Por The New York Times | Shubnum Khan
MI MADRE ME DIJO QUE, SI NO ME CASABA PARA CUANDO TUVIERA 25, ME QUEDARÍA “PARA VESTIR SANTOS”. AÚN SOLTERA A LOS 36, ESTOY APRENDIENDO A APRECIAR MI PERSPECTIVA.
En la parte superior de mi armario hay una caja polvorienta llena de ropa interior de encaje de colores con las etiquetas rojas del precio aún adheridas. Se encuentra entre una colección de ollas de alta calidad y una pila de productos Tupperware.
Mi madre empezó a coleccionar esos artículos cuando yo tenía 18 años para preparar mi matrimonio. Una vez al año, en las rebajas de Woolworths en Durban, Sudáfrica, donde vivimos, se adentraba en el caos de la sección de ropa interior y rebuscaba entre montones de volantes para encontrar conjuntos a juego que fueran a parar a la caja del estante superior.
Todas las personas de mi comunidad musulmana india hacían lo mismo; una tía coleccionaba macetas de calidad en el ático para sus hijas desde que eran niñas, otra almacenaba botellas viejas para los jarrones de las mesas de la boda. Una tercera guardaba electrodomésticos en su garaje. Nuestras casas estaban repletas de promesas de matrimonio.
Emocionada, empecé a añadir cosas a la estantería: un juego de tazas de té con motivos chinos, un perfume caro para mi futuro esposo, un gorro cálido para su cabeza en invierno.
Llevaba esperando enamorarme desde que tenía 12 años y vi a los actores indios Shah Rukh Khan y Madhuri Dixit en “Dil To Pagal Hai”, cuando él susurraba para que ella se acercara más y más. Volví a casa, con el corazón agitado, y escribí con manos temblorosas en mi diario: “Espero enamorarme así”.
El amor, sin embargo, no me resultó fácil. Una a una, mis tres hermanas mayores encontraron marido, tomaron sus cajas y se fueron. Conocí a muchos pretendientes a través de la familia, pero a menudo me sentía reacia, incluso rebelde, ante todo el proceso.
Algunos hombres eran groseros y decían cosas como: “Menos mal que soy alto, si no nuestros hijos serían bajitos”. Otros eran interesantes e incluso amables. Pero yo no sentía pasión, y solo tendría amor apasionado o nada.
Mis padres estaban cada vez más preocupados. “Tienes que tomarte esto en serio”, dijo mi madre. “Ningún hombre se casará contigo después de los 25 años. Acabarás vistiendo santos”.
Los familiares me instaron a no ser exigente, a tomar lo que fuera posible mientras pudiera. Me daban versos sagrados para recitar y pedían a hombres santos que comprobaran si alguien me había echado el mal de ojo. En reuniones familiares, la gente decía que rezaba por mí. (“Pues no están rezando lo suficiente”, pensaba yo). La presión llegó a ser tan fuerte que empecé a considerar a un hombre que no me gustaba pero que pensaba que podría ser un buen esposo.
Mi padre decía: “Si pones a dos personas juntas el tiempo suficiente, acabarán enamorándose”.
Me preguntaba si eso era cierto hasta que, durante unas vacaciones familiares en una reserva de caza, oí a nuestro guía hablarnos sobre un guepardo macho y una hembra que se negaban a relacionarse a pesar de haber estado en el mismo recinto durante años.
Y entonces, a los 24 años, sucedió: conocí a un hombre en la escuela de posgrado que era sofisticado, seguro de sí mismo y hablaba con valentía sobre la justicia social, y me sentí atraída por todo lo que tenía que ver con él. Fue la sensación que había anticipado durante tanto tiempo, el relámpago.
Le escribí cartas, le horneé postres e imaginé un futuro en el que podría retirar la caja azul, sacar el juego de té y colocar un gorro cálido en su cabeza. Pero con el paso de los años, él seguía sin comprometerse. El hombre al que intenté entregar mi corazón no parecía quererlo, hasta que, finalmente, se casó con otra persona.
Y de repente me encontré con 30 años y sola.
Esta realidad me aturdió tanto que durante mucho tiempo no pude salir de casa. Me sentía avergonzada por haber mantenido tantas esperanzas. Después de eso, intenté hacer que mis sueños no fueran tan grandes; solo conservaba lo que podía caber en mis manos.
Mis padres se sintieron muy decepcionados, pero no intentaron obligarme a casarme. No sabían qué hacer conmigo; yo apenas sabía qué hacer conmigo. La caja de mi armario permaneció intacta. Hacía tiempo que mi madre había dejado de comprar cosas para llenarla. Y el amor, la idea, ese gran destello, se apagó.
Mis padres se resignaron a una vida conmigo en casa. En mi cultura es normal, aunque raro, que una mujer soltera se quede a vivir con sus padres. No sería típico que alguien como yo tuviera un departamento o una casa propia, a pesar del éxito profesional que he tenido como escritora, así como la independencia y espíritu de aventura que he adquirido tras viajar a otros países a conferencias y residencias.
