Por The New York Times | Khalid Abdulqaadir
FUE UN ALIVIO ATERRADOR TENER QUE CONTAR LA VERDAD DE TODO.
“¿Alguna vez le has ocultado un secreto a tu mujer?”, preguntó el examinador del polígrafo.
Durante casi dos décadas me había estado preparando para ser el candidato perfecto a una de las principales agencias de inteligencia del gobierno de Estados Unidos. Estas instituciones exigen lealtad absoluta, lo cual implica que debes guardarles secretos, pero no ocultarles nada.
“Sí, lo he hecho”, respondí.
Estaba sentado en posición vertical, aferrado nervioso a los brazos de plástico de la silla. Me habían colocado un cable negro de espiral en el pecho y otro artefacto en la punta de los dedos. Mi corazón latía tan fuerte que casi ahogaba todo el sonido. Sentí que una gota de sudor rodaba desde mi axila hasta mi costado, por debajo de la camisa.
Así se sentía decir la verdad.
Aunque cada fibra de mi ser se esforzaba por mantener mis secretos, sabía que debía ser sincero y responder su pregunta.
A trompicones, le expliqué que no le había contado a mi mujer el complicado pasado de mi familia, que los contactos de mi padre lo habían llevado a ser acusado de delitos relacionados con terrorismo tras los atentados del 11 de Septiembre y que yo, como hijo suyo, había sido incluido en una lista de sospechosos de terrorismo cuando cumplí 18 años.
Aunque al final mi padre fue declarado inocente de estos cargos en un tribunal federal (a pesar de ser condenado por un cargo relacionado con armas), el estigma permaneció. De hecho, una de las principales razones por las que me alisté en el ejército y aspiré a trabajar en la comunidad de inteligencia fue para intentar limpiarnos de todo eso creando un largo historial de lealtad al servir a mi país, un historial que sí creé y del que estoy orgulloso.
Me habían interrogado oficiales de inteligencia cuando estaba en la Marina, pero eso no era nada comparado con esto. En aquel entonces, sudé y lloré, pero era inocente, y lo sabía. Esto era diferente. Era culpable de haberle ocultado cosas a mi mujer, y no solo sobre mí, sino sobre el pasado de mi familia.
Ella y yo llevábamos mucho tiempo distanciados en nuestro matrimonio, un distanciamiento que provenía de la falta de comunicación. Nos conocimos en Japón, cuando yo estaba apostado ahí. Al principio, tenía buenas razones para mantenerme callado y cauteloso sobre mi vida personal; no es precisamente atractivo contarle a una nueva cita que fuiste incluido en una lista de sospechosos de terrorismo o que acusaron a tu padre de tener vínculos terroristas. Una vez que te acostumbras a ocultar tu pasado, tiendes a seguir escondiéndote de todas las maneras posibles.
Yo había investigado antes del polígrafo y me enteré de que la razón por la que quieren saber cómo manejamos los secretos que podemos estar ocultando a nuestros seres queridos es entender cómo nos comportaríamos con los secretos de la agencia. ¿Podríamos proteger la seguridad nacional de Estados Unidos? ¿Seríamos susceptibles de chantaje o coacción?
“¿Por qué le has ocultado esto a tu mujer?”, preguntó el examinador.
“Tenía miedo de que ella no me amara de la misma manera”.
Eso también era la verdad. Siempre me ha aterrorizado la manera en que la gente podría reaccionar a mi verdadero yo, por lo que durante la mayor parte de mi vida he tratado de ofrecer una versión de mí que creía que los demás querían ver. De niño en Oklahoma, pensaba: “Soy negro, feo, bajito y tengo un nombre islámico. ¿Cómo podría alguien encontrarme atractivo?”. Tener esa actitud podía convertirse en una profecía autocumplida. Resultó que fue mi lucha por liberarme de la vergüenza impuesta a mi familia lo que finalmente me liberó de mi complejo de inferioridad.
“¿Has formado parte de una organización destinada a derrocar al gobierno de Estados Unidos?”, preguntó el examinador.
“No”, respondí.
“¿Qué es lo que no me estás diciendo?”, preguntó.
Podría haber empezado con mis excusas. Cómo la pérdida de mi madre a los 3 años me hizo buscar el afecto edificante de las mujeres, y cómo eso se convirtió en un tipo particular de debilidad. Pero no. ¿Qué sentido tendría eso? Solo tenía que decirlo: “Tuve una aventura extramarital”.
Eso era algo que no le había dicho a nadie. Y en circunstancias normales, creía que esa confesión sería un factor decisivo para un matrimonio o este trabajo. Indica la falta de confianza y de carácter de alguien que probablemente no es apto para un trabajo o una unión.
