Por Martín Otheguy
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Como una suerte de Cristo con un arma al cinto y amigos en la mafia, el detective Charlie “Bird” Parker va haciéndose cargo de causas perdidas, atrayendo a los desamparados y los sucesos inexplicables como una lamparita encendida a los insectos. Así sucede también en El invierno del lobo, la decimosegunda novela protagonizada por Parker, en la que el detective privado llega al enigmático pueblo de Prosperous, en Maine, para investigar la muerte de un vagabundo y la extraña desaparición de su hija. Pero como nada en la vida de Parker es normal (al menos desde el asesinato de su esposa y su hija en su propia casa), su llegada desatará una serie de fuerzas ocultas, que se mezclan con los ritos precristianos de una comunidad que guarda un secreto antiguo y las incursiones de un lobo herido y hambriento.
Parker es la compleja criatura que dio a luz el escritor irlandés John Connolly, que se encuentra en Uruguay para participar de la Semana Negra que se celebra en el Centro Cultural de España. Es su personaje más exitoso desde que lo lanzara a buscar al asesino de su familia en Todo lo que muere, su primera novela. Desde entonces, Connolly estira los límites del género policial al incluir elementos sobrenaturales y logra salir airoso gracias a su pulso literario y su talento para darse cuenta de que toda la autenticidad que necesita reside en sus personajes.
Con Parker, Connolly logra la extraña proeza de combinar una gran sensibilidad literaria con un derroche de sangre que haría sonrojar a toda la producción de la saga Rambo. Y, sin embargo, la violencia no es gratuita y se explica a cada giro de la trama. Como el detective Lew Archer, creado por Ross Macdonald, es la empatía y no la venganza lo que mueve a Parker, en este caso acentuada por el paisaje desolado de un Estados Unidos en crisis.
En el clima apropiadamente irlandés del invierno montevideano, John Connolly recibe a Montevideo Portal con una sonrisa y se mete de lleno en el paisaje mental que le permitió gestar a Charlie Parker, el antihéroe que hace borrosos los límites del bien y el mal en nombre de la compasión.
¿De dónde nació tu pasión por la novela policial y los géneros fantásticos?
Creo que los escritores primero son lectores, y son el producto de la gente a la que leen. Los dos géneros que amaba de niño eran la ficción sobrenatural y el misterio, más que nada lo primero. Es natural para los niños y en especial adolescentes leer literatura oscura como esa. Además de que les gusta el hecho de asustarse, a un nivel más profundo los niños tienen el instinto de entender que el mundo es más peligroso, oscuro y confuso de lo que los adultos les dejan saber. Y al llegar a la adolescencia, en medio de ese remolino emocional y de transformación física, la literatura sobrenatural es una buena manera de ponerle nombre a miedos innombrables o de explorar sus temores. En cuanto a las historias de detectives siempre me entretuvieron.
Sin embargo, al dejar la escuela nunca escribí ficción, y todo lo que hice fue periodismo por un período muy largo. Y hubiera podido seguir con eso y ser razonablemente feliz, pero había gente mucho mejor que yo en ese rubro de lo que yo sería nunca. Así que un día, de pura frustración, comencé a escribir y el resultado fue Todo lo que muere (Every dead thing), la primera novela de Charlie Parker.
Muchos de tus colegas no recibieron bien que introdujeras elementos fantásticos en la novela detectivesca, que trata justamente sobre resolver problemas en un mundo racional. ¿A qué lo atribuís?
Esa tensión está allí desde el comienzo del género. Edgar Allan Poe, que creó la primera historia seria de detectives, fue una de las personas menos racionales en pisar este planeta, y escribía ficción sobrenatural. E incluso cuando creó una historia detectivesca como Los crímenes de la calle Morgue, la solución termina siendo absurda, y deliberadamente absurda, Poe lo sabe. En cierta forma advierte: “podés tener toda la lógica y deducción que quieras, que finalmente no bastará”. Lo mismo para Arthur Conan Doyle, que creó a Sherlock Holmes, el gran parangón lógico del género. Escribía historias de horror, era un creyente apasionado en el espiritismo e intentó incluso contactar a sus familiares muertos en la Primera Guerra Mundial.
