Por The New York Times | Isabelia Herrera
Primero, la jerga médica del especialista inundó mi cerebro como un teletipo: un accidente cerebrovascular por embolia de la arteria cerebral media izquierda. Cinco miligramos de Eliquis y 50 miligramos de losartán y 50 más de metoprolol, además de otras cuatro pastillas por la mañana, al mediodía y a medianoche. Mi hermano y yo recopilamos las contraseñas de plataformas de seguros médicos, portales de pacientes y cuentas bancarias en una entrada compartida de la aplicación Notes. Completamos el papeleo para los pagos por incapacidad a largo plazo. Consultamos con abogados, preguntándonos cómo lidiar con el empleador de mi madre, que la había amenazado con despedirla si no volvía al trabajo. Un mes después de la embolia, la víspera de mi cumpleaños número 29, tuvimos un accidente que dejó el carro de mi madre destrozado. Con la esperanza de que pudiera volver a conducir, le di unos cuantos miles de dólares de mis ahorros para comprar uno nuevo.
El derrame no fue la única crisis. Estaba el temor a las próximas elecciones presidenciales; el rollo perpetuo de la pandemia; la expectativa de completar mi maestría mientras cuidaba a mi madre; y la realidad de que, como familia inmigrante, todo nuestro sistema de apoyo estaba en casa, en República Dominicana. En gran parte, mi hermano y yo estábamos solos.
Así que busqué en Google. Hice listas de reproducción.
A una le puse “si necesitas respirar”, todo en minúsculas. La poblé con los tonos de sintetizador de enfoque suave y los bucles oblicuos de la música ambiental. Recorrí Spotify y me topé con docenas de listas de reproducción diseñadas para regular el estado de ánimo y el autocuidado: “Peaceful Indie Ambient”, “Lo-Fi Cool Down”, “Ambient Chill”. En Headspace, la aplicación de meditación que cuesta 69,99 dólares al año, encontré paisajes sonoros seleccionados por el productor genio Madlib y el compositor John Legend para crear atmósferas relajantes y facilitar jornadas de trabajo productivas.
Me quedó claro que no era la única. En los últimos años, la música ambiental se ha convertido en un bálsamo escapista para un planeta que se enfrenta a la muerte masiva, la inestabilidad política, la ansiedad climática, la incesante cultura del exceso de trabajo y la disociación que estas condiciones provocan. El mundo de la tecnología no ha tardado en sacar provecho: en 2017, la crítica Liz Pelly escribió sobre la proliferación de las listas de reproducción chill de Spotify, refiriéndose a ella como “una ambición de convertir toda la música en papel tapiz emocional”. Esto es el Muzak del capitalismo tardío, una suave anestesia de cerebro para apaciguar la mente.
Pero en los meses que siguieron al derrame cerebral de mi madre, después de que me rematrié a su apartamento de una sola habitación en Chicago, la música ambiental no era un simple acto mercantilista de autocuidado. Escucharla me exigía renunciar al control. Me pedía que prescindiera del tiempo progresivo. Me obligaba a reducir la velocidad y a enfrentarme al colapso.
[Laraaji ha estado lanzando música desde fines de los años 70. Las imágenes superiores están inspiradas por “Being here (Flow goes the Universe)]
Al principio de mi lista “si necesitas respirar” está “Iniziare”, de Alessandro Cortini. El músico italiano que empezó como guitarrista, teclista y bajista de Nine Inch Nails, también es conocido por su música de sintetizador fantasmal e intención narrativa. En “Iniziare”, Cortini detiene el tiempo. Un solo tono de sintetizador, al principio ligado a la tierra, flota a 10.000 metros de altura en altitud crucero, convirtiéndose en una espiral de fragmentos astrales. Las ondulaciones de la retroalimentación electrónica se convierten en picos y valles de ecos estirados, que se descomponen en abismos huecos. El tiempo se vuelve flexible, dócil, desobediente. Al escucharlo, me veo obligada a cerrar los ojos, a sentir la forma en que el sonido viaja por el cuerpo, cambiando de forma en una deriva no lineal. Me desprendo de cualquier versión determinista del futuro. En este lugar entre la claridad y la oscuridad, el placer y el dolor existen en igual medida. Experimento toda la fragmentación de la vida, los recuerdos del trauma y la incertidumbre a los que me he despertado durante los últimos cuatro meses. Aquí, me niego a que el dolor se convierta en una autodefinición: vivo sin las restricciones de la velocidad de la emergencia.
