Carlos Casacuberta no es un artista de prolífica producción. Sin embargo, cada uno de los trabajos en que ha participado es una pieza clave en la música popular de los últimos años. Miembro del incendiario Peyote Asesino, el grupo que barajó y dio de nuevo en el rock vernáculo de la segunda mitad de los 90, fue productor, junto a Juan Campodónico, del Frontera de Jorge Drexler, y por las suyas se las arregló con Todos estos cables rojos, de La Hermana Menor y Soy sola, de Ana Prada, álbumes distintos y excepcionales.

En 2006 apareció su primer disco solista, Carlos (Ayuí), en el que mostró una veta más sosegada, menos visceral de lo que el común de los mortales conocimos de su etapa en el Peyote, y ahora regresa con Naturaleza (Bizarro, 2013), un trabajo atípico, de grata sonoridad y que, con escollos, encuentros, repechos y despedidas, propone un viaje a ninguna parte. El mejor de los viajes.

¿Cómo se llega y cómo se hace este disco, tan espaciado del anterior?

Diría que se entiende mejor a partir de que empecé a tocar con más intensidad. Hubo un trío que formé para tocar en 2011, con Nati Giachino y Daniel Benia, y comenzamos a presentarnos en lugares chicos, con canciones del trabajo anterior. Yo tenía canciones nuevas, pero no tantas como para hacer un disco. Con esa lógica de presentarse, y de estar en contacto con el público, arreglando los temas para tocarlos, el proceso de composición se aceleró mucho, y al mismo tiempo vinieron nuevas canciones. Ya para 2012 estaba bastante claro que íbamos a grabar. Finalmente el grupo que registró el disco fue otro, con Gabriel Casacuberta en el bajo, que además me di cuenta de que me podía descansar en él para toda la tarea de producción, y Roberto Rodino en la batería, un tipo con el que tengo una enorme relación.


Teníamos el grupo y lo primero que hicimos fue trabajar esa puesta en escena de trío. Muchas guitarras, eléctricas y acústicas, y esa base rockera: Gabriel con el Rickenbacker, y Rodino. Hacia mayo de 2012 ya teníamos totalmente armado el ‘chasis' de los temas, y grabamos todas las bases con Julio Berta. Eso fue bastante rápido, y después, el proceso de sobregrabación de toda la instrumentación y los arreglos. Gabriel, a lo largo de sus viajes, ha ido trayendo instrumentos de todas partes y de todo tipo, de distintas sonoridades: de cuerda, de arco, de viento, pequeños synthes, instrumentos de percusión, y los fue incorporando. Cada tema empezó a tener su personalidad, su atmósfera de sonido que lo caracterizaba, que tenía un vínculo con lo que estaba diciendo la letra, que refería a la forma musical, y a fin de 2012 ya lo estábamos mezclando. Todo el proceso posterior, la masterización, quién lo iba a editar, eso se llevó buena parte del tiempo.

¿Por qué tanto tiempo entre Carlos y Naturaleza?

Después de mi disco anterior hice algunos shows, pero no persistí mucho en la tarea de tocar y mostrarlo. Y trabajé con otros: bastante con Ana Prada, con La Hermana Menor, y, a esta altura no sé por qué, pero no creció lo que después sí pude hacer de encontrar un grupo de músicos, ponerme a tocar e insistir. Ahí las canciones se van acomodando de una manera muy particular, tocando en vivo, viendo las reacciones de las personas, que es lo lógico y lo que yo recomiendo. También, en ese lapso, ocurrió el regreso de El Peyote, no estuve inactivo.

Y tampoco vivís de la música, por lo que pasa a ocupar un papel secundario...

No. Soy docente e investigador de la Universidad de la República, trabajo en la Facultad de Ciencias Sociales, tengo cursos a mi cargo... ¿pero qué es secundario? Creo que cuando está ocurriendo todo es primario. El problema, cuando hacés muchas cosas, es no hacer un cachito de cada una. Cuando uno hace algo debe hacerlo con una dedicación total, con compromiso. No te conviene, cuando estás grabando una toma, estar pensando en un paper que estás escribiendo, o en los problemas que tenés sin resolver. A veces las soluciones llegan cuando no te lo imaginás, tanto para los problemas de la investigación como de los de la composición. La frase o el acorde que necesitás, a veces te despiertan de noche.

