Por Federica Bordaberry
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El Centenario. No, el estadio. La Olímpica. La tarde de diciembre y los asientos, color celeste, se van ocupando. De a poco, los que tenían asiento en las tribunas de abajo se fueron sintiendo chiquitos. Mirando hacia arriba, empezó a parecer que el público se colgaba de todo aquello. Eran muchos, cientos, miles.
A un hombre le dijeron que tenía el asiento diecisiete y suspiró, pasó trabajoso hasta su lugar. Al siguiente le dijeron que tenía el asiento treinta y siete y dejó escapar una carcajada de sorpresa. La Olímpica estaba cada vez más llena. Cada vez más.
Cuando faltaban tres minutos para las nueve de la noche, varios celulares sacaban selfies, otros reenviaban fotos del escenario vacío, otros cantaban las canciones de la previa, un niño caminaba con una guitarra de cartón, la seguridad de afuera todavía tenía los chalecos violetas, ese color que tanto distingue a Jaime Roos.
Entre todos había cerveza, había mates y termos bajo el brazo, había remeras de fútbol de Defensor, había alguno de Wanderers, había vendedores ambulantes con paquetes de papas fritas, panchos. En varias cabezas había boinas.
Son todos los uruguayos viéndolo. Viéndose.
Hubo dos rondas de aplausos, dos intentos de subirlo al escenario. Hasta que alguien lo vio, por allá lejos, caminando por la cancha del estadio hacia los instrumentos. El aplauso es total, no uniforme, estruenduoso.
El nombre del espectáculo es Mediosiglo y se debe al cierre del proyecto discográfico Obra completa, en el cual trabajó cuatro años y medio. De allí que Jaime haya bautizado a la banda “Banda Completa”. Y así se referiría a ella el resto de la noche.
Después de lanzar los veinte volúmenes con Bizarro en 2020, llegó la propuesta de presentar en vivo Obra completa con la productora AM. Y en 2020, se dieron cuenta que era el aniversario de Jaime número cincuenta arriba de los escenarios.
Pasó todo ese tiempo desde que subió a un escenario por primera vez de forma profesional. Fue en febrero de 1970, en el club Defensa Agraria de Paso de la Arena en un baile en el que se elegía a la reina de la papa cuando cobró un cachet, cosa que nunca antes le había pasado.
Las luces del escenario se apagan y solo queda un foco encendido. Ahí abajo está el micrófono de esa persona que tuvimos que esperar durante casi un año y seis reprogramaciones. “¡Dale, Jaime!”, gritaron varios. Alguno agregó, “¡dale, bigote!” y “¡vamos, maestro!”. Y finalmente allí estuvo: a los 68 años subió con veintidós músicos al escenario, tomó una guitarra criolla y dio la bienvenida.
La primera canción fue “Amor profundo”. La primera de todas, fue del Zurdo Bessio. El comienzo de la fuerza de un show que tendrá la estructura de una “w”. En una entrevista con Montevideo Portal, Jaime Roos explicó que hay algo de sabiduría popular en hacer tres momentos de emoción alta y, alternando, dos más tranquilos. Aunque la emoción estaría siempre, en todos y cada uno de los veintidós temas que fueron parte de su repertorio.
Si el escenario mostró a un Jaime vestido de negro, con campera de cuero, las pantallas de los costados mostraron sus arrugas, sus patas de gallo formadas tras la sonrisa, las manchas de vejez cerca de los pómulos, el pelo peinado para atrás de color débil, el bigote jaimeano.
Los murguistas acompañaron en formación de cuatro y tres. Bailaban, con alas en vez de brazos, pero siempre fijos al eje del micrófono. Salían las voces de la murga, imponentes, todas ellas imponentes. El público se paró y estalló en el aplauso, le agradecían, le gritaban que lo querían, otros lloraban.
“La murga siempre fue política, y políticamente irreverente. Los murguistas se ríen de todo. El rey está desnudo, lo dicen constantemente —me refiero a la fábula—“, dijo Jaime en aquella entrevista. Y era cierto, la murga era un grupo de juglares riendo, burlándose, disfrutando.
