No importa que tan crá seas, cuánta biblioteca, boliche o años tengas encima. Todo termina aquí te va a joder. Aunque estés preparado. Como en esas películas que te muestran un baile en el pueblo, una fiesta en la playa. Todo es sonrisas, pero sabés que tarde o temprano se tiene que terminar. Los enemigos del sheriff, el apocalipsis zombi, un tiburón con hambre.
Y Gustavo Espinosa te la hace difícil. Una orquesta de pueblo, un guitarrista virtuoso, su admirador y discípulo, la chica más linda de la ciudad, su novio. Después el tiempo, la enfermedad y la muerte, ese gato negro.
Todo termina aquí (HUM, 2016), cuarta novela de Espinosa, es menos ardua que dolorosa. Construida como un relato coral contado a través de las voces de Fernando, uno de los protagonistas, el profesor Gustavo Espinosa, homónimo y alter ego del autor, y enmarcado en una suerte de saga por entregas publicada en un semanario de pueblo sobre la historia de Electrón y Mondongo, dúo bluesero treintaytresino -y no olimareño, para separarlo de la mística folklórica del gentilicio-, la obra se permite el humor para respirar y luego despeñar a los protagonistas en un barranco de comportamientos crueles, agachadas miserables y minúsculos actos de heroísmo.
Espinosa edifica un triángulo amoroso atravesado por la desgracia entre una probable Treinta y Tres y Punta Arenas, entre el blues indómito de un dúo fantasmal y la franquicia kistch de Los Iracundos. El resultado es un libro que, como un delay enloquecido, queda sonando en la cabeza del lector mucho después del punto final.
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¿Disfrutás cuando escribís?
Más o menos. Esta novela, en particular, la sufrí bastante. Al principio, treinta años atrás, no me gustaba escribir. Me generaba mucha ansiedad. Después, cuando tuve un poquito más de recepción, anduvo mejor la cosa. Pero en este caso me costó mucho resolverla. Estuve, estoy, todavía muy inseguro respecto de ella, y me resulta agotador. Más allá de que, como todas las cosas, como cuando resolvés un ejercicio matemático, y te sale bien, te produce placer. Pero en realidad no he disfrutado del proceso.
¿Existían los personajes antes de escribir el libro o fueron creciendo a medida que lo escribías?
Existían como trazos, dibujos medio esquemáticos que no tenían volumen. Hay muchos rasgos que fueron apareciendo de a poco. Se fueron construyendo. Pasa que tenés una idea, pero no lo tenés completo. A veces vas pensando una situación, o cómo poner el personaje en tal o cuál situación, y ahí el personaje requiera una característica que al principio de repente no tenía. Lo que sí pasa es que hay algunos personajes a los que uno les tiene antipatía y a otros simpatía. Y hay otros que resultan necesarios para poder seguir. Por ejemplo, uno de los problemas que se me planteó en el proceso de escritura, es que cuando muriese Ana, se me iban a ir un poco las ganas de continuar esta historia.
¿También te enamoraste de Ana?
Ni tanto, pero es un personaje fuerte. Entonces el truco para eso es jugar un poco con el tiempo, los flashbacks, los recuerdos, y eso.
¿Qué estaba primero, la historia o la forma de contarla? ¿Pensabas hacer una novela así?
No. Martín Bentancor, por ejemplo, dice que piensa primero el formato de la novela, la estructura, y después piensa la historia. Él piensa primero cómo contar. Yo no. Yo tenía, en este caso, más que una historia, unas imágenes. Un tipo que se envenena con mariscos del Pacífico, el tema de Puerto Montt, que se me ocurrió estando allá... Después el formato fue una segunda instancia. Estuvo primero la historia y después la forma. Y también pensé que, de repente, solo con el formato prensa me iba a aburrir demasiado, o iba a arrancar para el lado de la parodia, por eso decidí mecharle cierto monólogo al que intenté hacer más poético.
Vos sos profesor de Literatura en Secundaria, por lo que sos capaz de reconocer ciertos tics, ciertas formas de resolver algunos asuntos. ¿Influye eso a la hora de escribir o pesa más el oficio de escritor?