Me parece que la gente que hace muchas cosas sabe que, cuando hace cada una, tiene que tener concentración total. Es muy grande, si no, el riesgo de que se desarme, que pierda fuerza. Porque vos podés hacer esto en tu cuarto cientos de veces, pero esto es un proceso muy costoso. Vos te parás frente a la gente, a cantar, y es muy difícil que logres nada si no estás completamente comprometido con lo que estás haciendo, si no estás pensando que eso que estás haciendo es lo que quisiste. Tenés que presentar tus canciones con un grado de convicción absoluta, independientemente de que te hayan llevado dos años o cinco minutos. A veces te pasa, que realmente hiciste un tema en tres horas, porque te sentaste, estabas en un bar, al pedo, esperando a alguien que te dejó clavado, y escribiste eso que te quedó así de bien, si tenés esa suerte. Si no, estarás meses para que ese estribillo cierre. Pero eso es algo que nadie lo sabe, y a nadie le importa. A mí me pasa siempre con personas, y no sé si quiero saber sus problemas, quiero que me muestren lo que mejor pueden hacer. Si tengo que presentar un paper en un seminario no les voy a decir ‘ay, no lo pude terminar porque justo ayer tuve un ensayo'. Lo mismo en la música, ‘ay, no ensayé porque estuve dando la clase', jodete, no lo hagas, o dedicate a algo que te simplifique más la vida.


Rap del exilio


En Naturaleza, el tamiz de Casacuberta filtró influencias dylanianas y beatleras, pero es también marcada la presencia de lo aprendido de Fernando Cabrera y Eduardo Darnauchans, y de la música uruguaya de los 70. Sin embargo, y aunque podría, no es un disco oscuro.

Tomaste elementos de la música uruguaya de los años de la dictadura, pero los dotaste de cierta "luminosidad". ¿Es así?

La década del 70 era particularmente oscura. Recuerdo estar en México, de niño, en un lugar muy movedizo, muy fértil culturalmente desde la colonia de exiliados uruguayos. Allí estaba el Teatro El Galpón, que desarrollaba su actividad teatral como institución, ponían obras en escena, tenían una pequeña sala, una sede, que era como un centro social, estaba la Camerata Punta del Este, Alfredo Zitarrosa, José Carbajal, los propios Olimareños. Era como un mundo en sí mismo. En aquel momento, la gente de Uruguay, amigos de mis viejos, familiares, mandaban el casetito. Y ahí, en esos casetitos, venían ‘Paso Molino', por Cabrera en versión MonTresvideo, la canción ‘María Elena', que a mí me dejó de cara... ‘¿en qué mundo habitan estas personas?' me decía. Y Canción de muchacho, los discos de Darnauchans pre-Sansueña. Lo que estoy tratando de decir es que son discos vinculados a una época tremenda, la gente sentía una vida muy angustiosa, opresiva hasta donde yo lo puedo ver. Yo era un niño, y mi visión de la dictadura es la escuela, porque después me fui.

Un punto de luminosidad que me llegó en ese momento, más vinculado a la fecha de regreso al Uruguay, fue con Jaime Roos. Escuché ‘Cometa de la farola' en un casetito de esos. La escuchaba, y rebobinaba, y la volvía a escuchar, como en un loop. Me parecía increíble... ‘¿cómo de Uruguay puede venir algo tan luminoso?'. Mis padres estaban vinculados al mundo Zitarrosa, ese mundo terrible, angustioso, del exilio, de la Guitarra Negra, eso de las vacas, el matadero y los torturados. Imaginate escuchar eso de adolescente, esas imágenes tipo Brueghel, o Bosch, una pintura del infierno de Dante, que se rajaba sobre mi mente de 12, 13 años.


Yo no quería nada de eso. Llegó el 78 y Pink Floyd editó The Wall, y había algo que estaba pasando en Londres, que no se sabía bien qué, pero se hablaba de un disco triple que se llamaba Sandinista. Eso era lo que pasaba para mí y mis amigos. Era un mundo de apertura, y esos discos en Uruguay no eran fáciles de conseguir, según me dijeron. Y mis compañeros de liceo eran también otros hijos de exiliados; con Fernando Santullo compartimos esa etapa. Pasamos de pelearnos por la pelota al final de un picadito en el liceo a ‘qué cagada que se murió John Bonham, que se separó Led Zeppelin'. Esa era nuestra charla. Ese mundo del rock, en el que se metió el cometa de la farola. Fue como una ventana, una canción muy luminosa. No estaba hablando de nada, ni de la tortura, ni de la opresión: me hablaba de una cometa, una tarde de sol... eso me llevó, de inmediato, a comprender que había una conexión entre Uruguay y los Beatles.

