Por The New York Times | Denny Agassi
EN MI EXPERIENCIA, LAS CITAS COMO MUJER TRANSGÉNERO IMPLICABAN EXPECTATIVAS BAJAS Y SEXO CASUAL, PERO DESPUÉS CONOCÍ A JACK.
Mi perfil de Grindr decía: “Sé amigable con las personas trans . Envía foto de tu rostro para charlar”.
Era difícil estar en una aplicación de contactos para personas gay como mujer trans. La mayoría de los hombres que veía a mi alrededor solo deseaban acostarse entre ellos. Pero sabía que había hombres heterosexuales en Grindr que ansiaban una mujer como yo. Yo también los deseaba.
Ahí fue donde conocí a Jack. Con 22 años, era unos meses mayor que yo y, aparte de su edad, todo su perfil estaba en blanco, lo que suele ser un indicador de un hombre heterosexual cisgénero que oculta su atracción por las mujeres trans. Normalmente, los mensajes que recibía empezaban con un mensaje de texto sexual y vulgar, a veces con una foto de desnudo no deseada.
Vivía en Morningside Heights y asistía a la Universidad de Fordham para cursar una maestría en Comunicación Estratégica. Una noche estaba trabajando hasta tarde cuando recibí un mensaje de Grindr de él, una selfi. Entre su cabello castaño claro, su aspecto desaliñado de dos días y su mirada mansa, lo que más me llamó la atención fue su camiseta de lacrosse. Parecía un chico deportista del que me habría enamorado en la preparatoria.
Acompañó su foto con un “Hola”.
Los mensajes en mi bandeja de entrada de Grindr solían ir al grano: “¿Quieres pasarla bien ahora mismo?” “¿Paseamos en mi auto?” Los hombres que se ponían en contacto conmigo porque fantaseaban con mujeres trans hacían que me resultara difícil sentirme vista como una persona en general, ya ni hablar de sentirme mucho más como una persona digna de respeto.
Aunque la foto de Jack despertó mi interés, fue su amabilidad la que me atrajo.
Nuestra esporádica charla fue inofensiva y duró dos meses. Lo dejé de lado, pero mientras iba a la escuela y pasaba horas en la biblioteca, fue persistente.
“Mi deseo sexual ha estado bastante bajo estos días”, le escribí. “Dame un poco de tiempo y te llamaré después”.
“CLARO”.
Cuando volví a mis estudios, añadió: “Para que lo sepas, podemos hacer cosas no sexuales y pasar el rato también. Sería divertido”.
Eso se convirtió en nuestro patrón: él era lo suficientemente distante como para mostrar interés sin presión, y yo apreciaba su laxitud, dado mi exigente horario escolar. Su sencillez me llevó a confiar en él, así que nos pusimos de acuerdo para vernos un día.
La primera tarde que Jack vino, admiró mi tina y bebió su vaso de agua con las dos manos. Su porte aplomado con un abrigo de lana beige y una larga bufanda me recordó, en el buen sentido, a John Bender de “El club de los cinco”. En mi habitación, se fijó en mis figuras del Power Ranger amarillo y en mi premio académico enmarcado junto a ellas en el alféizar de la ventana.
“¿Estudiaste en SUNY Oneonta?”, dijo. “Yo estudié en SUNY Potsdam”.
Me imaginé a mis amigos que también asistieron a Potsdam comiendo en la misma cafetería que Jack, emborrachándose en la misma fiesta de fraternidad. De repente, la persona que había visto como un extraño ahora encajaba en mi mundo.
Me imaginé cómo se veían los ciervos desde la ventana de su dormitorio, mientras vagaban por la hierba al amanecer. O cómo pasaba el día cuando la escuela cancelaba las clases por la nieve. O adónde habría ido si sus padres hubieran podido permitirse una universidad privada.
Nos sentamos en mi cama, con la espalda apoyada en la pared. Él apoyó su cabeza en mi cadera y rodeó mi cintura con sus brazos. “Esto es raro”, pensé. Aparte de la intimidad sexual, mis ligues no eran nada románticos, no se acurrucaban conmigo ni tenían expresiones de afecto.
Lo besé y me puse encima de él. Me quité la camiseta y él me abrazó con fuerza. Su cara se clavó en mi pecho mientras decía: “Me gustas. Creo que eres genial”.
Sin saber cómo me sentía en realidad, le dije: “Ah. Yo también creo que eres genial”.
La siguiente vez que vi a Jack, pasó la noche en mi casa. Fue entonces, despierta en la cama a las 4 de la mañana, cuando me di cuenta de que nunca había dejado que un chico se quedara a dormir. Su calor calentaba la cama, así que me arrastré hasta el baño para refrescarme. Envié por Snapchat una selfi desorientada a mis amigos, con el pelo despeinado y los ojos rojos.
“¿Cómo hacen esto de dormir con alguien?” escribí. “No puedo dormir en absoluto”.
De manera habitual, mis aventuras con hombres extraños eran breves. Los hombres no se fijaban en mi tina ni en mi historial educativo antes del sexo, y no se quedaban después.