Pesa mucho más el oficio. Vos podés detectar tal o cual procedimiento narrativo en tal o cual escritor, y podés ponerle nombre, filiarlo, decir de dónde viene. Pero ejecutarlo es otra cosa muy diferente. Por ejemplo, en mi primera novela [China es un frasco lleno de fetos], se me había ocurrido utilizar el indirecto libre. Y estaba seguro de que no me salía bien. Ahora lo leo, y veo que no me salió bien. Yo sabía que no me estaba saliendo bien. Sabía caracterizar teóricamente el estilo indirecto libre como forma de encarar un personaje, lo sé reconocer, pero estaba seguro de que no lograba la fluidez necesaria. Sin embargo, después como que la mano se suelta. Creo que en Carlota podrida me salió mejor, y ahora ya no me preocupo del tema. Pienso que el oficio, la práctica es lo que más pesa en ese sentido, antes que el conocimiento teórico, o esa distancia analítica que puedas tener.
¿Sos un músico frustrado?
Soy un músico frustrado. Toco de vez en cuando, y ahora estoy tocando menos de lo que quisiera. Hay un proyecto con algunos amigos que de repente podemos tocar. No sé si a vos te pasa, pero aquello que a uno no le sale bien a veces es lo que más le gusta. A mí me pasa con la música. Pero ha salido por ahí, no es culpa mía y trato de desmentirlo cada vez que puedo, que soy músico. Yo soy músico en tanto puede ser futbolista un loco que va a jugar al fútbol 5 los domingos con los amigos.
Te pregunto esto porque en todos tus libros está presente la música, y en este hay hasta canciones originales...
Sí, en todos. Los títulos. Este mismo, con el título tomado de una canción de Los Iracundos, los personajes son músicos. Está muy presente. Es una pasión no del todo correspondida.
Años más, años menos, pertenecés a una generación que tras la dictadura dio vida a lo que hoy conocemos como rock uruguayo, aún prescindiendo del rock de los 70...
Yo me siento más cercano al rock anterior. Al rock de los 70, que se hizo más arraigado al blues, por ejemplo. Creo haber estado en el primer toque de Los Estómagos, por ejemplo, en el Templo del Gato, y fui de los post hippies que rechazábamos eso. Durante la dictadura la cultura de resistencia también resistió al rock. El rocker, ya fuera ejecutante u oyente, estaba perseguido, marginado, desplazado, por la dictadura y por la resistencia a la dictadura, que acusaba al rock de imperialista, pasatista, y eso. Pero por otro lado, el rock que nos llegaba, tarde pero nos llegaba, era el rock de virtuosos, de solos larguísimos, guitarristas que tocaban 50.000 notas por segundo, así que, cuando vimos aquello tan elemental nos costó acomodar el cuerpo.
Creo que tus novelas, y esta en especial, tienen eso que tenía el rock de esa época y después perdió en función de su aceptación o su profesionalización. Esa rabia, esa urgencia...
¿Viste? En los 90, por ejemplo, había en Treinta y Tres, un movimiento de rock bastante sostenido. Pequeñísimo. Marginal dentro de lo marginal, y con un problema: los guachos se vienen. Forman las bandas y después se vienen a Montevideo. No se ha logrado hacer un público, pero cada vez hay mejores músicos, hay más acceso a posibilidades de grabar, mejores instrumentos. Pero hay ese espíritu amateur. Esa cuestión de que el rock puede ser contracultural todavía. Esa cosa paradójica que tiene el rock. Fijate que cualquier rocker lo que quiere es ingresar a la industria, pero una vez que ingresa a la industria como que el rock se desnaturaliza un poco.
Bueno, me parece que tus textos tienen eso: son furiosos, molestan.
En el interior el rock es eso. Está bueno.
¿Y está bueno ser del interior?