La música ambiental siempre ha contenido una especie de conocimiento subterráneo. El músico y crítico británico David Toop, autor de Ocean of Sound, el texto definitivo de 1995 sobre esta música, ha afirmado recientemente que se ha desvinculado de las cualidades filosóficas que se insinuaron durante su génesis en los años setenta. En aquel entonces, la música ambiental representaba un protocolo alternativo para escuchar y hacer música. En un ensayo de 2019, Toop se refiere a ella como una forma musical “comprometida (implícita o explícitamente) con el combate a las interpretaciones y articulaciones del lugar, el entorno, la escucha, el silencio y el tiempo”. En su opinión, es una música que inspira “un estado de ánimo en sintonía con la inclusividad”, en lugar de una “abstinencia”.
Sin embargo, la visión dominante de la música ambiental hoy en día es una inversión caricaturesca de estas aspiraciones. En una industria multimillonaria del bienestar, las plataformas de transmisión en continuo y las aplicaciones de meditación enmarcan la música ambiental como música de fondo, algo para escuchar y consumir de forma aislada. Es música de spa y de yoga, o grabaciones de campo para un sueño tranquilo y reparador. En lugar de abrazar el potencial de la música ambiental —su capacidad para suavizar las barreras y aflojar las ideas sobre el sonido, la política, la temporalidad y el espacio—, la música se ha instrumentalizado, reduciéndose a un sonido que actúa como telón de fondo.
Es curioso pensar en la música ambiental como algo un servicio público, como si fuera algo que permite un compromiso selectivo. Como escribió el músico Lawrence English: “Ignorar la música no es escucharla”. Más bien, experimentar la música ambiental —para permitir que su conocimiento político, filosófico y de oposición se haga visible— requiere un uso completo de los sentidos. Significa aprovechar la vitalidad sensorial de la vida: las experiencias táctiles, espaciales, vibratorias y auditivas que nos brinda ser humanos.
La pionera de la música experimental Pauline Oliveros previó que un enfoque sensorial de la música y la escucha podía cultivar un pensamiento políticamente dinámico. Pasó su vida desarrollando una teoría del deep listening, o escucha profunda, una práctica que promueve una atención radical. En este enfoque, hay una distinción entre oír y escuchar; la primera es una conciencia superficial del espacio y la temporalidad, y la segunda es un acto de concentración inmersiva. “La escucha profunda nos lleva por debajo de la superficie de nuestra conciencia y nos ayuda a cambiar o disolver los límites”, escribió en 1999. “Escuchar es dirigir la atención a lo que se oye, recoger el significado, interpretar y decidir la acción”.
En 1974, en respuesta a la conmoción de la guerra de Vietnam, Oliveros publicó una serie de textos-partituras llamados “Sonic Meditations”, un precursor de su teoría de la escucha profunda. El proyecto explora cómo los ejercicios sonoros centrados en el cuerpo pueden fomentar la percepción focalizada. Oliveros desarrolló “Sonic Meditations” a partir de reuniones de mujeres que organizó en su casa. En estas reuniones, el grupo, que surgió en el contexto del movimiento de liberación de la mujer, hacía trabajos de respiración, escribía en diarios y practicaba ejercicios de conciencia cinética cada semana. La experiencia estaba diseñada para ser colectiva, utilizando la intimidad y la introspección para alimentar un sentido de curación.
