Por Pierre-Nicolas Chambefort
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El 14 de abril de 2013 se derrumbaba el Rana Plaza, un edificio en Bangladesh donde se encontraba una fábrica de ropa que trabajaba para grandes marcas internacionales como Primark, Mango o Benetton. Resultado de la catástrofe: más de 1.120 muertos y una industria de la moda que se da cuenta de las condiciones de trabajo terribles de sus trabajadores. Ocho años después, la situación no ha cambiado mucho y según una encuesta de la asociación Oxfam Australia, nueve de cada 10 obreros declara que su salario no es suficiente para sustentar sus necesidades esenciales. Y esta situación no es exclusiva de Bangladesh.
En China, India, Turquía, Pakistán o Taiwán, que producen la mayoría de la ropa, los trabajadores viven en condiciones más que precarias, sin ningún derecho laboral. The Fair Wear Foundation analiza que el salario del obrero en las fábricas representa 0.6% del precio de una ropa, mientras que el almacén se lleva 59%. Es una industria más que desigual y el sector representa 3.000 millones de millones de dólares.
Además del aspecto social terrible de la moda, la industria textil también es una catástrofe para el medio ambiente. En efecto, es el segundo sector más contaminante del mundo tras el petróleo.
Una prenda contamina durante todo su proceso de fabricación. Para empezar, se necesitan 10.000 litros de agua para producir un kilo de algodón, cuando la tela no proviene directamente de petróleo, como el poliéster, el lienzo más producido del mundo, que además necesita muchísimas substancias químicas en su fabricación.
Durante la fabricación de la prenda y la etapa de los tintes, se usan muchísimas materias tóxicas y peligrosas para los trabajadores, el ecosistema y nosotros, los usuarios. Piezas especiales como los jeans necesitan numerosos lavados y tratarlos con arena para darles un buen color, lo que aumenta de nuevo el costo ambiental. Pero una vez que la ropa llega a los armarios, no se acaba la contaminación. Cada vez que lavamos nuestra indumentaria, las telas sintéticas liberan microfibras de plástico tan pequeñas que las plantas de tratamiento de agua usada no las pueden recuperar y acaban en el mar. Esta contaminación parece invisible, pero representa 500 mil toneladas de plásticos, equivalente a 50.000 millones de botellas plásticas.
Y para acabar el ciclo de vida de una ropa, cuando ya no se usa y se tira (después de haberse quedado meses al fondo del armario, por lo general). El desperdicio que representa la ropa tirada es de más o menos 92 millones de toneladas cada año; cifra aún más terrible cuando se sabe que la mayoría de esta ropa no ha sido usada más de un par de veces y que va a contaminar los suelos sin chance de ser reciclada. Así, por ejemplo, cerca de Uruguay, en el desierto de Atacama en Chile, ropa de sedas no biodegradables venidas de todo el mundo se encuentran desperdigadas en vertidos ilegales gigantes. En Alto Hospicio, cerca de Iquique, 39.000 toneladas de ropa forman montañas de basura sin esperanza de reciclaje. Y a todo este proceso se debe añadir todas las idas y vueltas en el mundo necesarias para transportar la materia prima a las fábricas, a los almacenes y a los basureros.
Sobre todo, la textil es una industria muy cambiante en la que las marcas siguen la ley de las nuevas modas que crean ellas mismas. Las empresas llamadas de fast-fashion, como Zara o Nike, empujan al consumo, disminuyendo artificialmente la esperanza de vida de las tendencias para cambiar numerosas veces sus colecciones cada año, aprovechando el proceso presentado más arriba que permite producir ropa muy barata y de mala calidad. Así, el consumidor compra cantidad de ropa con efectos desastrosos, que va a reemplazar muy rápidamente y tirar porque se dañó de forma prematura.
Nuevas alternativas
La industria de la moda sigue de esta manera una tendencia que no es viable para sus trabajadores, para el planeta y en cierto grado los consumidores. La buena noticia: muchísima gente no está de acuerdo con este método de fabricación, y las alternativas a la fast-fashion, como las marcas sostenibles, se están desarrollando. ¿Pero qué es una marca sostenible? ¿Y cómo reconocerla? Intentemos contestar estas preguntas con el ejemplo de tres marcas uruguayas que ofrecen una alternativa a la fast-fashion.
Comfy: el alumno modelo
Comfy es la historia de una madre y una hija que, aunque sólo han escrito las primeras páginas de su libro, está lleno de promesas. La marca solo tiene un par de meses y, sin embargo, cumple con todos los requisitos de una marca sustentable.
