Por Gerardo Carrasco
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La vida de David Grinberg era casi un cuento de hadas. A los 39 años había formado una familia feliz y disfrutaba de la compañía de su esposa Thais y sus dos pequeños hijos. Ocupaba un alto cargo en las oficinas de la empresa Arcos Dorados —representante de McDonald 's en casi toda Latinoamérica— en su San Pablo natal, y hacía grandes progresos en una afición que vivía con entrega de profesional: el deporte.
Sin embargo, ese paraíso tembló desde los cimientos el 13 de junio de 2018. Esa mañana sufrió un desvanecimiento mientras estaba en el baño de su casa. Fue un “apagón breve”, pero le bastó para darse un buen golpe en la cabeza y abrirse una brecha en el cuero cabelludo.
Cuando su familia lo llevó al Hospital Albert Einstein, permaneció tranquilo. “No pensaba en nada serio, creía que me darían alguna medicación y regresaría enseguida a casa”, recuerda en diálogo con Montevideo Portal. Sin embargo, plugo al destino otra cosa: los médicos encontraron señales de que había algo grave detrás de ese desmayo, ordenaron pruebas y apareció el diagnóstico que nadie quiere recibir: cáncer.
Para David la noticia fue como un rayo cayendo desde un cielo despejado. De hecho, al recibirla sufrió de inmediato un paro cardíaco y fue su padre —un eximio cardiólogo— quien lo devolvió a la vida.
Luego, en una mirada retrospectiva, David pudo ver que su cuerpo le había estado enviando “señales” en los meses anteriores. Sin embargo, como joven y cultor de un estilo de vida saludable, jamás pensó que esos malestares pudieran ser la tarjeta de presentación de un linfoma.
“Venía mal hacía semanas”, reconoce. Con todo, ese malestar no le había impedido completar nada menos que un Ironman, prueba que consiste en nadar 3,8 km, recorrer 180 km en bicicleta y correr literalmente una maratón de 42,1 km.
“Había hecho el Ironman en baja condición y creí que luego las cosas iban a mejorar, que al haber cumplido el objetivo no iba a exigir tanto a mi cuerpo, pero habían pasado ya dos semanas y yo no estaba bien, empeoraba, pero seguía creyendo que todo era consecuencia de la carrera”, relata. Luego llegó el infausto día.
“No pude aguantar la noticia, porque nunca imaginé que a alguien joven, sano, sin historial familiar [de cáncer] pudiera pasarle eso. Me dije ‘tengo dos hijos pequeños, la vida por delante’, entonces simplemente no aguanté, me desplomé”, rememora.
No obstante, lejos de ser el final, ese fue el comienzo de la historia.
Correr con la más fea
David recuerda el impactante momento en el que un doctor con muy poco tacto le soltó a bocajarro el deprimente diagnóstico. Luego, sin embargo, fue otro médico quien lo sacó del fondo del pozo y lo puso en la senda de curación.
Se trata del hematólogo Nelson Hammerschlak, quien como una suerte de Virgilio de la salud condujo a David a través del infierno y el purgatorio de la terapia hasta el paraíso de la remisión completa. El resultado de ese viaje no fue una nueva Divina comedia, sino el libro Rutina de hierro, que David comenzó a redactar en su lecho de sanatorio y que lleva prólogo del ya mencionado Hammerschlak.
“Él conocía a mi familia desde hacía muchos años, y a mí desde niño. Tuvo la habilidad de ser un médico muy humano, y supo llevar eso que para mí era desconocido, a un terreno que sí conocía”, explica.
Lo primero que hizo Hammerschlak fue calmar a su paciente y ponerlo en situación. En ese sentido, remarcó que, si bien un cáncer nunca es un problema menor, en su caso el pronóstico era muy bueno, y de hecho le garantizó la remisión completa de la dolencia. Luego, utilizó el espíritu deportivo de su paciente como una herramienta terapéutica.
“Supo jugar con el entrenamiento del Ironman y todo lo que conlleva, en especial la disciplina: dijo ‘lo que vamos a pasar de ahora en adelante es un Ironman’, y creó en mi cabeza una mentira buena. Me hizo pensar, ‘ok, yo sé cómo es entrenar para un Ironman, yo sé lo que son los dolores, la superación, la exigencia, y entonces lo aplicaré aquí y ahora’”, cuenta.
Por ello, el facultativo pasó a ocupar en la vida de David también el rol de entrenador. “Me decía qué y cómo tenía que hacer, y yo tenía que respetar eso y ejecutarlo con disciplina y motivación. Cuando él puso eso en mi cabeza, ya no quedó más que aceptar que ese era mi único camino”, expresa.