Practiqué la escucha profunda con mi lista de reproducción “si necesitas respirar”, especialmente con la composición “Being Here”, del innovador del new-age Laraaji. Es difícil determinar con exactitud el momento en que “Being Here” hace clic: tal vez sea en la marca de diez minutos, o en la de 15, o incluso en su beatífica conclusión de 25 minutos. Laraaji, que lleva publicando música desde finales de la década de 1970, produce glosolalia auditiva: restos melódicos divinos y luminiscentes. Al escuchar su música, me siento envuelta en un abrazo tácito con su visión del presente, con notas que se refractan como la luz del sol acariciando las aguas azules del océano. Es una música que se enrosca en los oídos, mutando en unos Campos Elíseos imaginarios, deteniendo el tiempo y el espacio. No es solo un paisaje, no es un simple bálsamo para un dolor inconmensurable.
Para algunos, las lecciones de “Being Here” podrían recordar a una especie de práctica vacía de la atención plena, un concepto tan a menudo malversado como palabra de moda para el bienestar. Esa iniciativa suele recomendarnos que “estemos presentes” para poder autooptimizarnos y funcionar mejor como trabajadores e individuos, más que como seres humanos que integran una comunidad. Pero “Being Here” no es una exigencia para recargar la productividad. Me pedía que me olvidara del bucle del tiempo, que me desvinculara de cualquier tipo de cronología predictiva —sobre la recuperación de mi madre, pero también sobre la supervivencia de un estado continuo de penuria—. Estar aquí, desacelerar, no tenía que ver con la inactividad o la falta de energía. Se trataba de liberarme del imperativo de replegarme ante la precariedad. Fue una pausa insurgente en el tiempo, una llamada a empaparme de la realidad de un presente catastrófico y a equiparme para hacer algo al respecto.
[Jefre Cantu-Ledesma es un instrumentalista de música ambient y capellán que brinda guía espiritual a pacientes y familias en hospitales. Las imágenes superiores están inspiradas en “Tracing Back the Radiance”].
La experiencia vivida de la diáspora es un estado enmarañado de resiliencia. Se supone que somos portadores de una resistencia innata, un superpoder que nos permite superar perpetuamente el trauma y la injusticia heredados. Incluso vive en nuestro discurso: en República Dominicana, un simple “¿Cómo estás?” se responde a menudo con la frase “Aquí, en la lucha”. La lucha es una condición encarnada, una verdad cotidiana.
En los meses posteriores al derrame cerebral de mi madre, recibí a menudo mensajes de resiliencia de familiares y amigos. “Tú eres una guerrera, como tu mamá”, decían.
Por aquel entonces, pensaba a menudo en cómo sería liberarse de la expectativa de resiliencia. Recurrí a “si necesitas respirar”, preguntándome si habría allí alguna reserva de fuerza sin explotar. La canción más reproducida era “Palace of Time”, de Jefre Cantu-Ledesma, un multiinstrumentista ambiental y capellán que ofrece orientación espiritual a pacientes y familiares en los hospitales. Al escuchar sus 21 minutos de vibráfono suspendido, piano y redobles de escobillas en la batería, liberé la presión de la tenacidad eterna. Me pregunté cómo podría alguien escuchar esta música como un retiro mental ensimismado. En la ensoñación de “Palace of Time”, se abrió un portal a algo diferente: una atención reflexiva y dedicada.
No voy a fingir que la música ambiental sea una especie de solución integral para un mundo que lucha contra la muerte, la guerra y la devastación. Pero me pregunto cómo, a una escala infinitesimal, la escucha atenta puede liberarnos de la lógica de la acción precipitada e individualista. Cuando me obligo a escuchar atentamente, escucho un rechazo a analizar, juzgar y actuar con inmediatez. En su llamada a suspender el tiempo, la música conlleva el potencial de poner pausa a la velocidad rigurosa que acompaña al desastre, que roba nuestra atención y predetermina un futuro fijo. Oigo la promesa de actuar deliberadamente, colectivamente y con cuidado, de abrazar la observación y la acción intencionales: la práctica duracional de toda una vida.
Isabelia Herrera es crítica de arte del programa de becarios. Da cobertura a la cultura popular, con especial atención a la música latinoamericana y estadounidense. Anteriormente fue editora colaboradora en Pitchfork y ha escrito para Rolling Stone, Billboard, GQ, NPR y más. @jabladoraaa
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