Pero a comienzos del siglo pasado, alguna gente comenzó a establecer una serie de reglas sobre cómo debían escribirse las novelas de misterio, y se excluía allí lo sobrenatural. Fue así que comenzó a definirse la separación de géneros, pero a nadie se le hubiera ocurrido decirle a Charles Dickens sobre Un cuento de Navidad: “¿te diste cuenta de que hay un fantasma acá? Sos un escritor de asuntos sociales, esto es muy inapropiado”. La separación de géneros es algo relativamente moderno, y con ella nació el concepto de que algunos son superiores a otros. Para mí, esos críticos o escritores que dicen esto tienen una actitud esnob y no quieren ser asociados con la gente que escribe historias de horror. Y fundamentalmente malinterpretan el origen de su propio género.
Yo no confío en las reglas que te indican cómo hacer las cosas, excepto quizá en el caso de qué hacer cuando hay un incendio. Las reglas para escribir o para cualquier otra forma de creación no tienen sentido, sólo restringen.
Has dicho que no sos un escritor exitoso en Escandinavia, por ejemplo, lo que es curioso teniendo en cuenta el fenómeno de la novela negra nórdica. ¿Cuál es tu opinión al respecto?
Parte de esa atracción tiene que ver con el paisaje, que es muy importante para la novela negra. Tiene que ver con el proceso de exploración: lo primero es la indagación de las motivaciones humanas, pero ello toma lugar en un aspecto físico; el detective se mueve a través de un paisaje. Y creo que parte de la atracción también es que tenemos estas ciudades liberales y encantadoras, no muy violentas, enfrentadas a estos paisajes naturales hostiles, y cuando se producen estos brotes de violencia son muchos más dramáticos, en primer lugar por ocurrir en estas sociedades bien ordenadas, y en segundo lugar justamente por suceder en ese tipo de escenarios naturales. Nadie quiere leer una novela policial que transcurra en un lugar como Marbella.
Para mí, el problema es que mucha de esa literatura nórdica es muy similar entre sí. Podés elegir una noruega, una sueca o finlandesa y no difiere mucho una de otra. Son parte de una sola tradición y ya hemos visto lo mejor de ella; los mejores han sido publicados, y me parece que se va a producir una suerte de fusión hasta que quede sólo un núcleo de tres o cuatro, lo que ya está sucediendo. Hay casos como el del islandés Arnaldur Indridason que se las ingenió para introducir el sentido del humor. En otros, como en el sueco Henning Mankell, es difícil encontrar algo que te haga reír, aunque sea un muy buen escritor.
El humor también es una parte importante de tus novelas. ¿Es para aliviar la tensión?
Sí, uno no quiere que sean tan sombrías como para que la gente no pueda leerlas. Y serían muy oscuras sin el humor. Charlie Parker es auto-consciente, como lo son sus compinches Ángel y Louis. No quiero torturar a la gente con los libros, quiero que disfruten la experiencia. Si entrás en un parque de diversiones, no querés ir a toda velocidad todo el tiempo; necesitás momentos donde se descargue la tensión. Y además los libros se han vuelto menos violentos, simplemente porque cuando comenzó la serie pretendía que los lectores entendieran cómo un hombre puede estar tan traumatizado y roto emocionalmente. Tengo mucha fe en mis lectores: la gente estúpida no lee libros; la gente estúpida parece estar postulándose para el Partido Republicano, conozco un montón haciéndolo.
Muchos escritores de novelas policiales terminan sintiendo resentimiento contra sus personajes más exitosos. ¿Nunca sentiste la tentación de arrojar a Charlie Parker por las cataratas de Reichenbach, al estilo Conan Doyle?
Nunca sentí ese deseo. En parte porque Parker no está preservado en ámbar. Se le ha permitido crecer, y ese contexto más amplio de su historia, que está de fondo, me ha permitido mantenerlo fresco e interesante, porque continúa cambiando, al igual que la naturaleza de los libros. La razón por la que algunos se cansan de estas sagas es porque no cambian, no hay desarrollo. Creo estar preparado para correr riesgos y me parece que los lectores están dispuestos a hacerlo conmigo. No son estúpidos.
¿Pero seguís escribiendo las novelas de Charlie Parker porque realmente las disfrutás o porque han sido tus novelas más exitosas?
No, las disfruto, pero también hago otras cosas para asegurarme de no sentirme nunca de esa manera. Intento experimentar con otros géneros, por lo que al volver con Parker me siento bastante renovado, porque me di una pausa y me tomé el tiempo de pensar lo que puedo hacer a continuación.
