Por The New York Times | Laura A. Munson
Supongamos que crees vivir un matrimonio sano. Siguen siendo amigos y amantes después de haber pasado más de la mitad de su vida juntos. Los sueños que se propusieron a los 20 años —cuando estaban solteros y delgados, y se miraban a los ojos, iluminados por la luz de las velas, en los bares de la ciudad— se han hecho realidad en su mayor parte.
Dos décadas después, tienen ocho hectáreas de tierra, una granja, hijos, perros y caballos. Son los padres que dijeron que serían, llenos de amor y orientación. Lo han hecho todo: Ir a Disneylandia, acampar, Hawái, México, vivir en la ciudad, observar las estrellas.
Seguro que tienen sus problemas matrimoniales, pero en general se sienten tan satisfechos de cómo han funcionado las cosas que nunca, ni en sus más locas pesadillas, pensarían que escucharían estas palabras de su marido un buen día de verano: “Ya no te quiero. No estoy seguro de haberlo hecho alguna vez. Me mudaré. Los niños lo entenderán. Querrán que sea feliz”.
Pero espera. Esta no es la historia de divorcio que crees. Tampoco es una historia en la que le ruego que se quede. Es una historia sobre escuchar a tu marido decir “ya no te amo” y decidir no creerle. Y lo que puede ocurrir como resultado.
He aquí una imagen: un niño hace berrinche. Intenta golpear a su madre. Pero la madre no le devuelve el golpe, ni le da un sermón, ni lo castiga. En cambio, lo esquiva. Luego intenta seguir con sus asuntos como si la rabieta no hubiera ocurrido. No “premia” el berrinche. En realidad no se toma la rabieta como algo personal porque, al fin y al cabo, no se trata de ella.
Que quede claro: no estoy diciendo que mi marido tuviera una rabieta de niño. No. Estaba atrapado por algo más: una crisis profunda y mucho más preocupante que no se produce en la infancia, sino en la mediana edad, cuando percibimos que nuestra trayectoria personal ya no dibuja una curva ascendente estable como antes. Pero decidí responder de la misma manera que había respondido a las rabietas de mis hijos. Y seguí respondiendo así. Durante cuatro meses.
“Ya no te amo. No estoy seguro de haberlo hecho alguna vez”.
Sus palabras me golpearon como un golpe repentino, como un puñetazo por la espalda, pero de alguna manera en ese momento fui capaz de esquivarlas. Y una vez que me recuperé y me recompuse, logré decir: “No te creo”. Porque no lo creía.
Él retrocedió sorprendido. Al parecer, esperaba que rompiera a llorar, que me enfadara con él, que lo amenazara con una batalla por la custodia de nuestros hijos. O que le rogara que cambiara de parecer.
Así que se volvió cruel. “No me gusta en lo que te has convertido”.
Pausa desgarradora. ¿Cómo pudo decir algo así? Fue entonces cuando realmente quise luchar. Enfurecerme. Llorar. Pero no lo hice.
En cambio, un manto de calma me envolvió, y repetí esas palabras: “No te creo”.
Hace poco me había comprometido conmigo misma a un acuerdo no negociable. Me había comprometido con “El fin del sufrimiento”. Por fin había conseguido desterrar las voces de mi cabeza que me decían que mi felicidad personal solo era tan buena como mi éxito exterior, arraigado en cosas que a menudo estaban fuera de mi control. Había visto la locura de esa ecuación y decidí asumir la responsabilidad de mi propia felicidad. Y me refiero a toda ella.
Mi marido aún no había llegado a ese acuerdo consigo mismo. Había disfrutado de muchos años de trabajo duro, y sus recompensas habían mantenido a nuestra familia de cuatro miembros todo el tiempo. Pero su nuevo emprendimiento no había salido muy bien, y su capacidad para ser el sostén de la familia estaba disminuyendo con rapidez. Se sentía miserable, inútil, se estaba perdiendo en sus emociones y descuidando su cuerpo. Y ahora quería terminar con nuestro matrimonio; acabar con nuestra familia.
Pero yo no me lo creía.
Le dije: “No es apropiado para nuestra edad esperar que los hijos se preocupen por la felicidad de sus padres. No, a menos que quieras crear personas codependientes que se pasen la vida en malas relaciones y en terapia. Hay momentos en toda relación en los que las partes implicadas necesitan un descanso. ¿Qué podemos hacer para darte la distancia que necesitas, sin dañar a la familia?”.
“¿Eh?”, dijo.
“Hacer senderismo en Nepal. Construir una yurta en el prado de atrás. Convertir el estudio de la cochera en un refugio para ti. Compra esa batería que siempre has querido. Cualquier cosa menos hacernos daño a los niños y a mí con una imprudencia como la que comentas”.
Entonces repetí mi frase: “¿Qué podemos hacer para darte la distancia que necesitas, sin dañar a la familia?”.
“¿Eh?”.
“¿Cómo podemos tener una distancia responsable?”.
“No quiero distancia”, dijo. “Quiero mudarme”.
Mi mente se agitó. ¿Era otra mujer? ¿Drogas? ¿Secretos inconfesables? Pero me detuve. Decidí que no iba a sufrir.
En vez de eso, me dirigí a mi escritorio, busqué en Google “separación responsable” y obtuve una lista. Incluía cosas como: ¿Quién puede usar qué tarjetas de crédito? ¿Con quién se permite ver a los niños en la ciudad? ¿A quién se le permiten las llaves de qué?
