Por The New York Times | Sheila Ongwae
SE SUPONÍA QUE NUESTRA RELACIÓN SERÍA BREVE Y CASUAL, PERO NUNCA PUDIMOS PONERLE FIN.
Albert y yo nos conocimos a la antigua: una amiga en común nos presentó en una fiesta de verano en casa. Estábamos cerca de una barra de cocina llena de vasos desechables rojos, botellones de Hennessey, botellas de jugos de fruta y una variedad de paletas Blow Pops.
No hablamos mucho durante ese primer encuentro. No dejé de echar miradas a sus ojos ambarinos, su sonrisa curiosa, sus labios carnosos y sus manos robustas. Parecía estar bien equipado para una buena aventura (la primera para mí), alguien a quien pudiera recurrir para tener sexo sin complicaciones.
Después de la fiesta, le pedí a nuestra amiga en común que nos pusiera en contacto. Estuvo de acuerdo, pero me dijo: “Creo que él te va bien, si no quieres nada serio”.
“Perfecto”, pensé. No tenía intención de tomarlo en serio ni de verlo más allá de ese verano. No era mi tipo.
Albert era un hombre ajetreado: estudiante en una escuela técnica de construcción; propietario de una pequeña empresa local de entretenimiento; mánager de las carreras incipientes de sus amigos raperos; diseñador y vendedor de camisetas blancas con frases ilustradas en letra gótica. También era un padre por partida doble, pues había tenido dos hijos con dos mujeres distintas, y con ninguna tenía una relación seria en ese momento.
Teníamos algunas cosas en común. Albert era menos de un año mayor que yo, se había criado a menos de veinte minutos de donde yo crecí, y también era producto del sistema escolar público de Los Ángeles. Sin embargo, nos convertimos en un fetiche el uno al otro basándonos en nuestras diferencias, al percibir al otro a través de la óptica de los tropos estereotipados de la cultura negra.
Para ser sincera, yo reduje a Albert a un “chico del barrio”. Y según él, yo era una chica ñoña de piel clara que hablaba inglés con la resonancia y los modismos adecuados para asimilarse sin problemas a los espacios dominados por los blancos. A menudo me llamaba “blanqueada” y se burlaba de mi deseo de asistir a instituciones de educación superior predominantemente blancas, de viajar a tierras extranjeras y de seguir las reglas.
Estaba a punto de entrar en una época de mi vida en la que pensaba que sería una negligencia no haber experimentado al menos una relación sexual casual. Quería que ese verano fuera una demarcación en mi vida antes de comenzar mi visión abotonada de la adultez respetable. Se trataba de un verano en el que me permití los placeres de vivir la vida pasándome de la raya.
Tenía 23 años, estaba soltera desde hacía poco y había vuelto a Los Ángeles después de pasar un año viviendo en Hong Kong gracias a una prestigiosa beca. Había vuelto a casa para presentar mis solicitudes de ingreso en la facultad de Derecho antes de poner rumbo a los destinos internacionales que me invitaban a pasar un segundo año sabático. Quería hacer algo entre los momentos en que practicaba juegos de lógica y redactaba cartas sobre por qué creía que estudiar derecho en Nueva York sería un esfuerzo fructífero.
Albert llenó esos momentos intermedios. Se convirtió en mi actividad.
Al principio, estábamos bien tratándonos de manera superficial y encarnando las etiquetas que nos poníamos el uno al otro. Yo quería buen sexo con Albert —mucho sexo— y nada más.
Él parecía entenderlo.
“Entonces, digamos que decido tener sexo contigo esta noche”, dije. “¿Y luego qué?”
“Entonces espero que podamos hacerlo una y otra vez”, respondió Albert.
Sin que lo supiéramos en ese momento, sus palabras fueron un hechizo que consolidó nuestro vínculo con firmeza.
Nuestra distancia emocional nos permitió ser vulnerables y no tener restricciones de una manera que no podíamos experimentar con nadie más. Fuimos sinceros el uno con el otro. No había juegos.
A mis amigas que criticaban mi relación con un hombre que no tenía un grado académico o una profesión con un título de trabajo sexy, les dejé claro que nuestra aventura sería fugaz y que nuestras intenciones eran mutuas.
No me importaba el ego de Albert. No me importaban sus sentimientos. Me sentía libre de decirle lo que quería y lo que no. Él estaba dispuesto a complacer mis curiosidades porque yo me atrevía a compartirlas con él.
Aquel verano pasamos todo el tiempo libre que teníamos febrilmente entrelazados, por lo general en su habitación en la casa de su tío. Albert salía a recibirme y me decía dónde era seguro estacionar mi Mustang azul. Me llevaba a comer a Subway cuando necesitábamos un descanso. Cuando sentíamos la necesidad de hacer ejercicio al aire libre, corríamos por las dunas de Manhattan Beach.