Y al volver, esa cuestión opresiva del canto popular pasó a ser de desencanto de la mano del rock...

Cuando volvimos, en los 80, era el reinado de Jaime, junto al rock nacional, las gabardinas dos talles más grandes, y con todo el mundo con angustia post dctatorial. Para mí fue una experiencia terrible, conocer el Uruguay verdadero. Hubo momentos en que lo odié. También estuve muy lejos de la música, pese a que era de la misma generación de todos esos muchachos de gabardina: el Tussi (Dematteis, de La Hermana Menor), Pedro Dalton (de Buenos Muchachos), o (Gabriel) Peveroni. Yo enganché mucho más tarde. Mi conexión más bien fue Jorge Drexler, con quien tenía una amistad de la infancia. Nuestros padres eran amigos, y los fines de semana de nuestra niñez eran compartidos, hasta la dictadura. Luego, ellos se fueron a Israel, y nosotros a México. Cuando nos reencontramos en el 84 estaba la música. ‘Ah, ¿vos tocás?' ‘Yo, toco'. . La música nos unió. Él empezó su carrera de cantautor, se fue a España, y yo hice un viaje de estudios. Me fui a Londres a hacer un posgrado en Economía, más o menos por la misma época.

¿Cómo encajó el amigo de Drexler, el fan del cometa de la farola, con la música y la poesía, en ese momento tan radical, del Peyote Asesino?

Cuando volví de Londres tuve la suerte de que Fernando y Juan me dicen ‘vo, estamos haciendo esto'. Yo trataba de enganchar. Estaba en Londres, iba a la disquería y realmente buscaba Hendrix, pero mi novia de aquella época me daba Public Enemy, Red Hot Chili Peppers, Nirvana. Yo estaba sensibilizado a ese mundo. Cuando descubrí a los Chili Peppers, nunca había escuchado una música tan comprimida en mi vida. Empecé a intercambiar material con mi hermano Gabriel, que ya estaba en el viejo Plátano Macho, y eso llegó a oídos de Santullo, porque El Peyote Asesino en formación trabajaba con Gabriel Casacuberta como productor.

Lo que Santullo quería cuando me invitó a El Peyote era por el recuerdo que tenía de mí cantando rock en el recreo, en el Liceo en México. Allá se iba con guitarras, y en el recreo se formaba una bandita. Yo cantaba las canciones de The Who, me gustaba (Roger) Daltrey, una cosa muy vocal, con mucha potencia. Santullo y Juan (Campodónico) tenían en mente un grupo muy preciso, sabían bastante bien lo que querían. Después eso se fue ampliando en varias direcciones, porque el primer Peyote Asesino era más Chili Peppers, con rap, y después lo llevamos a un rock más parecido a Cypress Hill. Eso dio lugar a que se metiera un montón de música local: si escuchás ‘Guacho' la línea de bajo es una milonga, ‘U are gay' tiene un candombe ultra acelerado. Hicimos ese tránsito. Metimos tango en ‘De pedo y de tos', y después venía México y toda su influencia.

El Peyote fue como un catalizador de un montón de cosas que estaban pasando en lo musical, pero también en lo político, en lo social...

Sí. Yo estaba reconcentrado en mí mismo y estaba haciendo una crisis. Llegué a Uruguay el día de las muertes en la manifestación del Filtro. En Europa la gente odia la ETA, y yo no entendía cómo unos chiquilines fueran a morir por tipos de esa organización, que no iban a ser juzgados por una dictadura. Esa era la atmósfera. Para mí El Peyote tiene que ver con eso: son los 90 mirando desde acá, del sur. Los 90 mirados desde el norte son Clinton y Blair, la nueva izquierda y el nuevo pensamiento. Acá era todo mucho más prepotente: alguien te decía que estábamos ingresando al primer mundo, y bancátela. Había plata, había consumo, pero estaban los muertos del Filtro, y el asesinato de Berríos. El Peyote Asesino canalizó una especie de desconfianza o de duda razonable sobre toda esa maravilla. Íbamos con un lenguaje a lo popular. ‘Los guachos le rezan a Santa Teresa en caja': esa es la esquina. Fue interesante eso. Trajimos lo terraja, el hip hop, la música disco. Eso estaba en contraposición con el clima de autosatisfacción que se estaba viviendo. El Peyote era como el mal perdedor, y me plegué a ese proyecto y traté de contribuir. Los aportes principales a la composición fueron de Juan y Fernando.