En El invierno del lobo, ¿cómo llegaste a la historia del Hombre Verde y la Familia del Amor, que es una tradición precristiana tomada por una rama de la Iglesia?
La primera vez que escuché del Hombre Verde fue en una canción de la banda pop XTC, "Greenman", pero sólo sabía vagamente de qué podía tratarse. Luego me entró curiosidad al ver estas extrañas figuras tallada en algunas iglesias católicas, que pertenecen a un sistema de creencias mucho más antiguas y primitivas que la tradición cristiana, pero que los cristianos aceptaron combinar con las suyas. Cuando empecé a escribir el libro me di cuenta de que era algo que podía resultar interesante. Comencé una investigación arquitectónica para descubrir la historia de esos extraños rostros. Y en cuanto a la Familia del Amor, esa antigua comunidad religiosa mística, fue un regalo. Me di cuenta de que era mucho mejor usar esa historia que inventar algo, lo que tiene que ver con el hecho de cómo hacer creer al lector en algo que instintivamente no quiere creer. Se introducen en el libro tantos hechos reales que se preguntan: “Si el Hombre Verde es real, si la iglesia es real, si la Familia del Amor también lo es, ¿en qué punto entra lo fantástico?”.
¿Por qué te sentiste inquieto al leer sobre el Hombre Verde, como aclarás en los agradecimientos?
Porque algunas imágenes son muy hostiles. Estamos acostumbrados a las gárgolas, pero me impresionó la idea de colocar una imagen tan agresiva a un costado de una iglesia. No se trataba sólo de adoración sino de miedo basado en la naturaleza: si el ciclo de la naturaleza cambiaba perdías tu cosecha y si perdías tu cosecha morías. No es una imagen benévola de la naturaleza. No tiene interés en vos, no le importás, y los sacrificios que hagas quizá —y sólo quizá— la aplaquen un poco. Era una combinación de dos creencias en una sola construcción muy interesante.
Hay un par de referencias a Charles Dickens en la novela, que además tiene un costado social muy importante, con la situación de los indigentes narrada a un estilo muy dickensiano. ¿Por qué era importante para vos?
Creo que la mejor novela del idioma inglés es Bleak house, de Dickens. Y como yo he llegado a un punto en el que soy consciente de mis propias fallas de aprendizaje, no accedo a tanta ficción nueva porque no he leído suficiente de lo viejo. Así que estoy leyendo a Dickens todos los años. Y si uno lee a buenos escritores, con un poco de suerte la literatura que hace se vuelve un poco mejor. Uno aprende de leer a los escritores buenos y por un proceso de ósmosis absorbe algunas cosas... Y sí, la caracterización de los sin techo en mi novela es totalmente dependiente de Dickens, y también el hecho de que no haya personajes menores. Es como en Rosencrantz y Guildenstern están muertos, de Tom Stoppard, que toma a dos personajes aparentemente menores de Hamlet y los hace el centro de su propio drama. Cada personaje que uno introduce en un libro en teoría podría ser el héroe de una novela totalmente distinta, y en este caso, por ejemplo, Jude, el indigente, apenas aparece y está muriendo cuando el lector lo conoce, pero no debería ser por eso menos importante.
¿Un escritor es alguien que odia escribir, o al que al menos no le gusta escribir sino haber escrito, como afirma el dicho?
Es totalmente cierto. Es como ir al gimnasio, es mejor haber ido que ir. Pero es un modo encantador de ganarse la vida. Hay días en los que uno desearía hacer otra cosa, y otros en los que lleva 40.000 palabras escritas y desespera. Sólo sé dos cosas de escribir: lo primero, que en cada libro que he escrito he querido abandonarlo cuando iba entre 20.000 y 40.000 palabras, cada uno de ellos, porque ahí es donde entran las dudas y las dudas son parte del proceso. Lo segundo es que los escritores son gente que terminan las cosas. Creo que fue Ray Bradbury quien dijo que “los profesionales son amateurs que terminan cosas”. No se aprende nada por abandonar algo y no deja ningún tipo de existencia en el mundo. Hay que terminar todo, sean poemas, canciones o novelas. Las cosas dejadas a la mitad son la muerte de uno como escritor. Y esa es la parte dura, terminar, pero es el mejor oficio que he tenido. Es mucho mejor que trabajar para ganarse la vida.
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