En Los ojos de una ciudad china (Hum, 2016), alguien que ha visto demasiado está perdiendo la vista. Otros, amputados de su pasado, buscan consuelo en la desfiguración y la infidelidad. Un probable impostor carga su cruz entre el límite entre lo real y la ficción, donde alternan Ziggy Stardust, la amante yonqui de Kurt Cobain, la estela indescifrable de Los Suicidas, la mafia china, la clonación humana, las dictaduras del Cono Sur, el espíritu de Roberto Bolaño y un posible César Aira.

Gabriel Peveroni jugó a construir una novela que no fuera lineal y se internó en innumerables caminos, un laberinto que, por fortuna, tiene más de una salida. Los ojos de una ciudad china es un diario, una narración coral, un ensayo sobre la soledad, una reflexión sobre el tiempo, un conjuro, un divertimento, una casi elegía. Es, también, una novela sobre el espanto.

El espanto de una ciudad que crece incesante, que se traga a bocados lo que alguna vez fue vida y obra. El espanto de saber quién se es, o de no saberlo. De la guerra, del recuerdo de la guerra, y de su olvido. De los crímenes en nombre del amor y aún de eso que entendemos por amor. El espanto de despertar cada mañana, abrir los ojos y decir: "Mierda, estoy vivo en medio de todo esto".

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¿De dónde sale Los ojos de una ciudad china?

Los ojos de una ciudad china es una novela que escribí en 2010, y fue como destrabarme de un montón de historias anteriores. Encontré un proyecto que me gustó mucho, y me sentí muy cómodo. Me entretuve mucho escribiéndolo. Después las lecturas me iban copando mucho, pero al mismo tiempo había una situación problemática con las editoriales, porque era un proyecto muy largo, muy extenso. También tenía mucho gusto amargo, porque no salía. Al encontrar esa situación de crear una novela independiente de ese proyecto me enfoqué ahí, salí y es lo que se publicó.


Empecé a escribir algo que no sabía bien hacia dónde iba. La estructura que pensé, de donde salió este libro, es mucho más grande. En Los ojos de una ciudad china está enero, febrero y marzo de tres años diferentes. Yo quería completar el año. Eso fue el proyecto Shangai, que después se trancó, pero en una de las revisiones me di cuenta de que esos tres primeros meses era una novela independiente. Y posiblemente haya otra, u otras novelas más. No sé. Dos o tres más por lo menos. Después no sé si va a ser de tres meses, o de cuatro. Eso tiene que ver con cómo funciona esto.


¿De qué querías destrabarte?

En 2009 había publicado Tobogán blanco (Hum), que era una novela vieja, la había empezado a escribir muchos años atrás. Quería acompañar un poco lo que estaba viviendo en la vida cotidiana. Y no encontraba bien el rumbo, hasta que apareció eso. Hay como una deuda muy grande a Roberto Bolaño y César Aira, porque son autores que me ayudaron a destrabar. Fue un flash, me provocaron mucho entusiasmo.


¿Eran autores que conocías?

No, los leí en ese momento; 2008, 2009, por ahí.


¿Qué querías contar? Es una novela sobre el espanto, funciona como un homenaje a Bolaño, es una visión madura de la cultura pop, ¿qué es?

El tema de la madurez no es menor. Me han dicho que es la mejor novela que escribí, que muestra una determinada madurez como escritor. Son cosas que voy manejando, porque no veía que los tiros fueran por ahí. Sí la veía muy diferente a la anterior. Tobogán blanco era una cosa que empecé en 2001, 2002, y la terminé en 2009. El exilio según Nicolás (Santillana) también, era de 2001, 2002. Hay un bache grande ahí que tiene que ver con el teatro. Fueron diez años que me dediqué mucho al teatro, y me fue imposible concentrarme en la narrativa. Son cosas que toman su tiempo. Sí encontré una estructura que se asemeja un poco a La cura (Alfaguara, 1997). Mi novela es compleja, pero en lo micro es simple. Ahí encuentra su particularidad. Y es así. Eso puede tener que ver con La cura, que es una novela que quiero y defiendo mucho, que tenía como punto de partida escribir algo que me entretuviera y que entretuviera a los demás. Que fuera una escritura más simple. Más allá de que lo que se trata pueda ser muy fuerte, muy cruel. En este caso creo que pasa lo mismo. Es una estructura que puede ser compleja, que sí tiene deudas con la literatura no lineal, fragmentaria, pero cada relato, cada día, cada fragmento es de fácil lectura.