Terminada la canción, antes de continuar hacia “El hombre de la calle”, Jaime se para frente al micrófono y dice: “Buenas noches, antes que nada, antes de seguir, ustedes nos hicieron el aguante más grande del mundo, si hay otro mas largo no lo conozco. Gracias infinitas y totales”. La voz de Jaime. Sus acotaciones inteligentes entre tema y tema, su humor delicado.
La segunda canción mostró al bandoneón y juntó las palmas de todo el estadio. Jaime acota que hay hinchas de Fénix y sí, los hay. De vuelta, la voz de Jaime. Después de tantos años fuera de los escenarios pasa eso: la voz de Jaime.
Quizá, hasta ahí o un poco más, la primera parte de la “w”. Hasta el siguiente tramo alto aparecerían “Tal vez Cheché”, “Las luces del estadio”, “Retirada”, “Los Olímpicos”, “Aquello”. Hubo milonga, hubo rock, hubo candombe, hubo fusión. Después vendrían “Golondrinas”, “Milonga de Gauna”, “Victoria Abaracón”, “Los futuros murguistas”, “Adiós juventud”, “Cometa de la farola”, “Amándote” y “Si me voy antes que vos”.
En “Milonga de Gauna” un hombre dijo, “el cine no te da esto, este tipo de historia de perdedor”. Preció acertado.
Entre comentario y comentario, Jaime dejó entrever cosas suyas: que el disco Las margaritas es de sus favoritos, que él llama a la murga vieja escuela “murga, murga”, enfatizando el segundo, como si fuera un sinónimo de verdad, real, original. Que Molina era el vecino del Zurdo.
Los brazos tiraron a muchos hacia arriba. Cantando, levantando el puño como un grito de patria, no tuvieron más opción que pararse. Lo hacían como si fuera un himno, el himno uruguayo. Podría serlo.
La banda continuó tocando: “Goodbye”, “Lluvia con sol”, “Nadie me dijo nada”. Lo siguiente fue “El grito del canilla”, “Brindis por Pierrot”, “Cuando juega Uruguay” hasta “Colombina”. Fueron 22 canciones, pero en realidad fueron 24. El cierre incluyó “Piropo” y “Durazno y Convención”.
El hombre del comentario del cine dijo también, “después de este show salimos todos más fuertes”. Fue acertado. Salimos más uruguayos, más nosotros.
Hubo varias canciones dedicadas: José Carbajal, “el Sabalero”, Maxi y Lucía, que le regalaron tres golondrinas de yeso previo al show, José Barbarito, Alberto Sonsol, Dino, el Canario Luna, un chiste haciendo alusión a Paul McCartney.
En algún momento Jaime dijo, “no decimos adiós, ¿para qué? Si siempre estamos llegando”. Al final, es cierto, la voz de Jaime Roos siempre está llegando para los uruguayos.
En una entrevista comentó que la música se trata de jugar a la pelota como cuando uno era chico, que ahí es cuando la música tiene sentido. Y el 17 de diciembre, de 9:20 p. m. a 12 a. m. en la tribuna Olímpica del Estadio Centenario, miles de uruguayos volvieron a jugar como cuando eran chicos.
La base rítmica estuvo compuesta por Martín Ibarburu en la batería, Juan Ibarra en percusión y teclados, Walter "Negro" Haedo en tambor piano, Jorge "Foqué" Gómez en tambor chico y Manuel "Manuelito" Silva en tambor repique.
La murga, La Tríada, estaba integrada por Raúl García (redoblante), Pablo “Lolito” Iribarne (bombo) y Gerardo “Batata” Cánepa (platillos). En el bajo estuvo Gerardo Alonso, en la guitarra eléctrica Nicolás Ibarburu, en la guitarra criolla Poly Rodríguez.
En los teclados y el acordeón estuvo la figura de Gustavo Montemurro, en la flauta Pablo Somma y el coro murguista fue dirigido por Edú Pitufo Lombardo, que integraron “Los Reyes del Tablado”, Pedro Takorián, Nico Grandal, Maxi Pulpa Méndez, Edén Iturrioz, Maxi Pérez, Agustín Pittaluga, Fabricio Ramírez, además del inconfundible Freddy Zurdo Bessio.
Fue, sin dudas, una noche que quedará en los anales de la música uruguaya.
Por Federica Bordaberry
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