Por The New York Times | Jessica Slice
David dijo que sabía que yo estaba interesada en él por mi lenguaje corporal. Me había girado hacia él en el pequeño banco de madera, metiendo los pies debajo y apoyando el brazo en el respaldo. Él llevaba una mochila y me habló de Studs Turkel y me preguntó si quería que me prestara “Slouching Towards Bethlehem” de Joan Didion.
Sin embargo, había interpretado mal mi lenguaje corporal. No intentaba demostrar que estaba interesada. La verdad es que los bancos me hacen daño, y girar hacia un lado era la única forma de hacer tolerable el hecho de estar sentada allí. Debido a mis enfermedades —el síndrome de Ehlers-Danlos, un doloroso trastorno genético del tejido conectivo, y la disautonomía, que afecta mi capacidad para sentarme, ponerme de pie, digerir y regular la temperatura—, muchas posturas son dolorosas o imposibles de mantener durante más de uno o dos minutos.
Aquel día, al apoyarme en los listones de madera con David, las costillas se me salieron de su sitio y me dolían. Mi pelvis magullada palpitaba sobre la superficie firme. Girar hacia un lado me permitió ajustar mi peso sobre la parte más carnosa de mi trasero y utilizar el brazo para apoyarme en la madera.
Esto fue hace seis años, en Berkeley, California, a donde me había mudado por el clima templado, que hacía más tolerable la convivencia con mis condiciones. Hacía frío y él llevaba varias capas de ropa: una camiseta, una blusa de franela, una sudadera, una chamarra, una bufanda y un gorro. Yo llevaba una chamarra de lana larga sobre una camiseta.
Cuando vio que mis manos se ponían moradas, se quitó la bufanda y me rodeó el cuello. Me lancé a contar un incidente aterrador en el sistema de ferrocarril BART y me interrumpí para mencionar que todo el asunto podría haber sido culpa mía porque me senté en un asiento interior, dejando el asiento del pasillo libre para los acosadores.
Ahí me detuvo. “Sin importar lo que haya ocurrido, tú no tuviste la culpa”, me dijo.
Había empezado la historia como una de esas anécdotas típicas de “la vida en la ciudad es una locura, ¿no?”, pero algo cambió entonces. Ya le importaba. Estaba prestando atención.
Unas semanas después, mientras compartíamos tacos de pescado en Oakland, le hablé de mi discapacidad, sobre los mareos y las náuseas y la silla de ruedas en la cajuela. Se inclinó, memorizando cada detalle, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Un mes después, me dejó en un estudio de música donde me acurruqué en un sofá de cuero con el perro de mi querida amiga Nataly y “Una habitación propia”, el ensayo de Virginia Woolf, y escuché a su banda, Pomplamoose, grabar un álbum. Me había masajeado la sien en el auto y se dio cuenta. Le dije que no tenía ibuprofeno, pero que solo era un pequeño dolor de cabeza. Cuando me recogió, una botella de agua y un paquete de Motrin me esperaban en el asiento.
Y así, cuatro meses después de conocernos, rompí con él. Estaba de pie a la salida de un cine, con su suéter, su mochila y sus zapatos de hule, y no pude soportarlo ni un minuto más. Su amor sincero se había vuelto repulsivo. Imaginar la forma en que quería cuidarme —la inevitable lealtad, aceptación y protección— me llenó la garganta de bilis.
David es guapo y divertidísimo. Cada cosa nueva que aprendía de él me impresionaba más: su humildad inflexible contradecía su intelecto y su confianza. Besarlo se sentía natural y nuestras conversaciones eran fáciles.
Sin embargo, rompí con él.
Comparé lo que sentía por David con la forma en que una vez había suspirado por hombres que me habían dejado esperando, y descubrí que la intensidad de mi pasión por David era escasa. Los otros hombres evitaron hablar de mi discapacidad. Llegaron tarde. Todavía no me había dado cuenta de que la incertidumbre no es lo mismo que el amor.
El primer día sin David, sentí que por fin podía respirar. Mi amiga Ellie y yo condujimos por las ventosas carreteras de Marin hasta Stinson Beach.
“A veces las cosas no están bien”, le dije.
El segundo día, mientras descansaba desnuda en una plataforma de madera roja en el patio trasero del jacuzzi secreto de la casa en Berkeley, las dudas empezaron a aparecer.
De camino a casa, me detuve en una tienda de estambre y compré un poco de lana gris esponjosa que había sido cosechada de ovejas locales. Iba a hacer una manta mientras pensaba qué hacer. Utilicé la primera bobina y me di cuenta de que necesitaría unas cuantas más para que la manta fuera más grande que un pañuelo. Compré dos más, riéndome de que estaba en camino de hacer una manta de 90 dólares. Tejí a ganchillo y pensé en David.
