Por The New York Times | Rhonda Garelick
En últimas fechas, Margaret Qualley se ha vuelto una megacelebridad, en dos papeles muy dispares: es la protagonista de “Las cosas por limpiar”, una serie de Netflix perfecta para maratonear (basada en las memorias del mismo nombre de Stephanie Land) sobre la lucha de una joven madre soltera contra la pobreza absoluta, el desahucio y el hambre. La actriz también es “embajadora de marca” de Chanel, por lo que representa a una de las firmas de lujo más exclusivas del mundo.
¿Cómo podemos interpretar estas dos labores, que se sienten muy alejadas una de la otra?
En “Las cosas por limpiar”, el personaje de Qualley, Alex, huye de su pareja que la maltrata, acude a un refugio para mujeres y acaba fregando retretes para ganarse la vida. Apenas puede alimentarse a sí misma y a su hija pequeña, todo ello mientras cuida de su madre perturbada (interpretada de forma conmovedora por la madre real de Qualley, Andie MacDowell).
Aunque la serie tiene un final alegre, el mensaje general sigue siendo sombrío: es una historia sobre la inadecuada red de seguridad social de Estados Unidos, los ciclos generacionales de pobreza y adicción y la gente trabajadora siempre a unos cuantos dólares del hambre extrema o el desahucio. En el papel de Alex, Qualley disimula su asombrosa belleza, con un maquillaje mínimo, una cola de caballo desordenada y un vestuario de ropa vieja y sin forma, incluyendo su insípido uniforme de sirvienta.
Actriz destacada con formación en ballet, Qualley es muy hábil para crear gestos convincentes y evocar fuertes emociones con su voz, su rostro y su cuerpo. No demerita reconocer que estos talentos no existen independientemente de su belleza. Saber utilizar el propio instrumento físico es una condición sine qua non tanto para el modelaje como para la actuación. Qualley tiene un físico para la moda —alto y delgado— aunado a un rostro para el cine: móvil con rasgos bien definidos; ojos azules anchos, casi como de niña, y una amplia y carismática sonrisa a la altura de sus otras cualidades.
En “Lo que queda por limpiar”, nos sentimos atraídos por Alex; admiramos su valor y determinación. Y parte de nuestro apego a ella es indudablemente visual: es agradable ver a Qualley, y ese placer nos anima a seguir —a consumir— su historia y, por tanto, la serie.
Hollywood lleva más de un siglo ligando las narrativas a la belleza de las mujeres. Es un proceso que forma parte del sistema de estrellato; y Qualley es una estrella. La forma en que porta su belleza está entretejida en la experiencia de “Lo que queda por limpiar”, es inextricable de la historia. En cierto sentido, Qualley también lleva puesta la historia; la narración se cuelga de sus hombros, como la ropa en una modelo. E incluso mientras seguimos las crisis y catástrofes casi constantes de Alex, nos sentimos sostenidos por la expectativa de su eventual salvación y prosperidad, en parte por su belleza.
Siglos de cuentos de hadas, novelas y películas nos han condicionado a esperar que la hermosa joven oprimida será salvada: se demostrará que en realidad era una princesa, surgida de la oscuridad, rescatada por un príncipe o, en el giro más contemporáneo de “Lo que queda por limpiar” (alerta de revelación de la trama): su talento por la escritura será reconocido y obtendrá una beca para ir a la universidad.
Sigue siendo la vieja historia de Cenicienta que se ha incorporado a casi toda la cultura popular femenina. (En una trágica subtrama de Cenicienta frustrada, la madre de Alex, Paula, una hermosa artista, intenta varias veces conseguir un hombre decente que la salve de la pobreza, pero siempre fracasa).