Volví a la cama, perturbada por el estruendo de sus ronquidos, pero su rostro dormido sobre mi almohada me impactó. Por primera vez, la idea de compartir la cama con un hombre no provenía de la pura imaginación. Ahora tenía una imagen real para esa fantasía; podía fingir que Jack era mi novio, acercarme a su cara y susurrarle “te quiero, buenas noches”, luego quedarme dormida y encontrarme con él en algún lugar de su sueño como si lo hubiéramos hecho cientos de veces antes.
Al día siguiente, voló para ver a su familia durante las vacaciones y las primeras semanas del año nuevo.
“Feliz Navidad”, le envié un mensaje.
“Tú también ten una feliz Navidad, nena”, me contestó.
Después de nuestra pijamada , no volví a saber de él a menos que yo me comunicara con él, un cambio inesperado. En lugar de ceder a mi inseguridad de que la pijamada significó poco para él y, por lo tanto, yo significaba poco, imaginé otras posibilidades: que me pidiera que durmiera en su casa, para variar, o que me llamara de modo espontáneo mientras estaba en la cola de la cafetería en la mañana. Pero como había supuesto una expectativa solo de sexo desde el principio, me avergoncé de empezar a sentir cosas por él.
“Te extraño”, me mandó un mensaje una mañana cualquiera.
“¿En serio?”.
Seguimos en contacto y nos veíamos de vez en cuando, con espacio de algunas semanas. Una mañana calurosa, roncó detrás de mí mientras yo estaba sentada en el suelo junto a mi cama, trabajando en mi tesis final. Me acercó la mano a la cara, para hacerme saber que estaba despierto. Con los ojos puestos en la pantalla de la laptop, tomé su mano y le planté besos en la palma, sumergida en esas alegrías ordinarias, el tipo de afecto con el que poco a poco me sentía más cómoda.
Anhelando tener algo más que una relación casual con él, busqué a un terapeuta para que me guiara a través de mis sentimientos en aumento.
Los mensajes de texto periódicos de Jack, en los que me decía que me extrañaba, progresaron con emoticonos de corazón, una cercanía sin precedentes. Y yo le correspondí. Era emocionante expresar mi adoración de manera tan directa, hasta que las semanas que pasaron entre vernos y enviarnos mensajes de texto acabaron convirtiéndose en meses de silencio que interpreté como “ghosting”.
Dependía de Grindr como red social recurrente porque salir con una persona trans es complicado. Acostarme con alguien era más fácil para mí. Había bajado mis expectativas, y entonces conocí a Jack, que me vio como algo más que un cuerpo para fantasear, solo para que su misterioso silencio se volviera eco de una inseguridad inminente que evité durante años: ser trans implica que no soy lo suficientemente real como para merecer civilidad.
Me derrumbé en terapia y reuní el valor para decir en voz alta lo que era innegablemente cierto: “Se olvidó de mí”.
“No quiero echarte la culpa”, dijo mi terapeuta, “pero ¿podría tener algo que ver con que él sea un hombre heterosexual cis y tú una mujer trans?”.
No quería culpar a Jack, que me mostró un nuevo ámbito de afecto que hizo que el deseo resultara algo tan sencillo como el de un chico y una chica que se gustan. Pero él también hizo que el abandono fuera sencillo; quizá nada de esto era suficiente.
En el fondo, negaba que mi mera existencia como mujer trans pudiera representarle un obstáculo. Al cortejarme, Jack alimentó la posibilidad de que mis fantasías románticas se hicieran realidad, de que pudiera ser vista como una persona compleja y no como objeto fetiche de la imaginación de alguien. Tras ser abandonada por él, me hundí en la inseguridad de pensar que ser trans me negaba incluso un simple adiós.
No obstante, sé que soy una persona de verdad porque, cuando era adolescente, requerí una certeza excepcional de mi existencia. Los médicos y psiquiatras comprobaban de manera constante mi decisión.
“Sí, estoy segura”, repetía, y cada año me sentía más real. Con Jack, me sentía aún más real. No solo me había visto como mujer, sino como una mujer digna de ser abrazada.
Podía culpar a mi condición como personas trans por el abandono de Jack, pero tal vez no tenía nada que ver con eso. Tal vez odiaba su trabajo. Tal vez su familia se desmoronó. Tal vez el placer que sentíamos juntos contrastaba con el dolor que quedaba de nuestro bagaje.
En los días de soledad, me imagino en SUNY Potsdam. En una fiesta de fraternidad, bailo borracha frente a Jack, con luces azules baratas que rozan las curvas de nuestros pómulos, y el sudor en gotas, como luciérnagas color cian. La canción “Sweet Caroline” de Neil Diamond retumba en la fiesta. “Los buenos tiempos nunca parecieron tan buenos”, gritan todos. “Me había inclinado a creer que nunca lo serían”.
Me sitúo en la cafetería, donde Jack y yo nos acercamos al mismo tiempo a la barra de ensaladas. Cuando me ve, da un paso atrás y dice: “Tú primero”, con una sonrisa tan grande que necesitaría las dos manos para sostenerla. .
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