Conducta en los velorios

El Peyote Asesino fue como una bomba y, cuando estalló, las esquirlas saltaron en distintas direcciones, a veces hasta incomprensibles en su momento, aunque hoy se pueda reconstruir esa red de interconexiones a la luz de lo que cada uno de sus integrantes hizo por su lado.

¿Venían experimentando una veta musical distinta en paralelo a El Peyote o el pasaje del rock que hacían con el grupo a una canción más calma como la de Drexler fue drástico?

En cierto modo, yo tenía como una agenda oculta. Era muy abierto, y es cierto que siempre se podía llevar a El Peyote a otro lado, incluso sin darnos cuenta. Juan y yo arrancamos con Drexler casi en seguida, y eso era como sorprendente. El tipo suave, delicado, reflexivo. Inequívocamente bello. Nosotros éramos unos boxeadores sin guantes. Y el trabajo resultó natural e interesante.

Esas cosas que quedan en el tintero luego se recogen. A mí, ahora, no me dan ganas de hacer cosas en el estilo Peyote Asesino antiguo. Pero, aparte... ¿cómo sería un Peyote Asesino actual? ¿Qué lugar tendría cada cosa? Es difícil pensar en eso.

Tu trabajo como productor viene casi a la par que tu rol de músico. ¿Te es más cómodo?

No. Me siento mucho mejor con mis cosas, tienen mucho potencial. Yo me sentí muy bien como productor de Drexler, de Ana Prada, pero fueron procesos bastante únicos, con personas en encrucijadas. Sí es seguro que no podría tener un laburo de productor, de tener una oficina, y que venga gente a traerme sus discos, y entren personas por una puerta y salgan por la otra. En el caso de Ana era muy transparente lo que estaba pasando ahí. A veces se representa este proceso de forma bastante caricaturesca, como si yo hubiera sido una especie de trainer, obligándola a que todos los viernes viniera y me trajera algo. Fue al revés. Yo le dije ‘si vos querés hacer esto, cuando quieras hacerlo vení que voy a estar. Venís a casa, me traés tus pedacitos y los pegamos, los desarrollamos, vemos lo que hacemos'. Y ella se sintió tan estimulada para ese proceso que nunca faltó, pasaron cuatro, cinco meses, y ya estaba el Soy sola. Es que yo, desde Violeta Parra, no escuché una mujer que escribiera algo así en español. Pero acceso a un proceso así, tenés posibilidad una vez cada cuánto...

¿Y usás para tus canciones el mismo método que aplicaste con Ana Prada?

Sí, trato de darme cuenta dónde hay algo. Puedo grabar improvisaciones con guitarra y voz de 15 minutos, y darme cuenta de que hay 6 segundos que podrían ser algo. Después le voy dando forma. También toco mucho tiempo la guitarra, sin ánimo de llegar a ningún lado. Eso produce partes de canciones. No siempre son las músicas primero que las letras, y a veces me pongo a escribir. Creo que este disco tiene mucho de la métrica de la palabra hablada. Yo te estoy hablando, y hago una pausa para que entiendas que lo que va a venir es importante. Es como Dylan, ¿no? (canta) ‘If today was not a crooked highway', muchas de las canciones que están en los primeros discos, y eso me gustó mucho, porque te da una muy buena idea para la canción que es la conversación. A veces se me dice que soy introspectivo, y no es así: estoy conversando. A veces puedo hacerlo conmigo mismo, y eso me pasa desde la letra. ‘Naturaleza', una canción del disco, es más o menos así: ‘si querés dormir- te dejo dormir'. Llamada, respuesta. Yo sé lo que va a venir, te lo anuncio, lo anticipo y te lo cumplo. A veces tenés la suerte de que la canción te viene así, pero tenés que estar atento a todo.