La moda es un asunto familiar para Rossina, 28 años, quien desde su adolescencia diseñaba vestidos que cosía María, su madre. Me confió que no hay ruido más familiar que el de "la máquina de coser que siempre estaba en marcha en la casa". Por eso, no sorprende mucho que, después del liceo, Rossina comience a estudiar diseño antes de cruzar el Río de la Plata para iniciar su carrera en Buenos Aires.
Mientras trabajaba para marcas como Etiqueta Negra, aprendió los fundamentos de la profesión de creadora, como los diferentes tejidos y sus cualidades específicas. Sin embargo, también tomó conciencia del dramático impacto ecológico de la moda. "Estaba contaminando, [...] literalmente tirábamos plástico nuevo a la basura”, recuerda. Así que decidió volver a Uruguay y hacer realidad su sueño de montar una marca que ella define como sostenible y ética.
El objetivo de Comfy es ofrecer una ropa de calidad y elegante utilizando únicamente telas naturales y ecológicas como el bambú o el algodón orgánico y fabricadas en Uruguay. A este aspecto sostenible, se añade el lado que Rossina llama ético, es decir lo social, y el respeto a la gente que fabrica su ropa para una “buena salud mental de todos los actores del proceso”.
Aunque ahora la marca no necesita mucha mano de obra, Rossina y su madre ya tienen todo pensado por si un día se necesita más trabajadores. Se tratará de contratar a las numerosas mujeres uruguayas, empezando por las de su pueblo, Carmelo, que tienen, según Rossina, “un talento excepcional” para cocer. Podrán “elegir verdaderamente sus precios”, con el objetivo de “empoderar a esas mujeres”.
Lo más importante para Comfy sigue siendo encontrar nuevas maneras para volverse aún más sustentables con el siguiente lema: “somos tan sostenible como se puede ser”. Por ejemplo, Rossina contó que le encantaría “enviar sus pedidos por bicicleta eléctrica”, aunque aún no tiene alternativa al ómnibus. Sin embargo, aseguró sonriendo que “al momento que sea posible” lo hará.
Don Baez: 52 años de sostenibilidad
Entrar en la boutique Don Baez es entrar en el mundo de la elegancia combinada con la sencillez. Tras conocer a Claudia, la directora de la marca, uno comprende rápidamente que su tienda, a la que me invitó para nuestra charla, es a su imagen.
Don Baez es, una vez más, una historia de familia, ya que fue su padre quien creó la marca en 1959. Desde entonces, su hija ha tomado el relevo, acompañada de su marido y su colaboradora, Ana, con el objetivo de ofrecer ropa de calidad para todas las edades y todos los tipos de cuerpo. La particularidad de Don Baez es que es una marca que ha sido sostenible desde sus inicios, aunque no era un tema muy común en esa época. La sostenibilidad de la marca es muy clara, toda la ropa es de lana uruguaya, y el proceso de producción (limpieza de la lana, tejido, confección de las prendas) es totalmente local.
Además, toda la lana utilizada es natural, sin adición de ningún tinte, lo que ahorra mucha agua y evita la contaminación innecesaria. A esto se añade un profundo asco por el desperdicio. Claudia asegura que "no hay desperdicio; todo se recicla al máximo". La palabra se une a la acción cuando me muestra los pequeños ovillos de lana hechos con los últimos retazos de tela, definitivamente demasiado pequeños para ser reutilizados en una prenda, y que se cuelgan como decoración en las bolsas. Sobre todo, el aspecto sostenible de Don Báez se encuentra en su deseo de nunca empujar el consumo, porque lo mejor para el planeta es siempre no consumir.
Aquí sólo hay una colección al año, no hay período de rebajas y las piezas llevan "más de 10 años" para algunos.
Por último, Don Baez es la prueba de que es posible producir lana respetando a los animales. En efecto, desde hace varios años, numerosos escándalos han salpicado al mundo de la moda en relación con el tratamiento de las ovejas. Uno de estos escándalos es el mulesing, que es una técnica que elimina la piel alrededor de la cola de las ovejas merinas para evitar la aparición de miasis (presencia de larvas de mosca bajo la piel), que es especialmente peligrosa para los animales. Sin embargo, es una operación traumática para el animal, que se lleva a cabo sin supervisión médica ni anestesia, y el proceso de curación dura varias semanas, lo que provoca un gran sufrimiento. Además del mulesing, el esquilado de ovejas se realiza muy a menudo en condiciones terribles, donde los animales son maltratados, golpeados y a veces gravemente heridos. Este comportamiento es sistémico en Australia y China, que son los principales productores mundiales de lana y cuya lana es utilizada por la gran mayoría de las marcas. Sin embargo, Don Báez logra, al utilizar únicamente lana uruguaya, donde el mulesing es prohibido, a no fomentar este sistema. Claudia explica que visita regularmente a sus productores de lana, donde los animales disfrutan de unas condiciones de vida ideales, y también asiste al esquileo, donde se respeta a las ovejas.