 

Los ojos están en el título, y además un personaje está quedando ciego. Uno no puede evitar evocar la presencia de Borges...

Sí, quizá no tenga nada que ver, pero aquello de "El jardín de los senderos que se bifurcan" está presente en algo que fui encontrando. Fue la primera vez que me planteé una estructura y funcionó de una forma muy cómoda. Eso es un tema complicado. Esta estructura tenía algo particular, a medida que la iba escribiendo, era como entrar a una selva. En la novela vas entrando y abriendo caminos, y lo aterrador es que parece que no volviera nunca para atrás. La literatura más tradicional tiene el flashback, el narrador te explica... Acá no. Va siempre para adelante, y vuelve, pero diferente. Es raro. Me sentí súper excitado al escribirla. Estimulado para seguir adelante. El único problema que tenía es que iba acopiando material, y no podía parar. Y no quería que eso complicara al lector. Pero estamos hablando del tiempo en que vivimos. Sentía eso: la sobredosis de información, que todo se cruza y no es necesario parar a explicarlo. Hay que ir para adelante, para adelante, y yo me planteé entonces ir para atrás, y al medio. Enroscar los tiempos. Para qué, no sé. Para que no fuera lineal. Le escapé a lo lineal, y al único relator.

 

¿Tenías una historia en mente, un principio y un final, querías contar una historia, o salió lo que te iba pidiendo la narración?

No. quería plantear la situación de algunos personajes en Shangai. Al principio, esta novela fue un acopio, una búsqueda de materiales para escribir una obra de teatro que se llamó Shangai. Ahí está uno de los nudos. Sí quise escribir algo en Shangai, como un ejercicio. Después se me fue a otro lado. Ahí sale Xiaomei, sale Arturo Ledesma, que en la obra de teatro es Arturo Lem. Tienen cosas en común, aunque después no tengan nada que ver. Lo divertido fue que los personajes me pedían más y más. Entonces cada personaje tiene su biografía, inexacta. Algunos se cruzan, otros no. Se mezcla la ficción con lo real.

 


Foto: Montevideo Portal | Joaquín Fernández

Es como internet, donde a autores conocidos se le adjudican frases apócrifas o ajenas, o aparecen artistas imaginarios que sólo existen en la imaginación de otros pesonajes...

 

Sí, claro. Ziggy Stardust no es Ziggy Stardust, pero es. Y Xiamoei termina siendo la medio hermana de David Bowie. Son como teorías. Todo puede ser cierto. No hay contradicciones evidentes. Hay historias reales ahí metidas. Y hay mucha ficción en el sentido que Aira le da a la ficción. A mí, las novelas de Aira, me encantan. Me parece que el tipo es una máquina de ficcionar. Una de las cosas que me impresionó de él es cómo construye novelas, que yo creía que eran ficciones absolutas, demenciales, como las que hablan de la conquista del desierto y las matanzas de los indios en el siglo XIX, totalmente delirantes, eran reales.

 

Vos hiciste el camino inverso, basándote en acontecimientos ficticios escribiste una cosa que podría ser real...

Claro, porque después esa ficción se mete en lo real. O se va acomodando. Akira pudo haber estado en Filipinas. Hay toda una línea de personajes que tiene que ver con una canal de televisión español, que va a hacer un programa de emigrantes en Shangai. No podían, en ese caso, ser uruguayos, porque sería inverosímil. No podría ser de esa manera.


Pero Akira podría haber estado en Filipinas, así como el impostor de Borges era Tom Castro...

Y Akira también es una invención de Aira, aunque no es una invención de Aira en la novela. En Los ojos de una ciudad china hay, en algunos momentos, una teoría sobre la propia novela. ¿Y si Akira es un tipo que leyó un libro y está imitando a un personaje? Esas cosas fueron surgiendo. Y creo que Borges no está en primer grado, debe estar en segundo o tercer grado, a partir de Bolaño y de Cortázar. Pero sobre todo de Bolaño. Bolaño no pudo existir sin Borges.


