El 6 de mayo de 1937, una rápida y voraz conflagración reducía a cenizas a la aeronave más grande jamás construida (*), y junto con ella capotaba la romántica era de los viajes en dirigible. En la tragedia murieron 37 personas, y puede considerarse una cifra afortunada si se tiene en cuenta que a bordo iban 97 seres humanos, y que el fuego tardó menos de un minuto en consumir el dirigible.
Bautizado en honor del segundo presidente de la República de Weimar, el mariscal Paul von Hindenburg, el dirigible Hindenburg era orgullo de la Alemania nazi. Medía 245 metros de largo y alcanzaba los 135 kilómetros por hora gracias a sus cuatro motores diesel, una velocidad que le permitía viajar de Europa a América en sólo tres días.
El 6 de mayo de 1937 el Hindenburg arribó a la costa este de Estados Unidos luego de atravesar sin novedad el Atlántico. El tiempo estaba tormentoso, lo que le impedía acercarse a la base de amarre de la Estación Aeronaval de Lakehurst, Nueva Jersey, donde estaba prevista su llegada.
A la espera de que el tiempo se despejara, el capitán Max Pruss decidido dar un poco de espectáculo y sobrevoló la Isla de Manhattan, haciendo que los ojos de todos lo neoyorquinos se elevaran al cielo. Cuando se le notificó que el clima mejoraba en Nueva Jersey y ya podía dirigirse al amarre, habían pasado casi doce horas del horario previsto.
A las 19.25, el dirigible finalmente amarró y de inmediato se produjo la tragedia. El incendio fue tan veloz que hasta hoy no se sabe con certeza en qué parte de la aeronave empezó, pese a que seis periodistas y un aficionado filmaban la maniobra de llegada. Y si bien las dudas sobre el punto de origen del fuego quizá perduren, no hay ninguna acerca de la voracidad y premura de las llamas, que arrasaron la estructura en 40 segundos, unos instantes que le costaron la vida a decenas de personas.
Mucho se especuló desde entonces acerca de cuál pudo haber sido la causa de la tragedia. Hasta ese momento, el Hindenburg había demostrado ser una aeronave segura, al igual que la mayoría de los dirigibles. El Graf Zeppelin, antecesor del Hindenburg, había cruzado 144 veces el Atlántico sin sufrir ningún percance.
Al cabo de numerosas investigaciones -algunas muy recientes- surge la idea de una combinación de factores que habrían generado las condiciones para el estallido perfecto.
En 2014, el investigador Jem Stanfield, del South West Research Institute de Estados Unidos, creó un modelo a escala del dirigible y analizó toda la información disponible, usando nuevas tecnologías. Concluyó que la electricidad estática que el dirigible acumulo en su superficie durante la tormenta fue la causa principal del incendio.
Sin embargo, no era la primera vez que el aparato volaba en cielos turbulentos, por lo que la estática no bastaría por sí sola para explicar la catástrofe. Stanfield y su equipo señalaron que una válvula defectuosa o una pequeña fuga pudieron agregar un segundo elemento de riesgo. Sólo faltaba la "chispa" o detonador, que llegó cuando el dirigible amarró a la torre e hizo -literalmente- tierra.
Además, un tercer elemento conspiró para que un accidente que podría haber quedado en anécdota se convirtiera en tragedia. Estados Unidos era el único país con reservas importantes de helio, un gas considerado estratégico y cuya exportación había prohibido, dada la tensión internacional imperante en aquellos tiempos prebélicos.
Privados del gas más adecuado para sus dirigibles, los fabricantes alemanes debieron contentarse con el "viejo" hidrógeno, un gas mucho más inflamable. Y si bien los ingenieros germanos se jactaban de la seguridad de su manejo de esta sustancia, el caso del Hindenburg es un claro ejemplo de que ese uso no era perfecto.
Pese a estos resultados modernos, el origen y causas de la tragedia todavía no han sido explicados de manera concluyente, y puede que eso jamás suceda.
Sobre el hecho de que las víctimas mortales fueran relativamente pocas, los expertos también apuntan a un conjunto de elementos, aunque estos resultan más claros y apreciables a simple vista en comparación con los relacionados al "instante cero" de la conflagración.