Creo que básicamente es lo mismo que ser de Montevideo. En mis novelas he optado por encontrar el verosímil por medio de estrategias realistas, que se podrían filiar en el realismo del siglo XIX. El interés por lo que tenés alrededor, metabolizar eso. Y eso mismo se puede hacer desde acá o desde el interior. Yo elegí contar desde un lugar que se llama Treinta y Tres, que tiene determinadas características, y que, por algunos costados, reproduce el Treinta y Tres no literario. Eso me ha convertido un poco, me parece, en una especie de bicho de feria, eso del escritor del interior. Aunque siempre ha habido gente que vive y escribe en el interior.
Foto: Montevideo Portal Joaquín Fernández
Decís que podrías ser considerado como un autor de la escuela del realismo del siglo XIX, ¿Te molesta que se te trate de encasillar todo el tiempo?
Esas categorías nunca son demasiado útiles. No suelen aportar demasiado, aunque pueden ser cómodas. El rock, sin ir más lejos, debe ser de las formas artísticas más superpoblada de taxonomías. Nunca es demasiado útil, y menos que el escritor se lo plantee a priori. Después vendrán los críticos, con más o menos acierto, a poner sus categorías. Pero tampoco me molesta.
Y está eso que dicen que, como los periodistas de música son músicos fracasados, los críticos literarios son escritores frustrados...
Yo no estoy de acuerdo con eso. Y creo que desde la crítica se puede hacer muy buena escritura. Si ejercés la crítica de esa manera ya no sos un escritor fracasado. El tema es que el lector, y a veces el propio oficiante de la crítica vea eso como una categoría subalterna. Ese es el problema, que el crítico no respete su propio métier.
Pero no pensás en la crítica a la hora de escribir...
No. No podés. Ya Horacio Quiroga decía que no tenés que escribir pensando en el círculo de tus amigos, pensá que estás escribiendo para uno de los personajes que estás creando.
Sin embargo la mayoría de los libros que se venden por millones son pensados de esa manera...
Sí, es cierto. Pero es otra cosa. Es marketing. Debe de haber hasta algunos niveles que no son accesibles para mí, para el mercado uruguayo, con estudios previos sobre qué hay que escribir. Después contratan un equipo de negros, como se llama en la jerga, para que hagan eso. Pero ahí estamos en una frontera muy miserable de la literatura.
¿Los adolescentes leen aunque sea ese tipo de literatura?
No. Lee algún freak. Pero en general no.
¿Se lee menos ahora?
Yo creo que tampoco se leía mucho cuando yo era un adolescente. Es un tic de profe de Secundaria, de andar despotricando que los guachos no leen nada. Mi amigo Amir Hamed me decía que hiciera memoria, que hiciera un catastro de mis compañeros de Secundaria, a ver cuántos leían. "Los que leían eran vos y dos o tres freaks que eran amigos tuyos, nada más", me dijo. Tampoco se leía. Lo que sí hay es un entorno cultural que favorece la analfabetización. La cultura de masas viene por ese lado, y hay algún servilismo de otras instituciones para ese fenómeno.
¿Qué instituciones?
Desde el Estado. La Educación Pública.
Bueno, tuvimos un presidente que abominaba de los letrados...
Sí. El antiintelectualismo que se difundió desde el Estado a partir de la figura de Mujica, a eso me refiero. A cierta tecnolatría. Aquel "viru viru" referido a las Humanidades, ese tipo de cosas. Pienso que, de algún modo, un poco más vestido de pedagogismo à la page, la Educación Pública intenta ir por ese lado, por el lado de lo funcional, de lo práctico, de las TICs y esas cosas. Y eso desfavorece la lectura, y en especial la lectura literaria.
¿Y entonces para qué se escribe?
Yo qué sé para qué se escribe. Es una insensatez. Ante esa pregunta digo siempre dos cosas: un escritor, cuando tiene que enunciar para qué escribe, nunca da en el blanco del todo. Se acerca, pero no alcanza. Y lo otro es que escribe para tratar de hacer sentido. Uno no sabe nunca para qué escribe, pero creo que se hace para construir mundo. Y a veces, en eso, uno encuentra cosas.