Borges dice que cada autor crea a sus precursores...

Claro. Hay algo de eso. Me encantó jugar ese juego. Además, como estaba siendo un proyecto muy grande, voluminoso, iba en contra de la posibilidad de publicarlo. Eso me permitía una gran libertad, porque no tenía esa autoimposición de frenar, de no escribir tanto. Escribí lo que quise. En el caso de Aira pongo capítulos enteros de una novela ficticia. Estoy jugando con fuego. Cuando lo hice no pensé nunca en la publicación, era como una diversión. Después lo publiqué, y ahora tendré que hacerme cargo. Puede no gustarle, sentirse ofendido, o maravillado, ¡Yo qué sé!

 

Que no te agarre su propia María Kodama...

Espero que no. En ese caso opté por la ficción. Quizás, pensándolo ahora, siempre estuvo el asunto aquel de Bolivia construcciones [de Bruno Morales], que metió un fragmento de una novela de otra autora [Nada, de Carmen Laforet], y lo acusaron de plagio. Evidentemente es un remix. En este caso no me atreví a meterme directamente con Aira. Preferí decir "esto es de él" aunque no lo es.

 

Como lector te obliga a dudar todo el tiempo de lo escrito...

Y ahí empecé a jugar. Obvio, está la duda.

 

Me hace acordar a Enrique Symns, que firmó textos suyos bajo los nombres de Lewis Carroll, Nietzsche y otros...

Sí. Enrique Symns lo hizo en Cerdos & Peces.

¿Lo que cuestionás en el libro son cosas que te "atormentan" a vos, que te preocupan filosóficamente? El espanto, la memoria, si lo que recordamos es una construcción... ¿Esas dudas están presentes en tu vida o son planteos estrictamente literarios?

Son temas que están ahí. El tema de la memoria es uno de los temas que anda dando vueltas ahí. Por algo Arturo Ledesma está buscando siempre a sus padres, asesinados en la dictadura chilena... Después me fui dando cuenta de que la mayoría de los personajes buscaban a sus padres, y eso sí me perturbó un poco, porque íntimamente, la novela era eso. Y en La cura, por ejemplo, los padres estaban ausentes. No; ausentes no: omitidos. Era gente de veintipico de años que contaba su historia y los padres no existían más que para dar dinero. Acá creo que los enredos que aparecen tienen que ver con problemas familiares, con la búsqueda del padre. Arturo, Joy, varios personajes están en ese tema. Eso sí es algo que siento que es lo que más me preocupa a mí. Otra cosa que me preocupa son las ciudades, y es una novela de ciudades. O de una sola ciudad, o de muchas ciudades, y hay la invención de una ciudad a la que no fui. Uno de los pánicos que tenía con la novela era cómo lo tomarían los lectores, y por ahora lo han tomado como algo natural. Creo que la mayoría duda cuando digo que no fui a Shangai. Hice mi inmersión en esa ciudad de un modo virtual.


Y otro tema en la novela es la inmigración y los viajes, forzados o no. En ese caso hay un antecedente en mi vida, que es el laburo en el programa Ir y volver, de Tevé Ciudad. Ahí recopilé cerca de 200 historias de exilio, aventuras, viajes, con respecto a Uruguay. Como el programa que hacen los españoles del libro. Antes de empezar la novela yo sabía que en Shangai había 19 uruguayos: no 20, ni 18. Algunos de ellos me sirvieron de informantes, para ir a las cositas pequeñas. Lo grande no es importante, porque, a esta altura, creo que todas las ciudades se parecen.


Quizás todas las ciudades sean la misma ciudad...

Sí. Pero en lo chico sí fueron importantes sus aportes. Yo sabía que, en 2010, se estimaba que un cuarto de las grúas del mundo estaba en Shangai. Ese dato me fascinó. O que muchos extranjeros que iban a Shangai, se quedaban dos, tres, cuatro años, y no soportaban; que había muchas muertes en habitaciones, solos. Esos son datos reales. Como la fábrica que puso una red para que los empleados no se tiraran.

