Por The New York Times | Katharine Dion
Dos días antes de mudarnos de Dakota del Sur, Rex y yo estábamos sentados hablando bajo la puerta abierta de la cajuela de mi auto. A lo lejos, una tormenta eléctrica se movía hacia nosotros sobre la extensión abierta de las Grandes Llanuras, pintando el cielo de un púrpura turbio.
Él hablaba apasionadamente sobre las baterías de litio.
Cuanto más hablaba, menos cosas parecíamos tener en común. Me consideraba alguien capaz de interesarse por casi cualquier cosa, sobre todo cuando me atraía la persona que hablaba. Pero ahora me preguntaba: “¿Me interesan las pilas?”.
Él y yo éramos voluntarios en la reserva de Pine Ridge, donde construíamos y reparábamos infraestructura. Él fue la primera persona que me saludó cuando llegué al final del largo camino de terracería. Cuando bajó de la cabina de una cargadora y vi su rostro, mi cuerpo se calentó.
En la versión lírica de lo sucedido al acercarse la tormenta, habríamos dejado de hablar y nos habríamos tomado en serio el placer de nuestros cuerpos. Pero el deseo de tener un bebé había hecho que las citas a mis treinta y tantos se parecieran menos a un poema y más a un problema matemático. Había muchas cosas que tenían que coincidir, y lo que buscaba ahora difería de lo que mi yo más joven había imaginado.
No me importaba salir con alguien durante un tiempo determinado antes de tener un bebé ni enamorarme ni casarme. Quería que me gustara el padre biológico de mi hijo, tal vez admirarlo. Eso era todo. Había llegado a ese conjunto de criterios porque las alternativas me parecían sentimentales y poco realistas, sobre todo las listas de deseos para los futuros esposos que muchas de nosotras fomentamos durante los años en que estamos preparadas para tener hijos y podemos hacerlo.
Con la ayuda de mi práctica de meditación sentada, había observado que, cuanto más me preocupaba por embarazarme, menos exigente era con el amor, un efecto que temía que se intensificara al envejecer. ¿Cómo podía confiar en mi juicio bajo presión? ¿No empezarían muchos hombres a parecer padres?
Decidí que la forma más segura de protegerme del engaño romántico sería separar las dos historias desde el principio: podía intentar encontrar pareja o ser madre, pero no las dos al mismo tiempo. Como las limitaciones biológicas me facilitaron determinar lo que era más urgente, decidí tener un hijo fuera del contexto del amor.
Concebí mi viaje en solitario a Dakota del Sur como una experiencia que mi yo del futuro, la que tendría un dependiente, me agradecería algún día. Cuando volví a casa, planeé embarazarme con el esperma de un donador anónimo.
En mi última noche con Rex, mientras nos besábamos en su tienda de campaña, me di cuenta de que había muchas cosas que no sabía sobre él: quién estaba en su vida, dónde trabajaba, su apellido.
Antes de salir de su tienda, me pidió mi número de teléfono. Él se dirigía a su casa en Míchigan y yo a California. Le dije que creía que debíamos dejar la situación tal y como era en ese momento, que me parecía perfecta.
“¿Qué, estás loca?”, exclamó, y me dio su número.
De vuelta en mi casa, estudié a detalle los cuestionarios de los donadores en el banco de esperma local, tratando de distinguir a quién le gustaban los videojuegos y quién prefería el billar, pero todo se mezclaba sin sentido ni forma.
Sin embargo, las conversaciones telefónicas con Rex eran extrañas y memorables. Él había heredado las expresiones de su padre como: “¡Hijo de la patada!” y “¡Santa Cachucha!”. Mientras adoraba a las gallinas ponedoras de su patio trasero a menudo se refería a sí mismo como una “mamá gallina”. Era el único adulto de treinta y tantos años que conocía que había viajado en avión solo una vez, un viaje nacional de ida y vuelta por un antiguo trabajo.
No hablábamos mucho sobre las partes de nuestras vidas que existían más allá del presente. Mencionó que su relación con una mujer de Míchigan se estaba acabando. Lo único que sabía de mi camino hacia la maternidad era que quería un hijo.
Cuando mi búsqueda de un donador se estancó por no tener sentir nada por ninguno de ellos, unos amigos se ofrecieron a examinar los perfiles conmigo en la víspera de mi cumpleaños número 40. Dos donadores recibieron la aprobación de mis amigos, así que me puse en la lista de espera de su esperma, aunque seguía sintiéndome ambivalente.
Cuando finalmente le conté a Rex mi plan estancado para convertirme en madre, me dijo: “Yo puedo ayudarte con eso”.
