Por The New York Times | Chisom Peter Job
Y POCO DESPUÉS, LES DIJE A MIS PADRES QUIÉN SOY REALMENTE.
Cuando volví a casa del hospital, cada noche, mi madre y mi padre se turnaban para sentarse en mi cama y asegurarse de que seguía respirando. Mi madre apoyaba su cabeza en mi pecho y rezaba una oración. Mi padre me susurraba al oído “te quiero” y me acariciaba la mejilla.
Yo lo notaba todo. Ellos creían que estaba dormido mientras lo hacían, pero estaba despierto, sin poder dormir. Llevaba meses sin poder dormir bien, pero no quería tomar medicamentos que me ayudaran con eso, porque me gusta estar despierto en la oscuridad, con la mente divagando por todas partes, aunque mi madre me diga que no piense tanto.
Eso ocurrió hace casi dos años, cuando tenía 17, en Cotonou, Benín, África Occidental, el lugar donde crecí y cursaba mi segundo año de universidad. Había ido a visitar a mis padres y decidí ayudarlos con las tareas domésticas. Mientras barría la casa y escuchaba una canción, me desmayé. Estaba de pie y luego en el suelo.
Mientras me encontraba allí, semiconsciente y con el corazón contraído, mi padre buscó frenéticamente en Google “qué hacer cuando alguien se desploma y no respira bien”, y luego me reanimó haciéndome compresiones torácicas.
Al día siguiente, me llevó a un centro cardiovascular cercano, donde me senté frente a la doctora, con las manos cruzadas y el corazón palpitando en mi pecho, mientras ella sacaba unos cuantos aparatos y me llevaba a una cama.
Mientras esperaba los resultados, me mordí las uñas, me golpeé los pies y moví la cabeza. Cuando la doctora levantó la vista de su computadora e intentó sonreír, pude ver compasión en sus ojos. Me dijo que había sufrido un infarto leve y que padecía una cardiopatía coronaria, y que esto ocurría porque las arterias que suministraban sangre a mi corazón estaban obstruidas por sustancias grasas.
¿Cómo podía ser eso? Era un adolescente.
Mi médico dijo que es hereditario: mi madre tiene la presión alta y mi abuelo también tuvo problemas de corazón. Si a esto le añadimos los latidos irregulares que tengo, se explica mi enfermedad.
Tuve que dejar la escuela y volver a vivir con mis padres, algo que no fue fácil, mudarse nunca lo es, y no debía hacer esfuerzos. Pero había que hacerlo. Mi padre viajaba más, lo que significaba que ahora pasaría más tiempo con mi madre. No era lo ideal, pero era lo mejor para mi salud.
Vengo de una familia de tres, solo mis padres y yo, pero durante toda mi infancia en nuestra casa siempre viví con la presencia de los familiares de mis padres, lo que me gustaba porque, como hijo único, necesitaba gente a mi alrededor. Vivir ahora con mi madre significaba ver a mis primos y a mi abuela con frecuencia. Por lo que existieron muchas oportunidades para hablar de mi vida amorosa.
Una noche, uno de mis primos mayores me tocó en el hombro y me dijo: “¿Cuándo planeas tener novia? ¿O eres gay?”.
Podía sentir cómo todos me observaban.
Entonces otro primo dijo: “Sabes, estás enfermo y eres hijo único; ¿y si te pasa algo mañana?”.
Cerré los ojos y respiré hondo. Sabía lo que estaban insinuando. Ser hijo único significaba que yo era el que continuaba el linaje de mi padre, y comenzaban a preguntarse por qué no tenía novia.
Sus preguntas continuaron durante algunas semanas más hasta que me harté y decidí declarar abiertamente mi homosexualidad.
Cuando tenía 14 años, me prometí que nunca le diría a mi familia que era gay, lo iba a seguir siendo en secreto hasta la muerte porque la homofobia abundaba a mi alrededor e incluso habían riesgos legales. Pero ahora estaba pasando más tiempo con mi madre, y los comentarios constantes de mis primos hicieron que la decisión de salir del clóset fuera más fácil.
Nunca le dije a la gente cómo reaccionó mi madre la primera vez que vio pornografía en mi teléfono. Tenía 13 años y estaba confundido sobre mi sexualidad cuando una búsqueda en Google me llevó a un sitio porno. Me quedé dormido mientras lo veía y, al día siguiente, vi que mi madre tenía mi celular.
Tenía una mirada cómplice, pero no dijo nada. Después de eso, ocurrió dos veces, y siguió sin decir nada. Tal vez eso fue lo que me dio el valor para salir del clóset. Quizá por eso una parte de mí sabía que ella no iba a reaccionar como lo harían los padres promedio en mi país.