 

A eso me refiero con el espanto. Cosas que nos parecen horribles, espantosas, pero están tratadas de un modo casi quirúrgico, y entonces inquietan más. No hay regodeo en la tragedia, no hay morbo. No es American Psycho...

Me acuerdo de algo que dijo Borges, que leí en algún momento, que era que había que escribir como redactando el resumen de algo ya escrito. Era el anti regodeo. Eso lo leí en el proceso de Los ojos..., y me dio mucho que pensar, porque era la forma en que venía escribiendo en ese momento, la velocidad pura. Todas las formas son válidas. Me encanta Easton Ellis, pero notaba que era eso, quirúrgico.

 

¿Por qué de esa manera? ¿Te daba pudor?

No. Pero es como que la novela es muy sintética, y no quería que se me fuera al carajo. Tenía que ir saltando de cosa en cosa. Y tiene que ver, vuelvo a lo mismo, con esta sobredosis de información que recibimos continuamente. Es una novela simple.

 

Comparaste varias veces Los ojos... con La cura, que es una novela generacional. ¿Creés que este nuevo libro es una novela generacional de ahora, que solo la podría haber escrito el Gabriel Peveroni de 2010?

En ese caso sí, absolutamente. Esa ruptura conmigo mismo es una necesidad de escapar de la novela generacional. Me costó muchísimo salir de eso de contar historias lineales. Soy fanático de las primeras novelas de autores urbanos de los 80 y 90. Me encanta ese género, y me fue difícil escapar de eso, de la novela de iniciación, que es la novela generacional. Acá quería decir otra cosa, quise escapar. No sé si estoy hablando de mi generación o no, pero espero que sí, en algunos casos. Sí hay una necesidad de escaparle al pasado, a mis 20 años. Las novelas anteriores que escribí las noto, ahora, bien lejos de mi vivencia. Y todavía quiero escaparme más. Es una de las cosas lindas de ser escritor. Cuando era adolescente, o joven, me producía curiosidad cuando escuchaba a los que decían que uno iba a escribir cada vez mejor, porque de repente notás que en la música pop las mejores obras están en los inicios, y entonces te asusta un poco eso. Es un laburo duro con uno mismo. Yo no quería hablar más de aquello, ya lo conté. La nostalgia es lo que menos me interesa en el mundo. En los 80 algunos de mis amigos decían: "Voy a escuchar U2 toda la vida", y yo decía: "¡Pobre!". Yo estoy contento de escuchar Alucinaciones en Familia, ahora. Obviamente escucho los clásicos, pero siempre me gusta lo que está saliendo.

Foto: Montevideo Portal | Joaquín Fernández

¿Con los libros te pasa lo mismo?

Me pasa y no. Pero son diferentes gustos. Con los libros vas para atrás y para adelante. Los libros, en algunos casos y por suerte, se sostienen mucho más como miradas de una época. Pero la novedad siempre me entusiasma mucho.

 

Por lo general, siempre le exigimos más a los libros que a los discos, aunque la inversión es la misma...

Sí, la inversión es la misma. Capaz que los libros requieren una inversión de tiempo que hace mucha gente se asuste. Y después está el entrenamiento. Yo, en algunos momentos, decido leer. Elijo leer, entonces tengo que negarme a otros placeres. De repente me niego a mirar series, cine. Y son decisiones fuertes. Entiendo que Breaking bad y esas cosas deben ser maravillosas, pero si me meto ahí, me pierdo otras. Miré series, no soy bobo, pero ahora no miro, porque sé de la capacidad de generar adicción que tienen. Sé que están los mejores guionistas, los mejores realizadores. Pero el audiovisual simplifica tanto que me aburre.


¿Y el teatro no?

No. el teatro es una cosa maravillosa. Es en presente. Sucede ahí, son actores de carne y hueso. Es otra cosa. Es emoción pura. Cuando está bien hecho, claro. El teatro, la danza contemporánea. Me gusta más que los recitales de rock. Más que algunos recitales de rock.