¿Te gustó Naturaleza?

Estoy conforme, contento. Creo que se parece bastante al disco que me hubiera gustado hacer. Es una conversación, y es, para mí, un trayecto. Arranca con la primera canción, ‘En el camino que empieza aquí'. Uno a veces dice ‘esa persona no va a ninguna parte', empecé con esa idea, ninguna parte', pero me di cuenta de que había escrito algo diferente... ‘el camino empieza aquí y no termina en ninguna parte', y es mejor. Si no termina te estás moviendo, y no estás esperando que termine, o llegar a un lugar en particular. Eso ya es bastante liberador, y me pareció una buena idea para empezar el disco. Tiene que ver con el mundo de los Parra, Nicanor, Violeta... Violeta Parra, para mí, estaba a años luz, pero muchos años luz, del resto de los que hacían música popular en los 60. Es un mundo distinto, hasta tonalmente. Ella investigaba el mundo indígena y traía esas cosas modales que no sabés de dónde las sacaba. Esa idea de ‘ninguna parte' tiene un parentesco Parra. Y el disco te va llevando, y por ahí están esas conversaciones. Y al final tiene ‘Que no sea todo', que es una vuelta en la misma idea. Tiene un poquito de Darnauchans esa canción, esa melodía.

Y hay una canción de velorio, que no es depresiva. Descubrí que la gente puede haber muerto pero hay mecanismos para tener un diálogo. Yo tenía un amigo, y todos me decían que lo tenía que ir a ver, porque era una persona muy inspiradora, y yo siempre por ir a verlo, y un día me tocó la noticia de que había muerto. Todo eso pasó, y después me enteré de que esa persona había dicho ‘che, ando mal de salud, ¿no me iré a morir?; me dijeron que iba a venir a ver Carlos... sería una cagada que yo me muriera antes de que viniera...' Esta historia me trajo un poco la canción. Recuerda el velorio, pero el tipo dice ‘no me voy con las manos vacías. Aún en esta idea de que te encuentro y estás muerto y nada es como imaginé hay algo que estamos aprendiendo'. Ojalá tenga algo luminoso. No la canto en vivo porque me parece como demasiado. Hay muchas canciones buenas de velorios, ¿no? Del Darno, para empezar. ‘ni siquiera las flores', (canta) ‘un día, cuando decidas marcharte', y que termina y se escucha el ruido de las tacitas de café del velorio, y la gente riéndose de los chistes, pero hay más. Y está Eleanor Rigby, que es una canción de entierro.

Naturaleza no es un disco que se pueda encasillar fácilmente. No es estrictamente rock, pero tampoco es canto popular, ni pop, ni nada que podamos etiquetar categóricamente.


No sé, las corrientes... que no sea yo el que establezca dónde va mi disco. Es muy común, pero es una contaminación del mundo del arte visual, que marca que no sólo te tengo que dar la obra, sino decirte cómo leerla. También pasa que son pequeñas canciones que se venden en el mercado como objetos de consumo. Me agrada ese mundo, menos ambicioso, de la música popular. Me gusta que sean millones de personas que deciden con 200 pesitos si tu trabajo va a tener algún destino un poquito distinto al que decidan diez curadores en un museo. No sé si eso me libera de la tiranía de presentar un concepto. Me suena a estar a ambos lados del mostrador. Te hago la canción, la escribo, la toco y la canto. Edito el disco, o consigo el sello que de algún modo valida mi producto como comercialmente válido, y encima después te digo cómo leerlo estéticamente. Bueno, los tropicalistas lo hicieron, crearon toda la teoría, es el gran movimiento cultural latinoamericano por excelencia, del que venimos un poco todos. Para mí, el mundo de Gustavo Santaolalla, que nos influyó tanto, tiene mucho que ver con la cuestión de los tropicalistas, con una apertura a lo global, al ‘imperio', que el canto popular latinoamericano, de izquierda, no podía tener. Y esa cosa muy propia de Brasil, que nosotros también tenemos. Esa heterogeneidad, los terrajas... Caetano Veloso traía a Roberto Carlos, y lo llevó al mundo culto. México era muy interesante en ese sentido. Me parece interesante andar ese camino.