuvimos sequías en 2012 y 2015— era demasiado aterrador

Antes de los niños, cuando estábamos en el posgrado, conducíamos de Utah a Yosemite por el lago Tahoe. Le pregunté a Erik cómo quería que fuera nuestra vida.

“Así”, dijo, señalando las montañas, los árboles, el lago azul como sus ojos.

Casi una década después, nos acercamos a esa vida cuando nos mudamos a Flagstaff, Arizona, y yo obtuve un empleo como profesora en la Universidad del Norte de Arizona. Aquí tenemos árboles y montañas. Tenemos un lago pero no es gigante ni muy azul; es la reserva que proporciona agua a la ciudad.

El verano pasado se cerró para que los helicópteros pudieran meter sus cubetas y sacar agua para apagar un incendio al oeste de la ciudad. El condado también cerró los bosques para hacer senderismo, ciclismo y acampar, las actividades principales que realizamos para divertirnos cuando no estamos barriendo las agujas de pino que los árboles tiran en otoño y primavera o echando agua al manzano que compramos cuando nuestra narrativa compartida incluía aprender a tener un huerto y hacer sidra en el lugar donde planeábamos quedarnos para siempre.

Nada cambia la historia como la muerte del sueño compartido.

Todos los veranos en Flagstaff, como en Tahoe, los incendios son una amenaza. Todos los años las flamas se acercan más a la ciudad. La caída de la nieve ahora se mide en pulgadas y no en pies. Los monzones no llegaron un verano, pero volvieron después. Erik y yo discutimos sobre cuánta lluvia es demasiado poca. ¿Cuánta nieve es demasiado poca? Pero sabemos que en algún momento esta ciudad estará demasiado quemada o reseca para que podamos seguir viviendo aquí.

¿Qué haces cuando tu historia es la de una sequía? Quizá es una existencia tipo Mad-Max, punk-rock que vivamos en esta ciudad montañosa y desértica, pero perdimos nuestra credibilidad urbana como punks en cuanto empezamos a decir “tiraleche” a diario. Ahora, las únicas bombas de las que hablamos son las que sacan agua de los pozos que deben perforarse a más profundidad cada año.

Mi amiga Rebecca nos dice: “Múdense a Oregon conmigo”.

Me iría en un segundo. Viví ahí alguna vez. Rebecca, Todd y yo podríamos hablar de nuestras viejas historias de vida en Portland: Todd tocando el sax, Rebecca pintando en un pequeño clóset, yo pasando el rato en la librería Powell, vagando por los pasillos de literatura con una actitud de anhelo. Pero Erik no tiene una historia ahí. ¿Podría escribir una nueva?

Aunque pudiéramos escribir una nueva historia en Oregon, seguimos casados con nuestra historia en Arizona. Nos estamos adaptando al incómodo hecho de que no vamos a salir de aquí, pero tampoco podemos quedarnos. Un tipo de amor al estilo gato de Schrödinger que dice que debemos vivir en dos historias al mismo tiempo: una que dice que el cambio climático ya está aquí y otra que dice que estamos aquí, nuestra familia está aquí, nuestro amor está aquí.

Como lo dijo Erik, 2015 fue el año seco. Como yo dije, 2012 fue el año seco. Ambos tenemos razón. Los años siguen siendo más secos. Tal vez ya no tengamos que discutir sobre las sequías y los monzones porque, con el cambio climático, los detalles importarán hasta que dejen de hacerlo. Con el cambio climático llega la constatación de que toda la humanidad comparte una misma historia.

¿Será ese relato común tan amplio como un matrimonio en el que puedan caber, como una sola, nuestras historias individuales, en este caso, las de todo un planeta? Una historia no será más importante que otra, y necesitaremos escucharlas todas. Y tendremos que hacer mucho ruido.