Revisé la lista y se la pasé.
Su respuesta: “¿Llaves? Ni siquiera tenemos llaves de nuestra casa”.
Permanecí estoica. Pude ver el dolor en sus ojos, un dolor que reconocí.
“Ah, ya veo lo que estás haciendo”, dijo. “Vas a hacer que vaya a terapia. No vas a dejar que me mude. Vas a usar a los niños en mi contra”.
“Nunca dije eso. Solo pregunté: ¿Qué podemos hacer para darte la distancia que necesitas...“.
“¡Deja de decir eso!”.
Pues, no se mudó.
En cambio, pasó el verano comportándose como una persona poco fiable. Dejó de venir a casa a las seis de la tarde como de costumbre. Se quedaba hasta tarde y no llamaba. Se saltó todo el 4 de julio —el desfile, la barbacoa, los fuegos artificiales— para ir a la fiesta de otra persona. Cuando estaba en casa, estaba distante. No me miraba a los ojos. Ni siquiera me deseó un feliz cumpleaños.
Pero no le di importancia. Seguí mi línea. Les dije a los niños: “Papá está pasando por un mal momento, como les suele pasar los adultos. Pero somos una familia, pase lo que pase”. No iba a sufrir. Y ellos tampoco.
Mis amigos de confianza se enfurecieron en mi nombre. “¿Cómo puedes quedarte de brazos cruzados y aceptar ese comportamiento? ¡Córrelo de la casa! Contrata a un abogado”.
Tampoco me doblegué ante ellos. Mi esposo estaba sufriendo, pero yo no podía resolver su problema. De hecho, tenía que apartarme de su camino para que él pudiera resolverlo.
Sé lo que estás pensando: soy una persona fácil de convencer. Soy débil y asustadiza y soportaría cualquier cosa con el fin de mantener a la familia unida. Quizás soy una de esas mujeres que soportaría el abuso físico. Pero te puedo asegurar que no lo soy. Cargué caballos de 680 kilos en remolques y galopé por las tierras altas de Montana todo el verano. Pasé por un parto natural inducido por Pitocin. Y una cesárea sin medicamentos posteriores. Soy hábil con la motosierra.
Simplemente había llegado a comprender que yo no era la raíz del problema de mi marido. Él lo era. Si él podía convertir su problema en una pelea marital, podía hacer que se tratara de nosotros. Tenía que quitarme de en medio para que eso no ocurriera.
En privado, decidí darle tiempo. Seis meses.
Tuve días buenos y días malos. En los días buenos, tomé el camino correcto. Ignoré sus ataques, sus despiadados golpes. En los días malos, me enconaba bajo el sol de agosto mientras los niños corrían por los aspersores, enfureciéndome con él en mi mente. Pero nunca vacilé. Aunque pueda parecer ridículo decir “no te lo tomes personal” cuando tu marido te dice que ya no te ama, a veces eso es exactamente lo que debes hacer.
En lugar de dar un ultimátum, gritar, llorar o suplicar, le presenté opciones. Creé un verano de diversión para nuestra familia y lo invité a participar en él o no, era su decisión. Si elegía no venir, lo extrañaríamos, pero estaríamos bien, muchas gracias. Y así fue.
Y, sí, obviamente quería sentarlo y convencerlo de que se quedara, de que me amara. De luchar por lo que hemos creado. Claro que quería hacerlo.
Pero no lo hice.
Hice una parrillada. Hice limonada. Puse la mesa para cuatro. Lo amé desde lejos.
Y un día, allí estaba, temprano en casa después del trabajo, cortando el césped. Un hombre no corta el césped si se va a mudar, él no. Luego arregló una puerta que llevaba ocho años rota. Hizo un comentario sobre nuestro porche delantero porque había que pintarlo. Dijo que era nuestro porche delantero. Mencionó que necesitaba madera para el próximo invierno. Habló del futuro. Poco a poco, empezó a hablar del futuro.
Fue la cena de Acción de Gracias la que confirmó todo. Mi marido inclinó la cabeza con humildad y dijo: “Estoy agradecido por mi familia”.
Había vuelto.
Y vi lo que le faltaba: orgullo. Había perdido el orgullo de sí mismo. Tal vez eso es lo que sucede cuando nuestros egos reciben un golpe en la mediana edad y nos damos cuenta de que ya no somos tan jóvenes ni lozanos.
Cuando la vida nos golpea y nuestros mitos de la infancia se revelan como lo que son, la verdad se siente como el mayor golpe de gracia de todos: no es un cónyuge, ni una tierra, ni un trabajo, ni el dinero lo que nos da la felicidad. Esos logros, esas relaciones, pueden aumentar nuestra felicidad, sí, pero la felicidad tiene que empezar desde dentro. Confiar en cualquier otra ecuación puede ser letal. Mi marido se había perdido en el mito. Pero encontró la manera de salir. Desde entonces, hemos tenido conversaciones difíciles. De hecho, me animó a escribir sobre nuestra odisea para ayudar a otras parejas que llegan a esta coyuntura en la vida, personas que se sienten asustadas y atascadas, personas que creen que sus sentimientos temporales son permanentes, que ven una salida fácil y creen que pueden escapar.
Mi marido trató de cobrar una apuesta, de culparme por su dolor, de descargar sus sentimientos de desgracia personal en mí.
Pero soporté la situación y esperé. Y funcionó. Dijo que quería irse, pero no le creí (Christopher Silas Neal/The New York Times)