Para empezar, hay que considera que el aparato esta a solo quince metros del suelo y bajó durante el incendio. Algunos pudieron saltar desde alturas relativamente bajas y escapar del trance con vida, aunque lesionados, e incluso hubo quienes llegaron a tierra de manera casi confortable, junto con fragmentos del aparato. Además, el siniestro hizo estallar los enormes s tanques de agua del dirigible, y el líquido elemento ayudó a extinguir las llamas.
El fin de una era
Utilizados con fines bélicos en la Primera Guerra Mundial, los dirigibles se reconvirtieron a fines pacíficos durante las décadas de 1920 y 1930. Y si bien en su hoja de ruta no faltaron los accidentes que costaron vidas, lentamente se ganaron cierta reputación como medio de transporte de pasajeros.
Sin embargo, la catástrofe del Hindenburg y su enorme impacto mediático fueron clavos, cruz y lápida para la era de los dirigibles.
"El Hindenburg era un símbolo del poderío de la Alemania nazi y su destrucción puso en entredicho ante todo el mundo la avanzada tecnología germana, de la que el Tercer Reich hacía ostentación", explicó tiempo atrás el historiador español Jesús Hernández, en declaraciones al periódico matritense ABC.
Hernández, que en el año 2010 publicó el libro El desastre del Hindenburg, recordó que "tras el accidente se cancelaron los vuelos en dirigible con pasajeros. Tan sólo el Graf Zeppelin II llegó a hacer algunos vuelos de prueba con personal de la compañía a bordo".
Por todo lo antedicho, el 6 de mayo de 1937 fue la fecha de expedición del certificado de defunción del dirigible como medio de transporte, y el momento de la apuesta definitiva por el avión.
"Supuso un final injusto para un medio de transporte aéreo que todavía tenía mucho potencial de desarrollo. El accidente gozó de una enorme cobertura mediática a través de la radio, la prensa y los noticiarios cinematográficos; el horror que provocó hizo que la gente diera la espalda al dirigible", relató el escritor.
Para Hernández, "viajar en dirigible era mucho más cómodo para los pasajeros en comparación con el avión, al poder moverse libremente por la nave". Por otra parte, estas aeronaves se desplazaban a altitudes relativamente bajas, por lo que "se podía ir admirando el paisaje". Asimismo, volar en dirigible era más seguro que hacerlo en los aviones de la época, y podían alcanzarse distancias mucho mayores.
En cuanto al Hindenburg en particular, el historiador señaló que "era mucho mayor que sus predecesores y disponía de más espacio para los pasajeros", dado que el espacio para estos se situaba "en el casco del dirigible, en vez de en las góndolas", como ocurría con los modelos anteriores.
"También contaba con un eficaz sistema de calefacción, de los que los otros carecían. El diseño del interior estaba muy avanzado para la época, podría pasar por actual, e incluso contaba con un piano y hasta sala de fumadores", describió.
Hernández sugirió que, a la larga, el dirigible no podría haber competido con el avión. Sin embargo, "de no haber sido por el desastre del Hindenburg, el dirigible se hubiera mantenido como un medio de transporte de lujo, destinado a viajes de placer", consideró.
El después
El dirigible nunca se recuperó del impacto del 6 de mayo de 1937. Durante la Segunda Guerra Mundial estas aeronaves tuvieron un uso militar limitado en diversos escenarios del conflicto, pero sin alcanzar ni por asomo la relevancia de los aviones.
En la década de 1990, y tras un largo olvido, los dirigibles volvieron a surcar los cielos, esta vez como afiches publicitarios aéreos o a modo de atracción turística.
En el año 2006, la Armada de Estados Unidos volvió a incluir dirigibles en sus programas, en un proyecto experimental para transporte de carga.
Actualmente existen proyectos que pretende usar gigantescos dirigibles cubiertos de paneles solares, capaces de generar energía más que suficiente para autopropulsarse.
(*) El LZ-130 Graf Zeppelin II, gemelo del Hindenburg, tenía idénticas dimensiones