Ahora tengo 36 años y esta no es la vida que esperaba. Pensaba que estaría casada y empujando a mis hijos en los columpios del parque. Pensé que sabría lo que se siente tomar de la mano a mi amado mientras caminamos por la calle, o despertar junto a alguien más todos los días.
En lugar de eso, me sobresalto si alguien me abraza de repente o me toca casualmente; mantengo mi distancia para no chocar por accidente con extraños. Ansío que me toquen, pero ya no sé qué hacer cuando pasa.
A veces me invade un deseo tan intenso de sentir amor y contacto que suelto la pluma y dejo mi escritorio para correr hacia mi madre o mi padre, quien esté más cerca, y me meto entre sus brazos con tanta fuerza como pueda y así me quedo hasta que se calma mi necesidad.
Después de tanto tiempo juntos —especialmente durante la pandemia, pues los tres hemos sido nuestra única compañía— mis padres y yo hemos llegado a entendernos en un nivel totalmente nuevo. Hemos cambiado mucho; yo ya no soy la niña impulsiva que hacía todas las preguntas, y ellos ya no son los padres estrictos que tenían todas las respuestas.
Antes, mi madre me ponía un paño húmedo en la frente cuando tenía fiebre o me frotaba la espalda cuando estaba enferma, pero ahora, poco a poco, me estoy convirtiendo en la cuidadora. Reviso su presión arterial y el nivel de azúcar en su sangre, y relleno los frascos de pastillas. Cuando a mi padre le duele la espalda, leo sobre cálculos renales. Cuando mi madre se cae, compruebo que no tenga una conmoción cerebral.
Cuando era niña y me dolían las rodillas, mi madre me las frotaba y me decía que era porque estaba creciendo. Ahora, cuando a mi madre le duelen las rodillas, se las froto y le digo lo mismo. Antes, yo decía: “Mi padre puede arreglar cualquier cosa”. Ahora, cuando encuentro sus llaves o sus lentes extraviados, él dice: “Mi hija puede encontrar cualquier cosa”.
A veces me meten en sus discusiones, aunque intento no tomar partido. Cuando mi padre quiso cortar el árbol de Moringa de mi madre porque las hojas se acumulaban en la piscina, y ella quería conservarlo, les dije que llegaran a un acuerdo, así que cortaron solo la mitad que estaba sobre el agua. A veces soy su asesora de WhatsApp, verificadora de noticias falsas y explicadora de memes.
Pero, sobre todo, soy observadora y aprendo cómo es envejecer con alguien a quien amas desde hace casi 50 años. Mis padres se han vuelto más suaves; no pierden la paciencia ni gritan como antes. Cuando hacen el crucigrama juntos, discuten cuando no encuentran la goma de borrar y luego se pasan los siguientes diez minutos riéndose porque uno de los dos estaba sentado sobre ella.
Mi padre le canta viejas canciones indias a mi madre, la ayuda a colgar la ropa en el tendedero y le lima los talones. Mi madre le cocina sus comidas favoritas, le corta el cabello y las uñas de los pies. Aunque su relación es rutinaria, no deja de sorprenderme. A los 72 años, mi padre intenta enseñarle a mi madre a nadar. La sostiene por la barriga y le dice que dé patadas para mantenerse a flote, y ella le grita que deje de apresurarla.
Yo me he convertido en parte de su historia, su matrimonio, su amor. Tenemos nuestro propio lenguaje, miradas tácitas que solo nosotros entendemos. Mi madre mueve ligeramente la cabeza si no quiere que reprenda a mi padre por haber olvidado algo, y mi padre y yo tenemos caras de advertencia que nos hacemos si mi madre está de mal humor. Ambos escuchan absortos cuando les hablo durante la cena del libro que estoy leyendo.
No es el amor que esperaba, pero estoy aprendiendo que la vida es más grande que mis expectativas.
Hace poco, mi madre horneó galletas y nos quedamos sin recipientes para guardarlas.
“Puedo bajar mi Tupperware del armario”, le dije.
“No”, dijo ella. “Encontraremos otra cosa”.
No insistí. Porque usar mi Tupperware, sacar mi caja, significaría renunciar al amor, a un futuro con alguien nuevo, a una vida aún más grande que esta. Y aún no estamos preparados para eso. .
Acerca de los comentarios
Hemos reformulado nuestra manera de mostrar comentarios, agregando tecnología de forma de que cada lector pueda decidir qué comentarios se le mostrarán en base a la valoración que tengan estos por parte de la comunidad. AMPLIAREsto es para poder mejorar el intercambio entre los usuarios y que sea un lugar que respete las normas de convivencia.
A su vez, habilitamos la casilla [email protected], para que los lectores puedan reportar comentarios que consideren fuera de lugar y que rompan las normas de convivencia.
Si querés leerlo hacé clic aquí[+]