Consideré la posibilidad de enviarle un mensaje de texto para hacerle saber que tenía dudas sobre mi decisión, pero decidí no hacerlo: mi incertidumbre no era de su incumbencia. Y la manta seguía siendo demasiado pequeña. Volví a comprar hilo, una y otra vez.
Al final de la semana, me había gastado 390 dólares en la manta. Una tontería para una persona sin trabajo que vivía en el cuarto de huéspedes de la casa de unas personas casadas. La doblé con cuidado, la até con una cinta y envié un correo electrónico a David: “¿Podemos hablar?”.
Aceptó reunirse conmigo junto al lago Merritt.
Nos sentamos en una toalla junto al agua, a pocas cuadras de su departamento. La manta hecha a mano descansaba en mi regazo, y yo jugueteaba con los nudos, mirando a David hacia arriba y hacia abajo. Todavía se me corta la respiración cuando me imagino su rostro, dolido, seguro y escéptico. Esperó, en silencio, mientras yo intentaba hilvanar una frase.
“Lo siento”, dije. “Debería haber tenido una conversación contigo antes de terminar la relación”.
“Tienes razón”, respondió.
“Me temo que me he equivocado”, dije, apartando la mirada.
Mis palabras eran confusas mientras intentaba explicar que, ante la posibilidad de una relación sana, mi cuerpo y mi mente entraron en pánico. Que, en lugar de sentirme reconfortada por una pareja leal, me sentía asqueada y asustada. Le dije que estaba hablando con mi terapeuta al respecto y que creo que era porque lo que me ofrecía no me resultaba familiar. Hasta ese momento, mis relaciones más cercanas habían estado marcadas por la incertidumbre y la pérdida, y se sentían seguras de una manera perversa.
Asintió, paciente. Y luego me explicó que para él tenía sentido. Había escuchado mis historias de relaciones pasadas y, después de que rompiera con él, consiguió un libro de Robert Firestone titulado “El vínculo de la fantasía”. Pensó que yo podría estar buscando recrear el trauma y la incertidumbre de años anteriores.
Firestone, un psicólogo clínico, dice que en lugar de cuestionar sus circunstancias, los niños se culpan a sí mismos por su dolor. No solo se culpan a sí mismos, sino que empiezan a esperar la pérdida y la soledad. Al enfrentarme a una nueva versión de la edad adulta, mi visión del mundo se vio amenazada.
David leyó el libro para entender por qué le estaba rompiendo el corazón, sin esperar que yo cambiara de opinión, ni siquiera que volviéramos a hablar.
Han pasado seis años desde aquella conversación. La manta descansa ahora en el asiento de nuestra ventana, junto a los binoculares que utilizamos para observar a los animales que se pasean por nuestro patio trasero: zorros, patos, gansos, conejos y, en una ocasión, un lobo.
En los meses posteriores a que le diera la manta y nos fuéramos a comer papas fritas con ajo, seguía queriendo salir corriendo. En la terapia, me lamenté de que no estaba experimentando una obsesión que me consumiera. Solo me sentía cálida, segura, en casa. No fue fácil enamorarme de David, pero al final fue fácil quedarse.
David es amable conmigo todos los días. Y yo soy amable con él. Nos reímos a menudo. Leemos lo que escribe el otro y hablamos hasta altas horas de la noche. Aunque los últimos años han traído consigo incendios forestales, hospitalizaciones y la pandemia, no hemos dudado de nuestro compromiso mutuo. Somos amables y generosos el uno con el otro.
A veces recuerdo con nostalgia mis romances de montaña rusa con hombres que no me devolvían las llamadas, hombres de los que tenía que esconderme. Donde el amor era todo anhelo, no pertenencia. Las palabras mordaces y los sentimientos rotos. La euforia de volver a estar juntos después de romperlo todo.
Crecemos creyendo que el mundo tal y como lo vivimos es el más natural. Cuestionar nuestra experiencia inmediata es desadaptativo cuando somos niños porque, si nuestra vida no es segura, ¿adónde podemos ir?
Como mujer adulta, buscaba situaciones que me devolvieran a mis primeros años. Cualquier otra cosa me parecía demasiado extraña para confiar en ella.
Me he disculpado con David por no permitirle el torbellino de romance temprano que merecía. Por culpa de mi angustia, se perdió los meses mágicos y llenos de hormonas que suelen marcar el comienzo de una relación.
A veces, todavía siento una punzada cuando alguien menciona sus primeros días de amor a la deriva, la euforia, la emoción, la burbuja de invencibilidad. Pero hay otros tipos de magia.
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