Hace 30 años se estrenaba ¡Viven!, la adaptación que hizo Hollywood del libro de Piers Paul Read basado en la tragedia de los Andes. Su estreno en Uruguay fue todo un acontecimiento, en el cine Plaza, y con unos 160.000 espectadores fue la película más vista aquel año de 1993. Fue una película digna, a cargo de un equipo profesional (director Frank Marshall, guionista John Patrick Shanley, productora Kathleen Kennedy) y con un elenco competente, encabezado por Ethan Hawke en el rol de Fernando Parrado (quien había sido asesor de la producción) y John Malkovich como superviviente y narrador.

Pero había algo que desentonaba, y no era solo el idioma inglés o el mate en el avión que parecía no tener yerba dentro. Había un tratamiento que, si bien fue respetuoso de la historia y de sus protagonistas, rescataba por sobre todo el heroísmo y la religiosidad del asunto, algo entendible teniendo en cuenta que los rugbistas eran del equipo del Old Christians y exalumnos del colegio católico Stella Maris. La historia estaba ahí, sí, pero la distancia era enorme. Sobre todo, desde Uruguay.

Contra lo que algunos piensan, la película del director español J. A. Bayona no es una “remake” de ¡Viven!, sino una adaptación de otro libro, en este caso uruguayo. Mientras preparaba el rodaje de Lo imposible (2012), el cineasta se encontró con el libro La sociedad de la nieve, que el escritor uruguayo Pablo Vierci había escrito a partir de los testimonios de los sobrevivientes de los Andes, recogidos en el documental del cineasta Gonzalo Arijón (2007). El material le fue valioso como insumo para narrar la historia real de una familia española que sobrevivió al tsunami que arrasó la costa de Tailandia en diciembre de 2004. Fue del libro de Vierci, de hecho, que tomó el título de la película. Poco después decidió que filmaría esa otra historia imposible: la del equipo de rugby uruguayo que sobrevivió a un avión que cayó en las montañas.

Entre las varias buenas decisiones que tomó Bayona están la de contar esta historia en español, con actores locales (uruguayos y argentinos), un rodaje en escenarios reales (dentro de lo posible, claro está) y la participación de uruguayos en la producción y equipo técnico (el director de fotografía es Pedro Luque). Bayona pretendía la mayor autenticidad posible. Pero, sobre todo, buscó asegurarse el consentimiento y la colaboración no sólo de los sobrevivientes sino de las familias de quienes no volvieron; esa mayoría silenciosa que no suele estar en la primera línea de atención cuando se cuenta esta historia que sigue impactando al mundo. Porque ese es esencialmente el punto de vista novedoso de esta película: las víctimas.

Quien narra la historia, y es de hecho el protagonista, es Numa Turcatti, un estudiante de derecho de 24 años que se subió al avión invitado por su amigo Pancho Delgado. Numa no conocía a casi nadie en el viaje, y es de hecho esa distancia inicial un gran hallazgo que le permite Bayona profundizar en uno de los aspectos más fuertes de esta historia: el vínculo generado entre los supervivientes allá arriba en la montaña, a 3.500 metros de altura, en uno de los puntos más inhóspitos del planeta. Sintiéndose abandonados por el mundo, sin abrigo, sin comida, sin medicinas, lo único que tenían era a ellos mismos, uno al otro. En el caso de Numa, se trató de una amistad que se forjó a partir de las condiciones más extremas, inimaginables, haciendo lo imposible para vivir un día más, para dar calor y esperanza al de al lado, a alguien que era un desconocido hasta unas pocas semanas antes. Si eso no es todo un homenaje al espíritu humano, no sé qué es.

El actor uruguayo Enzo Vogrincic entrega todo su cuerpo y su sensibilidad para encarnar a Numa, un personaje igualmente entrañable y misterioso. Lo de su cuerpo es literal, porque adelgazó más de 20 kilos durante el rodaje. Lo de la sensibilidad no debería ser una sorpresa para quien haya visto 9 (2021), la película de Martín Barrenechea y Nicolás Branca en la que encarnaba a un jugador de fútbol en crisis con su profesión. Sin embargo, su trabajo en La sociedad de la nieve implica una dimensión mucho mayor, teniendo en cuenta a quien interpreta y las condiciones de un rodaje duro y extenso. A su alrededor, rinde muy bien un elenco mayoritariamente argentino, en el que destacan Matías Recalt (Roberto Canessa), Agustín Pardella (Nando Parrado) y Esteban Bigliardi (Javier Methol).

La película es un logro técnico mayor en todos sus aspectos, empezando por los más visibles, como la notable fotografía de Pedro Luque, la música de Michael Giacchino o los efectos visuales, que no sólo recrean casi a la perfección el accidente sino también los paisajes de la cordillera nevada en aquellas escenas filmadas en estudio. Pero hay también un minucioso trabajo de dirección de arte y vestuario, que aporta detalles mínimos a la caracterización y el progresivo deterioro de los personajes y su entorno (ese resto de fuselaje que fue su casa durante 72 días).

Pero La sociedad de la nieve no es sólo un espectáculo visual impactante, que vale la pena verse y oírse en una sala de cine; es ante todo una experiencia emocional intensa que, más allá de la majestuosidad del paisaje, dedica el tiempo necesario a la intimidad de los personajes, respira con ellos, sufre con ellos y, de este modo, compromete en la odisea a quienes miramos cómodamente desde la butaca. Y aunque hay tiempo para el heroísmo, que lo hubo, no es esa la sensación con la que dejamos la sala de cine, sino más bien la de habernos apenas asomado a una experiencia humana y de hermandad intransferible, que probablemente nunca lleguemos a entender del todo. Quizás sus propios protagonistas tampoco.

Por Enrique Buchichio para Cartelera.com.uy