El planeta Chanel se siente a años de distancia del mundo de “Lo que queda por limpiar”. Como embajadora de la marca, Qualley utiliza su rostro y figura para evocar el clásico paisaje de fantasía de Chanel, de lujo y elegancia ultrafrancesas, un lugar en el que nadie se preocupa por tener dinero para transportarse o los cupones de comida. Aquí, la belleza de Qualley es más evidente, su cociente de glamur se eleva a “impresionante”. Como el “rostro” literal de Chanel, Qualley se ofrece como otro producto de consumo, colocado en un escenario diseñado para transmitir la sofisticación, el refinamiento y la indulgencia globales. A veces, el poder fantástico de la moda ni siquiera requiere de ropa. Hace dos semanas, Qualley publicó en Instagram una fotografía de sí misma, surgiendo del océano, desnuda excepto por cinco bolsas Chanel colocadas en puntos estratégicos. ¿Acaso la Venus de Botticelli había ido de paseo a Rodeo Drive? ¿Era este un “selfie” de una mujer adinerada en vacaciones? (¿Quién más se arriesgaría a meter estas bolsas en agua de mar? Pues los precios van de los 4000 a los 10.000 dólares).
La fotografía fue tomada por Cass Bird para la revista Hommegirls, y, como sucede con la mayoría de la publicidad de las marcas de lujo, el punto no era que el anuncio tuviera sentido sino asociar el deseo por la celebridad con el deseo de poseer, y comprar, el producto. Los objetos se colocan encima o al lado del hermoso cuerpo femenino, para indicar que consumirlos (es decir, comprar la bolsa), de alguna manera le transferirá al espectador el placer de esa escena y los introducirá en el mundo despreocupado del mar, el sexo, la belleza y la riqueza.
Ninguna marca entiende mejor este proceso que Maison Chanel, una corporación cuya fundadora, Coco Chanel, usó la moda para escapar de la pobreza y convertirse en multimillonaria. Y aquí es donde empezamos a ver que los dos papeles profesionales de Qualley, al parecer discordantes, están en realidad íntimamente relacionados: al igual que Alex la criada, Coco Chanel pasó su juventud luchando por sobrevivir a la más absoluta indigencia y a trabajos miserables y mal pagados. Como avatar de Maison Chanel, Qualley resulta ser la elección perfecta para protagonizar “Lo que queda por limpiar”, pues, enterrada en el lujo de Chanel, yace una historia que no es tan diferente de la serie, una historia de carencia y ambición extremas que desencadenaron la creación de toda la compañía. En otras palabras, en todos los anuncios de Chanel se esconde la presencia de una sirvienta Alex.
Lo contrario también puede ser cierto. Es decir, a veces Qualley nos ayuda a ver el componente Chanel que subyace en Alex la criada. Por ejemplo, en un episodio, Alex “toma prestado” un costoso suéter de cachemir que le pertenece a Regina (interpretada por Anika Noni Rose), una de sus clientas acaudaladas, y se lo pone para recibir a un pretendiente en la casa de Regina, fingiendo que vive ahí.
Envuelta en cachemir beis, toda arreglada, sentada en muebles caros con una copa de vino en mano, Qualley da la impresión de que ese es el lugar al que pertenece. En otras palabras, parece ser el tipo de mujer que puede costearse muchas bolsas Chanel.
Con momentos como ese, “Lo que queda por limpiar” nos prepara para la eventual fuga de la pobreza de Alex. Es como si quisieran convencernos diciéndonos: “¿Ves? Alex pertenece a este otro mundo más lujoso. Ese mundo que has visto que ella (o la actriz) representa en las revistas”. En el último episodio de la serie, Alex, lista para entrar a la universidad, intenta devolver el suéter de cachemir, pero Regina le insiste en que se lo quede, pues cuesta 1400 dólares. Alex cede y acepta el regalo y, con él, su propio e inevitable ascenso. Ella está aceptando el estatus de princesa de parte de una reina, la atinadamente llamada Regina.
Desde lados opuestos del universo de la cultura pop, “Lo que queda por limpiar” y Maison Chanel contemplan diferentes estratos de la vida de las mujeres, su clase social, sus aspiraciones, el deseo de evasión y de indulgencia y el modo en que la sociedad mercantiliza las imágenes de la feminidad y las inserta siempre en narrativas bastante estrechas e incluso predecibles. En su posición tan única, representando a la vez los polos extremos de “pobreza” y “riqueza” de la clásica historia de princesas, Qualley nos recuerda cuán cerca siguen estando esos dos aspectos. Margaret Qualley de novia en el desfile de alta costura otoño 2021 de Chanel en París, el 6 de julio de 2021. (Valerio Mezzanotti/The New York Times)
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