Si bien la disciplina y el esfuerzo duro son ideas fáciles de expresar, pero difíciles de mantener en la práctica, David ya venía curtido. En la entrevista, recuerda que su madre siempre lo apoyó en sus aficiones deportivas con la única condición de que fuera constante y comprometido. “Si lo vas a hacer, hazlo bien, hazlo en serio”, le decía. Y si bien David nunca se dedicó al deporte como medio de vida, honró la exigencia familiar y se convirtió en un deportista amateur con disciplina y entrega de profesional. Lejos estaba entonces de imaginar que esos mismos valores le ayudarían en una carrera por su propia vida.
Una temporada en el infierno
Tras el pistoletazo de salida que supuso el diagnóstico, comenzó la verdadera
carrera: seis meses de agresivos ciclos de quimioterapia, internaciones,
tratamientos ambulatorios y un trasplante autógeno de células madre. David
describe esos momentos como “una montaña rusa” de emociones y estados de ánimo,
y recuerda también el indescriptible dolor físico que debió sobrellevar durante
buena parte del tratamiento.
“El hecho de que yo llevaba —y llevo— una vida sana, y el ser joven, me ayudó a resistir el impacto. Porque te inyectan esos fármacos fortísimos y hay que aguantar, no fue para nada fácil, pero imagino que personas mayores o en peor condición física pueden sufrirlo todavía más”, considera.
Más allá de los agresivos ciclos de quimioterapia, David recuerda otros efectos del cáncer que incluso trascendían lo personal. “Cuando uno tiene cáncer, de algún modo es como si toda la familia lo tuviera”, dice, y recuerda con gratitud el apoyo incondicional de su esposa Thais en momentos duros. Uno de ellos fue la pérdida de cabello, consecuencia habitual de la terapia, y de la que llegó a pensar que se libraría.
“La primera quimio no fue una dosis tan fuerte y yo tenía buena salud, entonces no me pasó nada del otro mundo. Entonces me dije ‘si esto es así, perfecto’. Pero cuando una mañana desperté y noté que se me estaba cayendo el pelo... eso es un shock de realidad que te quiebra, y de esos hay varios a lo largo de la enfermedad”, asegura.
Para David, la pérdida del cabello fue un mojón importante en el camino de la lucha contra el cáncer, “porque es cuando literalmente ves la enfermedad. Hasta entonces yo sabía que estaba enfermo, pero no me sentía enfermo. Cuando ves eso dices ‘estoy enfermo, soy un paciente de cáncer, y eso te pega, y luego suceden otras cosas que no te permiten olvidar que estás enfermo”, cuenta, y agrega otro ejemplo.
“Cuando no estaba internado, todas las mañanas tenía que ir al hospital a aplicarme una inyección horrible que me quebraba los huesos. Llegaba por mis propios medios, manejando mi auto y sin ayuda. Entraba en el ambulatorio oncológico del hospital y mientras aguardaba turno y veía a la gente en la sala de espera. Algunos en silla de ruedas, otros con apoyo o con montón de aparatos. Entonces me decía ‘yo estoy como ellos, tengo la misma enfermedad’. Y si a veces me repetía que estaba bien, por momentos me decía, ‘no, no estoy bien, si estoy acá como ellos, soy parte de este grupo’”, narra. “Había días en los que me sentía fuerte, y otros en que no”, resume.
La historia de ese semestre negro culminó con un trasplante autógeno de sus propias células madre, una forma de “reiniciar sistema” y evitar que el linfoma —eliminado por la quimioterapia— regresara. David recuerda ese trasplante como una experiencia todavía más dolorosa que los ciclos de quimio, pero fue el cierre de un capítulo que habilitó el inicio de otro más grato: un ascenso en su trabajo que lo llevó a Buenos Aires y lo trajo luego a Montevideo, donde reside desde hace más de dos años.
#Thisisamission
Durante su pelea con el cáncer, David no se estuvo quieto. “Seguí trabajando de forma casi clandestina”, cuenta con humor, ya que a pesar de estar de licencia médica y de que en su empresa le prohibieron trabajar, se las arregló para seguir en contacto con sus compañeros y participando de actividades laborales.
Fue Daniel Schleiniger, uno de sus compañeros de entonces, quien encontró una forma de ayudarlo emplazándolo y comprometiéndose él mismo. Sedentario, con sobrepeso y con nula experiencia deportiva, Daniel se fijó como objetivo ponerse en forma a toda velocidad y estar listo para hacer un Ironman con David en cuanto este estuviera curado y restablecido. Así nació el proyecto #Thisisamission.