 

¿Te considerás un McOndo?

En el fondo sí. Es lo más desprestigiado que hay en la literatura latinoamericana, pero sí.

 

¿Por qué?

Porque le dieron mucho palo. Creo que fue bastante mal entendido, que era frívolo, yo qué sé. Hay autores ahí que tenemos mucho en común. Yo me siento, siempre, como primo de Alberto Fuguet, de Jaime Baily, de Ray Loriga, en algún sentido, de Gustavo Escanlar. Después, el mundo es mucho más complejo...


¿Te comiste muchos palos?

No, pero cuando escribís te estás exponiendo mucho. El periodismo es un territorio más claro de confrontación y de discursos. Más ahora. En los años 90, cuando no había redes sociales, por ahí era mucho más confortable, más respetado. Ahora, entre los blogs y las redes, donde todo el mundo tiene derecho a opinar, la posición del "especializado" está un poquito más complicada.

 

¿Y está bueno eso?

Hay una parte que está bárbara. Pero creo que es una gran trampa. En eso soy más afín a lo que pronosticaba Umberto Eco. Me acuerdo cuando decía que los blogs eran peligrosos, en el sentido de generar millones y millones de ideologías diferentes, y que el hombre, para vivir en comunidad, necesitaba puntos en común. Me parece muy atinado, aunque no sé si va para ahí. En realidad es hasta peor. Creo que lo que hace el mundo Google, y el mundo Facebook, y eso, es acotarnos dramáticamente los gustos, porque quedamos rehenes de afinidades muy restringidas. El espectador y el lector contemporáneo es una persona con miedo. Somos, yo no me escapo a eso, aunque lo intento. Trato, en mi trabajo como periodista, de ser crítico. Porque eso me preocupa. Me preocupa porque impide que tengamos miradas más globales, más integrales de la vida, y eso es peligroso. No falta el que diga "ahora podés consumir todo". Sí, podés consumir todo, pero ¿Cómo llegás a esa información, cómo se clasifica? Ahí es importante la Academia, las revistas, la crítica. Son muy importantes. Pero la Academia, las revistas, la crítica, han hecho mucho desastre. Pero no me gusta demasiado a lo que se está llegando, donde todo es una zona confortable.

 

Decís que el periodismo es un lugar de confrontaciones, y estoy de acuerdo, pero me parece que la narrativa es un terreno para confrontar, para exponer ideas, porque no estás tan expuesto. La tapa del libro te da cierta impunidad, y no lee todo el mundo.

Sí, está bien. El libro te da grandes territorios de libertad. Está bueno saberlo, tener conciencia de eso.


¿Como autor o como lector?

Como autor. También hay que saltar al agua, elaborar, animarse. La autoficción es un campo interesante de lucha con eso. Hasta dónde te atrevés a exponerte, y a exponer a los demás. Eso es El hermano mayor (Hum, 2016), de Daniel Mella. Es una historia muy cruda, sí, pero está siempre esa pregunta. En este caso, en Los ojos..., que es todo más difuso, me doy esa posibilidad de meter crítica, ensayo. Meter ideas. Otro territorio fértil es el teatro. Y la poesía. Hay una cosa que pasó en el teatro uruguayo en los últimos diez años. Eso de las cosas compartimentadas, yo estaba de repente en un lugar en el que no conocen a Rafael Courtoisie, y en el otro no conocen a Sergio Blanco, esa cosa bien del Uruguay... Yo notaba que lo más interesante de la escritura uruguaya estaba pasando por el teatro. Pensando en Sergio Blanco, en Gabriel Calderón, en Santiago Sanguinetti, Marianella Morena, y eso no lo estaban percibiendo los otros actores culturales. Escritores, artistas visuales, cineastas. Después se empezó a revertir. Ahí hay escenarios de libertad para decirlo todo. Más que en la novela. Pero hay algunos buenos escritores en el Uruguay de ahora, sobre todo jóvenes. Mella, que a esta altura es un clásico. Agustín Acevedo Kanopa, Ramiro Sanchiz, Damián González Bertolino, Martín Betancor. Y todos tienen estéticas y discursos diferentes.