Sin embargo, en lo que respecta al trabajo, la confesión podía jugar a mi favor, pues presumiblemente sería menos vulnerable a la coacción o al chantaje. Sin embargo, qué significaría mi confesión para mi matrimonio, era mucho menos claro.
Tengo que decir que, si no hubiera sido por ese proceso de acreditación de seguridad de alta confidencialidad, probablemente nunca le habría dicho a mi mujer —ni a nadie más— que la había engañado. Y al asumir toda la responsabilidad de mis actos, no esperaba absolverme de la vergüenza o las críticas. Soy un hombre que se comportó mal, pero que ahora se hace cargo de sus traiciones y fracasos; así de sencillo. De esa manera comenzó el verdadero proceso de acreditación, que consistía en buscar entrada a la oficina del matrimonio.
“Pasó la prueba”, dijo el examinador a otro agente con el pulgar arriba.
Me sorprendió haber pasado la prueba del polígrafo, pero más tarde me di cuenta de que, por supuesto, aprobé porque dije la verdad.
Curiosamente, eso no implicó que, para empezar, me concedieran una autorización total de seguridad, aunque terminé por obtenerla completamente. ¿Por qué? Tal vez mi historia familiar tuvo algo que ver, pero a mí no me importó. A la gente se le niega la autorización de seguridad por todo tipo de razones. Para mí, la mayor victoria —y lección— fue que no me negaron la autorización por mi prueba del polígrafo. Había dicho la verdad y no me había perjudicado.
Al creer que le debía a mi esposa esa misma honestidad, adopté el mismo enfoque con ella. Una noche, después de cenar, le entregué el expediente de mi proceso de autorización de seguridad; un montón de papeles que detallaban todos los aspectos de mi vida, incluyendo todo lo que había comentado durante el examen del polígrafo.
Ella leyó cada una de las páginas.
Cuando se acercó al final, yo ya llevaba unos cuantos vasos de una botella de whisky. Le acerqué la botella desde el otro lado de la mesa por si quería tomarse un vaso para relajarse.
En cambio, las lágrimas brotaron de sus ojos. “Necesito tiempo para pensar en esto”, dijo. Se levantó de la silla, secándose los ojos, justo cuando yo me deslizaba de la silla hasta las rodillas.
No me hizo caso. Se limitó a entrar a la habitación y cerrar la puerta.
La pregunta que la mayoría se hace es esta: “¿Por qué tuviste una aventura?”.
En ese momento, mi esposa y yo estábamos separados, pero no habíamos acordado ver a otras personas. El objetivo de la separación era darnos la distancia necesaria para considerar nuestra relación, no la libertad de acostarnos con alguien más. Sin embargo, pronto me involucré sentimentalmente con otra mujer. Cuando mi esposa y yo empezamos a arreglar las cosas, terminé con la otra mujer.
Después de que mi mujer leyó mi expediente, los días parecían surrealistas y pasaban lentamente. Durante un tiempo no nos dijimos nada, pero al final empezamos a hablar de nuevo de cosas pequeñas. Ella me preguntó: ¿Debería comprar pepinos para la ensalada? ¿Prefieres crocantes de pizza de calabacín al horno? Voté por los crocantes de calabacín.
Tentativamente, empezamos a encontrar el camino de vuelta entre nosotros.
Entonces, semanas más tarde, mi mujer me entregó un archivo propio, varias páginas que había escrito a máquina sobre su vida.
Mi mujer es de Okinawa, donde gran parte de la isla está ocupada por bases militares estadounidenses. Coqueteó con militares estadounidenses y tuvo su primera experiencia sexual con un infante de marina. También me contó que el mismo año que nos casamos tuvo una relación íntima con otro militar mientras yo estaba fuera. Aunque todavía no nos habíamos casado, ella escribió en las páginas que creía que era una venganza kármica por haber hecho lo que había hecho y no habérmelo contado.
A partir de ahí, fluyó más honestidad de cada uno de nosotros y, como resultado, nos acercamos más y más, aceptando más los fallos pasados del otro, no menos. Al contrario de lo que yo esperaba, nuestra revelación mutua de la verdad, que había sido estimulada por una prueba de polígrafo completamente ajena, no estaba acabando con nuestro matrimonio, sino que lo estaba salvando.
Por supuesto, no sabía nada de eso cuando me entregó su expediente. Sintiéndome desconcertado, simplemente pregunté: “¿Qué es esto?”
“Mis secretos”, respondió.
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