“Mamá, soy gay”, le dije el pasado agosto mientras estaba sentada en su cama. Como no dijo nada, tragué saliva y lo repetí.
Después de unos segundos, me tomó de la mano, sonrió y dijo: “Siempre lo he sabido y seguiré queriéndote”. Había preocupación en sus ojos, pero me envolvió en sus brazos y comenzó a llorar, y me hizo llorar a mí también.
La primera vez que me dio un ataque al corazón severo, cinco meses después, estaba de vuelta en la escuela. Estábamos aprendiendo cómo funcionan los datos cuando salí para ir al baño. He intentado leer cómo funcionan los infartos para poder describirlos, pero no puedo. Simplemente ocurren. Crees que todo va bien, y lo siguiente que sabes es que estás en el suelo, con las piernas estiradas y el corazón palpitando.
Los infartos son feroces; yo he tenido aproximadamente cinco, uno total y el resto han sido leves. Cada uno, por muy leve que sea, te deja asustado y preguntándote cuándo puede ocurrir el siguiente.
Tras el diagnóstico, empecé a hacer ejercicio y a reducir mi consumo de alimentos grasos. También tomo un medicamento cada vez que tengo problemas respiratorios, es decir, todo el tiempo.
Sin embargo, me he acostumbrado a la idea de tener ataques cardiacos leves en cualquier momento del día. A veces es terrible; otras, no. A veces solo quiero rendirme porque la idea de vivir así para siempre me asusta.
Y hay veces en que me pregunto si esto es un castigo por desviarme de la vida cristiana que me inculcaron en mi crianza, por todas las veces que observé fotografías de hombres desnudos mientras estaba sentado en la parte de atrás de la iglesia, o por leer literatura erótica durante la escuela dominical.
No obstante, mi madre siempre me asegura que todo estará bien y que nada de lo que me ocurra es un castigo.
“No quiero morir. Tengo miedo”, le dije hace unos meses.
Ella sonrió y me tomó de las manos como hace siempre. No dijo nada, pero sus ojos expresaron lo suficiente. Después de mi primer infarto, pidió días libres en el trabajo y pasó unas semanas conmigo. Se sentaba en el sofá frente a mí con una sonrisa, preguntando si estaba bien.
“Sabes que no tienes que hacerlo”, le recordaba.
Ella se reía y decía: “Soy tu madre. Deja que sea yo quien se preocupe por ti”.
Aunque mi estado todavía no se considera potencialmente mortal, a veces me pregunto cómo lo enfrentará mi madre si tengo un ataque al corazón y no sobrevivo. Lo devastada que estará si su único hijo desaparece. Pero cuando la miro y la oigo rezar, pienso que todo saldrá bien.
“Veo que ninguno de tus novios te ha visitado”, me dijo en broma una mañana del pasado mes de junio, tras otro leve ataque al corazón.
Puse los ojos en blanco y ella se rio. “Soy soltero, mamá”, le dije, y entonces fue ella la que volteó los ojos.
Lo que pasa con los infartos es que te dejan en vilo, preguntándote cómo será el próximo. ¿Será leve? ¿Estaré comiendo o viendo un programa cuando ocurra? ¿Y si no hay nadie cerca que se dé cuenta de que me estoy desmayando?
Hubo un momento en el que evitaba todos los libros y películas con personajes que tenían problemas cardiacos. También bloqueé términos como “ataque al corazón”, “insuficiencia cardiaca” y “cardiovascular” en las redes sociales porque no podía dejar de preocuparme.
Eso me hizo estar de mal humor con la gente que me rodeaba. Me enfadaba cuando mi madre me masajeaba el pecho. Le he dicho a mi madre que adopte un niño porque este miedo nunca parece abandonar mi mente. Le pido que se vaya y me deje, pero nunca accede.
“¿Y si ya no estoy aquí?”, le digo, y ella responde: “Una cosa que sé es que mi hijo no puede morir antes que yo, y yo no voy a morir pronto”.
A veces sigo teniendo miedo, pero saber que mi madre siempre estará a mi lado me hace seguir adelante. Cuando el dolor, la ira y la frustración se acumulan, cierro los ojos y digo en voz baja: “Sigue adelante por mamá”. Siempre funciona.
“Eres la mejor”, le dije hace poco mientras estaba sentada en mi cama después de que mi padre hiciera su rutina nocturna de susurrarme “te quiero” al oído.
Han pasado casi dos años desde mi diagnóstico, pero mis padres no han dejado de venir a mi cama todas las noches.
“Gracias por cuidar de mí”, le dije a mi madre. La habitación estaba a oscuras, pero pude ver su sonrisa.
“Por eso soy tu madre”. Me besó en la frente antes de salir de la habitación. Cuando mi corazón se descompuso, mi padre usó Google para salvarme (Brian Rea/The New York Times)
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