Babila: la “slow-fashion” por mejorar
“No sé si podré ayudarte, no defino Babila como una marca sostenible”. Esas fueron las sorprendentes primeras palabras que me dijo Lucía, la fundadora de Babila, justo después de saludarnos. Y, en efecto, aunque Babila no es una marca totalmente sostenible, ofrece una cierta alternativa a la fast-fashion con su visión de “slow-fashion”.
De base, Lucía es contadora, y, aunque siempre le gustó la moda, tenía más pasión por el emprendimiento que por diseñar ropa. Sin embargo, a los 29 años, decide irse a España para seguir un MBA y aprender sobre la dirección de una empresa de moda. Es en Europa que se familiariza con las nuevas cuestiones de sostenibilidad de la moda y comprende que “lo exclusivo ya no es el lujo, sino lo único y lo artesanal”.
A su regreso a Uruguay compra tela de algodón orgánico traído de India con la certificación Fair Trade (una reconocida “certificación ética”) y empieza a hacer ropa fabricada en Uruguay. Babila hoy tiene dos años, y es una marca slow-fashion más que una sostenible. Para Lucía, el desarrollo sostenible tiene tres aspectos: económico, lo más importante siendo ser viable financieramente; ecológico, intentado reducir al máximo la contaminación de la producción, y social, respetando a todos los trabajadores.
El aspecto ecológico es el más complicado de alcanzar para Lucía, y es justamente por eso que no se define como sostenible. Tiene una línea hecha en algodón orgánico, pero también usa poliéster, que no es una fibra natural. Sin embargo, esto no es una elección, sino más una obligación para no perder dinero. Según Lucía, aún no es posible económicamente tener una marca totalmente sostenible sin usar nada de telas sintéticas y otros procesos contaminantes. Me explica que “el mercado para la ropa sostenible aún es demasiado chico”. No obstante, asegura que al momento que se vuelva posible, lo hará de inmediato.
Babila usa procesos ecológicos, como algodón y tintes orgánicos, y también intenta en la medida de sus posibilidades tener cero desperdicios, pero no es una prioridad, sino un plus.
Entonces, el objetivo principal es hacer ropa de calidad, respetando a los trabajadores para salir de la lógica de consumo actual. Por así decirlo, una marca de slow-fashion.
Las cuestiones que levanta la moda sostenible
Aunque muchas marcas se están creando con la ambición de cambiar la industria de la moda, o al menos de dar una alternativa a las grandes marcas de fast-fashion, por las entrevistas realizadas, la moda sostenible aún no está muy desarrollada.
Me han explicado que el sector “es un bebé que empieza a decir sus primeras palabras”. Sin embargo, el cambio también debe venir del consumidor, por su conocimiento sobre estos temas, pero también sobre su manera de comprar. En efecto, la manera de consumir debe cambiar de paradigma para pasar de una lógica de consumo excesivo a otra basada sobre la necesidad. Esto aplicado al mundo de la moda sería ya no comprar por ejemplo 10 camisas baratas, contaminantes y de poca calidad, sino únicamente tres más caras, pero de mejor calidad, que van a durar más tiempo y sostenibles.
Ahora, esto es más fácil decirlo que hacerlo y por varias razones. Primero, la ropa es una parte importante de la expresión de la personalidad de cada uno y no es fácil conciliar el gusto con la razón. Pero cambiar hacia un modo de consumo responsable no significa cambiar todo de un día al otro, sino avanzar progresivamente hacia otra dirección. Después, la educación del consumidor también debe pasar por el conocimiento de los efectos actuales de la industria de la moda. Si la gente conoce las consecuencias, cambiará su modo de consumo. De esta manera, Claudia, de Don Baez, me explica que pasa mucho tiempo con sus clientes para explicarles el modo de producción y la historia detrás de su ropa. Pero la observación de Lucía, de Babila, aporta escepticismo: “para la gran mayoría, lo sustentable no es una prioridad”. Para cambiar esto, varias posibilidades han sido evocadas durante las entrevistas. Lucía propone una gran campaña de publicidad, “como hubo por la diversidad sexual”, por ejemplo, para sensibilizar a la población. Con Claudia también hemos hablado de la posibilidad de dar clases en las escuelas sobre este tema. Lo seguro es que todas están de acuerdo en decir que la iniciativa debe venir del Estado y que es un tema demasiado importante para ser ignorado, especialmente en este contexto mundial en el que cada país busca una solución para reducir su impacto medioambiental.