Cuando estábamos separados, me llamaba para saber cómo iban mis solicitudes. Con cada gesto amable y considerado, sentía que nuestros límites emocionales empezaban a diluirse.
Después de ese primer verano, mi relación con Albert me siguió por todo el mundo y de vuelta, durante los siguientes doce años. Se convirtió en mi galán, mi enamorado, mi amante intermitente.
Cuando estábamos juntos y yo estaba de viaje, le enviaba correos electrónicos y mensajes de texto con fotos mías saliendo de fiesta en Río de Janeiro, bebiendo cerveza en Barcelona y tomando el sol en Haití. Le enviaba instrucciones detalladas sobre los números que debía pulsar en su teléfono para comunicarse con mi celular de pago. Intercambiamos muchos mensajes que titulábamos con el tiempo que faltaba para volver a estar juntos: “Solo 49 días más...”.
Era la primera persona a la que avisaba cuando visitaba Los Ángeles, aunque fuera por unos días, y siempre hacíamos tiempo para ponernos al día.
Cuando no nos veíamos, era porque yo tenía una relación seria. Los encuentros en persona entre Albert y yo estaban estrictamente descartados, y nuestros correos electrónicos y mensajes de texto se reducían a los típicos saludos: “¿Cómo has estado?” “¡Feliz cumpleaños!” “Espero que tú y tu familia tengan unas buenas vacaciones”.
Volvimos a los intercambios amistosos y educados cuando me mudé a Los Ángeles de manera indefinida a los 30 años. Le envié un correo electrónico diciéndole que estaba en la ciudad: “A menos que el destino haga que nos crucemos por accidente, quedar en persona no va a ser factible ahora mismo”, añadí.
“Sigo siendo uno de tus más grandes admiradores, y espero que tú también seas feliz”, escribió.
No pude reunirme con él porque había empezado a salir con un viejo amigo de la universidad cuyo currículum era paralelo al mío: hijo de inmigrantes negros, graduado de la Ivy League, un ejemplo de ascenso empresarial. Pensé que me casaría con ese hombre de alto rendimiento. También pensé que por fin había cortado el lazo que nos unía a Albert y a mí.
Me equivoqué en ambas cosas.
El año pasado, cuatro meses después de haber terminado con ese hombre, justo antes de que nos casáramos, Albert y yo volvimos a conectar en persona —de nuevo— en Manhattan Beach. Por fin estábamos en el mismo lugar y los dos solteros al mismo tiempo. Y las cosas se sentían diferentes porque lo eran.
A los 34 años, yo ya no ejercía la abogacía corporativa, me habían traicionado en el amor y estaba desempleada. La conmoción, la vergüenza y la tristeza de tener que cancelar mi boda y desvincular mi vida de mi ex estaban empezando a aliviarse. Mis experiencias recientes habían destrozado mis planes de vida.
Me enteré de que la vida le había enseñado lecciones similares a Albert.
“No tengo familia”, me dijo con ligereza cuando le pregunté cómo estaban.
Me dijo que estaba concentrado en expandir su empresa de mudanzas y en ser buen padre. Había tenido otra hija con la madre de su segundo hijo y, aunque habían intentado tener una vida en pareja, terminaron y decidieron que lo mejor era relacionarse solo a través de la crianza de sus hijos. Los dos estábamos curándonos de los traumas de las relaciones y habíamos dejado de vivir vidas fingidas.
Albert dijo que había pensado en mí durante los últimos cuatro años. “Eres excepcional”, agregó. “Te amaba, solo que no sabía cómo tratarte. Ahora ya sé cómo”.
Le dije que él era, en parte, responsable de mi crecimiento personal entre las relaciones de larga duración. Nuestro vínculo era un recordatorio constante de que existía alguien que podía hacerme sentir libre y abierta, y con quien podía ser descaradamente honesta. Incluso durante mi relación con el hombre con el que había planeado casarme, mi conexión con Albert me recordaba a menudo que merecía a alguien con quien me sintiera segura para revelar todo lo que tenía, lo mejor de mí misma.
Ninguno de los dos tenía prisa por comenzar una nueva relación que requiriera etiquetas.
“Quiero que me saques a pasear”, le dije a Albert. “Quiero que tengamos una cita”.
“Trataré de que valga la pena el tiempo que pasemos juntos”, me dijo.
Ese día nos separamos con un largo abrazo, un beso en el cuello y un apretón de brazos.
Albert y yo hemos dejado de estar atados a nuestros papeles de compañeros inadecuados, deliciosamente desviados en la narrativa de la vida del otro. Después de doce años de casualidad, es hora de ver si somos algo más.