Por The New York Times | Monika Pronczuk
Adonde sea que vaya en la iglesia de San Juan Bautista en Bruselas, el reverendo Daniel Alliët se ve de inmediato rodeado de una multitud, un evento inusual para una iglesia católica romana en Europa Occidental, una región predominantemente secular.
Sin embargo, la iglesia de San Juan no es como cualquiera. Una impresionante fachada barroca adorna el exterior, pero al interior no hay bancos, cirios ni siquiera devotos. Las estatuas religiosas del siglo XVII están decoradas con afiches que claman por justicia social y el piso de mármol está lleno de colchones y sacos de dormir para los migrantes que se albergan ahí, quienes a menudo rodean al cura mientras camina por la iglesia.
Para Alliët, de 77 años, el núcleo del cristianismo es ayudar a aquellos en los márgenes de la sociedad y ha dedicado buena parte de su vida a ayudar a los migrantes que viven en el país sin permiso legal —la mayoría de ellos musulmanes— y a los pobres urbanos. Aunque su iglesia sigue estando santificada, no se ha celebrado ni una sola misa ahí desde que Alliët se retiró en 2019. Es un enfoque poco ortodoxo, uno que ha generado tensiones entre él y los miembros más conservadores del clero católico romano en Bélgica.
Alliët dice que los migrantes son “esclavos modernos” y en una entrevista en la iglesia declaró que el calvario que atraviesan era un reflejo de la injusticia global de la que el mundo occidental es responsable. En Bélgica, una nación de 10 millones de personas, hay hasta 200.000 migrantes con un estatus irregular, de acuerdo con estimados de organizaciones humanitarias.
Alliët practica lo que solía predicar.
Durante los últimos 35 años, ha vivido en comunidad junto con migrantes del área de Molenbeek, Bruselas, una zona con una fuerte presencia musulmana y tristemente célebre por haber sido el lugar donde se planearon los ataques terroristas de París en 2015 y de Bruselas el año siguiente. Sus actuales compañeros de casa provienen de Marruecos, Ruanda, el Congo, Guinea y Senegal. En algún momento, Alliët dijo que era el único en la casa que no celebraba el Ramadán.
En algunas ocasiones, Alliët suena más a un político que a un cura.
“Los migrantes son las víctimas y nos estamos beneficiando del sistema”, dijo, golpeando el puño en la mesa para ser enfático. Alliët ha rechazado ofertas para unirse a partidos políticos, pero admite que su vocación es inherentemente política.
“A final de cuentas, Cristo también fue un revolucionario político”, comentó. “Por eso lo mataron, para empezar”.
En un país donde el tema de la migración se ha vuelto tan divisivo que provocó el colapso de un gobierno, el trabajo del cura ha ganado reconocimiento, pero los opositores de la inmigración también lo han criticado con dureza. Un político de derecha, Theo Francken, describió una huelga de hambre reciente que protagonizaron unos 250 migrantes en la iglesia durante dos meses como un “grupo de presión en favor de las fronteras abiertas” y desdeñó a sus simpatizantes como “superingenuos”. (La protesta, que exigía un estatus legal y una libre vía para obtener la residencia belga, fue suspendida en julio, pero los huelguistas inmigrantes, muchos de ellos en situación de calle, siguieron en las instalaciones de la iglesia). El enfoque del cura también ha herido susceptibilidades en la jerarquía de la iglesia.
“Sin duda no es mi enfoque”, comentó en una entrevista Jean Kockerols, el obispo auxiliar de Bruselas. La Iglesia católica tiene el deber de defender a los más vulnerables, mencionó Kockerols, pero acciones como albergar huelgas de hambre no “son algunos de los mejores medios para lograrlo”. En 2014, el arzobispo de Bruselas, André Léonard, quiso reubicar a Alliët en otra iglesia pero renunció a la idea tras las protestas de residentes locales.
“En su mayor parte, Jesús también realizó trabajo social”, comentó Alliët, encogiendo los hombros. “Siempre que iba a la sinagoga, había problemas”. Celebrar misas “no es esencial”, agregó.
Por eso no es ninguna sorpresa que Alliët tenga una sólida base de seguidores entre los inmigrantes, así como en la zonas aledañas. Ahmed Manar, uno de los huelguistas de hambre que nació y se crio en Marruecos, señaló que se enteró del cura casi en cuanto llegó a Bélgica hace diez años.
“Es como un padre para todos nosotros”, comentó Manar, de 53 años, a quien todavía le falta obtener su residencia. “No tiene nada que ver con la religión. Lo que hace es prueba de su humanidad”.
Fue la quinta huelga de hambre de migrantes en la iglesia desde que Alliët se convirtió en el párroco del templo en 1986. Sin embargo, conforme se han endurecido las actitudes políticas y sociales hacia la migración en Bélgica, las protestas se han vuelto menos exitosas. En el pasado, produjeron importantes concesiones del gobierno, como la residencia total para todos los manifestantes.
El cura reconoció que su trabajo se ha vuelto más extenuante en años recientes, pero eso no parece haber moderado su entusiasmo. Cuando le diagnosticaron cáncer el año pasado, no dejó de trabajar, ni siquiera durante la quimioterapia. “Mi misión es lo que me mantiene”, comentó. Después de que Alliët se graduó del seminario, sus superiores lo convencieron de que aceptara un trabajo en la academia y, después, en el sector de la caridad. Alliët trabajó como profesor de filosofía en la Universidad de Lovaina y dirigió la sucursal de Caritas, un grupo de ayuda católico romano, en Flandes.
Pero quería hacer más.
“Me hice cura para ayudar a los necesitados”, comentó. “Hicimos un compromiso y, cuando cumplí 40 años, renuncié y me mudé a Bruselas”.
Bélgica es uno de los países más ricos de Europa, pero Bruselas es una ciudad de contrastes marcados, pues el 30 por ciento de sus habitantes vive debajo de la línea de pobreza. Los niveles de pobreza son todavía mayores entre quienes tienen raíces extranjeras, muchos de los cuales viven cerca de la iglesia de San Juan Bautista.
Alliët considera que su trabajo es parte de un esfuerzo de redención por un brutal pasado colonial de Bélgica, el cual la nación apenas ha comenzado a abordar. “Cuando Bélgica colonizó el Congo, nadie pensó en mostrar ningún documento”, mencionó. “Simplemente íbamos a donde queríamos y tomábamos lo que se nos antojaba”. El padre Daniel Alliët, un cura católico de 77 años que brinda un techo a los migrantes indocumentados, en la iglesia de San Juan Bautista en Bruselas, el 5 de agosto de 2021. (Ksenia Kuleshova/The New York Times)