Me quedé en silencio. Luego le dije: “No digas algo así sin pensarlo”.
“Te lo digo”.
No le interesaba ser padre ni copadre, así que las posibilidades de las que hablamos daban por sentado que, para cuando yo diera a luz, él y yo ya no tendríamos una relación romántica.
Pronto me visitó en California y tuvo su primera experiencia empapándose desnudo con desconocidos en aguas termales, su primer contacto con secoyas milenarias (lloró). Daba masajes de espalda precisos, no torpes; sus manos estaban llenas de vida. Seguíamos trabajando en nuestro acuerdo de donación. También nos estábamos enamorando
Fui a quedarme con él en Míchigan, donde me enseñó a usar una sierra eléctrica y a cuidar pollos. Finalmente, me siguió de vuelta a California, y condujo todo el camino en un remolque casero lleno de herramientas.
Durante ese tiempo, intentábamos vivir dos historias distintas: una en la que cada mes intentábamos tener un bebé, y otra en la que aún nos estábamos conociendo. Sin embargo, cuanto más disfrutábamos, más confusa se volvía nuestra situación. Si me embarazaba, ¿dejaría la relación? Si no me embarazaba, ¿cambiaría de donador?
Casi un año después de que se ofreciera a ser mi donador, empezamos a tener estas conversaciones difíciles. Y mientras lo hablábamos, quedé embarazada.
Su generosidad era tal que se alegró mucho por mí. Sin embargo, en el interior, comenzó a retraerse. Seguía sin querer ser padre o copadre; la idea de ser cualquiera de las dos cosas le hacía revivir viejas heridas de su infancia. Cada día de su indecisión, me sentía tentada a intentar convencerlo de que se quedara. La mayoría de los días, tenía suficiente cordura para reconocer que hacerlo nos perjudicaría a ambos.
El día que se fue de California, me tomó una fotografía con aspecto atormentado. Luego se subió a su auto y condujo hacia el este. Era el Día del Padre.
Cuando se marchó, puse manos a la obra; entrevisté a parteras, busqué en internet artículos de bebé de segunda mano e intentaba explicarle al ser que llevaba en mi vientre por qué lloraba tanto: “Lo siento, bebé. Estoy bien. Solo me siento triste”.
Entonces, semanas después, sin previo aviso, me llegó un mensaje de texto: “Cometí un terrible error”.
A esas alturas, reconocí que el error no había sido solo suyo.
Cuando el amor y un bebé coincidieron para mí, seguía creyendo que podía separar ambas cosas y seguir intacta. No fue sino hasta que Rex y yo sufrimos que pude ver que la realidad inofensiva que imaginé nunca había existido entre nosotros. Se había evaporado en el momento en que me saludó al final del camino de terracería, y mi cuerpo respondió con calidez.
El budismo se basa en la verdad de que el sufrimiento es causado por el deseo, lo que a primera vista puede hacer que tanto el sufrimiento como el deseo suenen inequívocamente negativos. No obstante, la belleza del sufrimiento es que ofrece la oportunidad de tener una relación curiosa y tierna con el deseo, de escucharlo en lugar de intentar erradicarlo. A menudo, lo que escucho bajo el ruido superficial de mi deseo no es problemático, solo humano: la vulnerabilidad de tener una vida enredada con otros.
En ausencia de Rex, recordé que atender a un amante o a un hijo es un trabajo sucio, en el sentido más sano. No nos enamoramos ni tenemos un bebé para que se afirmen nuestros puntos de vista y preferencias. Lo hacemos, al menos un poco, para suavizar nuestro singular y solitario control sobre la realidad e invitar a lo inesperado, lo indeseable y lo inexplicable.
Eso —llámese desorden, o riqueza, o manos llenas de vida— es lo hermoso y natural de ser un animal con apetitos más allá de nuestra comprensión. Ser fiel, en el sentido más profundo, a un amante o a un bebé es decir sí a lo extraño y memorable antes de saber que lo quieres o lo aceptas.
Rex llegó a esa conclusión a su manera. Me dijo que, desde que se fue de California, había estado escuchando varios pódcast sobre la paternidad y mirando la foto que me tomó el día que se fue. También había estado llorando. Y quería volver.
“¿Por el bebé?”, pregunté. “¿O por mí?”.
“Por los dos”, respondió.
Y volvió. Vendió sus herramientas más pesadas, volvió a pintar las paredes y puso en venta su casa de Míchigan. Dos meses más tarde, estaba de vuelta en California a tiempo para ver nacer a nuestro hijo.
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