La educación también debe mostrar que una ropa sostenible no es visualmente diferente de una “clásica”. Así, Rossina de Comfy me explica que mucha gente piensa que una ropa sostenible es sinónimo de un estilo muy marcado visualmente, lo que en realidad no tiene sentido porque el diseño no tiene nada que ver con la manera de producir.
Además, la educación también debe continuar para las propias marcas. Lo que tienen en común las tres marcas presentadas es que no sólo saben realmente lo que es una marca sostenible, sino que también saben lo que no es. Son conscientes, sobre todo en el caso de Babila, de los progresos que tienen que hacer. Esta situación no es una generalidad, como lo nota Rossina: “falta educar muchísimo; unos piensan que solo si usas telas naturales eres sostenible, pero es olvidar que un algodón clásico contamina muchísimo”.
De esa manera, muchas marcas piensan ser sostenibles y comunican sobre su hipotética sostenibilidad sin saber realmente cómo se define esta noción. Otro ejemplo muy común: pensar que hacer la confección de la prenda a nivel local es suficiente para respetar a los trabajadores. Pero esto es omitir todo el proceso de fabricación de la tela en sí mismo. Si los trabajadores que han cultivado el algodón y los que han fabricado la tela trabajan y viven en condiciones terribles al otro lado del mundo, confeccionar las prendas en Uruguay y garantizar a los trabajadores uruguayos buen tratamiento no es suficiente para considerarse como ético y sostenible. Como lo explica de nuevo Rossina, es un deber para las marcas de realmente comprender todo el proceso de fabricación y comprometerse en informarse y mejorar para ser verdaderamente honesto hacia el consumidor.
Para seguir, una de las cuestiones importantes de la moda sostenible es la accesibilidad. En efecto, este tipo de moda tiene la mayoría del tiempo un precio más importante que las otras prendas, lo que las deja inaccesibles a una parte importante de la población. Esto se nota cuando pregunto cuál es el perfil del típico cliente durante las entrevistas. Globalmente, sería una mujer ciudadana, alrededor de los 50 años y con un nivel económico “medio-alto”. Sin embargo, el precio no es el resultado de una voluntad de marginalizar, sino de un modo de fabricación muy lejos de ser industrializado. Así, Lucía explica que “hay mucho menor producción, lo que aumenta los precios”. Misma observación hace Rossina, quien también se pregunta lo que significa caro: “algo barato puede ser costoso para el planeta; ¿a qué precio una ropa es barata?”. En definitiva, es verdad que la ropa sostenible es más cara que una básica y es un problema que deberá ser solucionado si la alternativa ética quiere volverse universal.
Pequeña guía para saber cómo elegir su ropa
Para acabar, unos consejos por si quiere saber si una ropa es sostenible:
- Analizar el precio. Es verdad que un precio alto no garantiza para nada sostenibilidad, pero es seguro que una prenda muy barata no lo es. Si paga una camisa 800 pesos es muy probable que hubo un costo importante sobre los trabajadores o el planeta.
- Mirar la composición del vestido. Las fibras naturales y orgánicas son las mejores para el planeta y su cuerpo.
- Mirar el lugar de fabricación. El país de fabricación da una buena indicación sobre el nivel de vida de los trabajadores. Ojo, no siempre es verdad. Existen fábricas en China o India donde los trabajadores tienen derechos y buenas condiciones. Para averiguar qué tipo de fábrica es, pregunte al vendedor o visite la tienda online de la marca. Si no hay información sobre el modo de fabricación es que no es un argumento de venta y que es muy probable que no sea sostenible.
- Buscar las certificaciones. Existen muchísimas como “Global Recycled Standard”, “GOTS”, “Oeko tex 100”, o “Fair Wear Foundation” y cada una tiene su propio logo. Garantizan que las informaciones sobre la ropa son verdaderas y no solo marketing.
Pierre-Nicolas Chambefort es un estudiante francés de Sciences-Po, universidad francesa de prestigio de ciencia política que centra sus estudios en América Latina. Actualmente se encuentra haciendo una pasantía en Montevideo Portal como complemento de sus estudios terciarios y conociendo la realidad de nuestro país.
Por Pierre-Nicolas Chambefort
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