En medio de ese proceso Daniel fue transferido de Brasil a Estados Unidos, pero la distancia no rompió el pacto de honor y amistad. En junio de 2019 completaron juntos la exigente prueba, lo que fue un verdadero hito para ambos. David demostró una increíble capacidad de recuperación, dado que en febrero había recibido su última terapia. Por su parte, Daniel dejó en claro que cualquiera con la determinación suficiente puede afrontar y superar semejante desafío.
Un paciente impaciente
Durante sus “vacaciones” en el hospital, David tuvo mucho tiempo libre, algo a lo que no estaba acostumbrado. Y si bien siguió trabajando en la medida en que su condición y la empresa se lo permitían, las horas seguían resultando largas.
“Soy periodista y siempre supe que escribiría un libro”, cuenta David, quien hasta el momento de su enfermedad no había priorizado ese asunto ni había elegido un tema. Fue entonces cuando me pregunté por qué no lo escribía. Tenía tiempo ocioso en el hospital y me dije que podía reunir todo lo que ya conozco junto a lo que estaba aprendiendo ahí mismo, lo que estaba atravesando”, expresa.
“Mi intención era compartir con quien enfrenta desafíos grandes como este, pero no solo enfermedades, la importancia de que se apalanque en algo que conozca, que le dé seguridad para superarlo, que fue lo que hice. Para mí fue el deporte, y en mí cabeza lo que estaba sucediendo era una carrera, el entrenamiento para una carrera”, remarca.
Un fin solidario
Brasil es uno de los países más avanzados de América en materia de tratamiento oncológico. Eso, y un seguro médico de calidad gracias a su empleo, permitieron a David acceder a la mejor atención posible en este lado del mundo.
“Si hubiera tenido que pagar todo eso de mi bolsillo, sería algo inasumible”, reconoce. Consciente de ese privilegio, decidió donar los derechos de autor de su obra en Brasil a la Asociación Brasileña de Linfoma y Leucemia (Abrale), entidad que le ofreció apoyo en medio de su padecimiento.
“Yo no los conocía, pero de algún modo supieron de mí, me contactaron y me ofrecieron su ayuda: apoyo psicológico, financiero, posibilidad de conseguir medicamentos que no tuviera, etcétera. Yo tenía todo bajo control, pero más allá de que no necesité esa ayuda, el gesto me pareció muy valioso y quise retribuir”, explica.
Con ese mismo espíritu, los derechos de autor de la edición uruguaya del libro van a manos de la Fundación por la salud del paciente con leucemia o linfoma (Porsaleu).
Un hombre nuevo
El 30 de octubre de 2023 —y ya radicado en Uruguay— David estaba de nuevo en un sitio familiar: la sala de espera del área de hematología del Hospital Albert Einstein, en San Pablo. Si bien ya había acudido varias veces en los últimos años para revisiones de rutina, esta era especial: se le comunicaba el alta definitiva.
Conjurado definitivamente el peligro, David es capaz de pasar raya y hacer balance.
“Creo que me hice mucho más maduro como persona, y todo esto me hizo saber que soy un Ironman, pero no soy de hierro, sino de carne y hueso”, comenta con una sonrisa.
En lo deportivo, la enfermedad le enseñó a prestar más atención a las señales de su cuerpo y a no sobreexigirlo. En lo personal, le hizo redescubrir la importancia de la cercanía con el prójimo.
“Soy más consciente de que los pequeños gestos hacen la diferencia. Una llamada, una visita, cosas que no cuestan nada y que antes no hacía, ahora hago y me hacen bien”, dice.
Por todo ello, es capaz de mirar a ese pasado doloroso sin rencores con la vida e incluso con gratitud.
“Fueron seis meses de tratamiento duro, y quizá también los más felices de mi vida”, asegura David, para luego explicar tal paradoja.
“Una sentencia de muerte se convirtió en una afirmación de la vida, en pasar seis meses con las personas que me encantan, cosa que la vida a veces no permite”, agrega.
“La enfermedad me frenó en lo que estaba haciendo y pude cumplir el sueño de escribir un libro. De quizá aportar algo a la sociedad no desde mi trabajo, sino desde una perspectiva personal en la que quizá antes no tenía nada para ofrecer. Eso de alguna manera me hizo sentir bien. Hoy agradezco haber pasado por todo eso”, concluye.
Por Gerardo Carrasco
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