Por Gerardo Carrasco
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Arturo Pérez-Reverte es una criatura cultural multifacética que, a lo largo de sus casi setenta años de vida, ha estado bajo los focos seguidores por diversas razones. Primero, y desde la década de 1970, se hizo conocido en su España natal por su rol de cronista de guerra. Sus reportes televisivos desde el frente de combate en decenas de conflictos le granjearon una gran reputación, apuntalada por sus artículos escritos, estos ya no limitados a temas bélicos.
A finales de los años 80 comenzó su carrera como novelista, profesión que lo hizo famoso en todo el planeta. Títulos como La Tabla de Flandes (1990) o El Club Dumas (1993) demostraron su capacidad para elaborar una narrativa de suspenso con temas históricos y cargada de un amplio bagaje cultural, y le valieron el espaldarazo de toda una comunidad de lectores que poco antes habían disfrutado con novelas como El nombre de la rosa o El Péndulo de Foucault, del italiano Umberto Eco.
Semanas atrás salió a la venta en España y buena parte de Hispanoamérica (Uruguay incluido), una nueva novela del autor: El italiano. Tal como reseñáramos, el argumento de dicha obra recrea las acciones del grupo Orsa Maggiore, un comando de buzos de la Regia Marina Italiana que, durante la Segunda Guerra Mundial, llevó a cabo arriesgadas acciones de sabotaje contra buques británicos y estadounidenses. Ambientada en la entonces tumultuosa zona de Gibraltar, la novela es protagonizada por Teseo, uno de los submarinistas italianos y por Elena, una librera española que -de forma casual al principio e intencionada después- se verá envuelta en una peligrosa trama de espionaje. Y de amor.
Con el fin de dialogar acerca de su nuevo
libro, Arturo Pérez-Reverte ofreció desde España una conferencia de prensa con
decenas de periodistas hispanoamericanos, de la que participó Montevideo Portal.
Afecto a la conversación y poco dado a rehuir preguntas, el escritor dialogó in
extenso con los comunicadores, y los temas que se abordaron en el encuentro
trascendieron la novela a presentar e incluso la literatura.
“La novela se llama El italiano, pero debió llamarse La librera, porque la heroína es ella”, dijo acerca de la dupla que protagoniza la obra.
“Él no es más que un soldado, un hombre sencillo, sin lecturas, que no dice nada interesante en toda la novela. Es un hombre normal, pero también un soldado decidido que cumple su deber”. Así las cosas, su heroica condición no es inmanente, sino que “es la mirada de ella” la que se la confiere.
“Elena ha leído y traducido los clásicos griegos y latinos, y ha sido adiestrada culturalmente para reconocer al héroe. Su mirada lo convierte en héroe, sin esa mirada sería un hombre más”, señaló el autor, interrogado acerca de los “ingredientes” usados para elaborar sus personajes.
“Trabajé mucho en Elena, ella primero se enamora de la imagen del héroe que tiene en la cabeza, de ese Ulises que conoció de niña, y a medida que la historia progresa se enamora del hombre y asume el papel ya no de compañera, sino de ir por delante de ese hombre”, detalló.
Luego hizo referencia a algunos otros temas propios de la “cocina” de la escritura y acerca de una peculiaridad de su nueva novela, que es una narración histórica y de amor, pero muy especialmente de espionaje y suspenso. Pese a ello, la mayor parte del desenlace de la obra viene revelado de antemano, en las primeras páginas.
En cuanto a esa dificultad autoimpuesta, Pérez-Reverte expresó que “fue un desafío nuevo para motivarme y ser un escritor feliz. Yo necesito acostarme pensando qué voy a hacer mañana, cómo voy a resolver cierta escena”. Y si bien admitió que “hay un territorio que mecanismos narrativos habituales que cualquier lector mío reconoce”, no le gusta “repetir fórmulas”.
“En ese sentido cada novela es un desafío, quise ver si era capaz de logar que el lector, sabiendo buena parte del final, se mantuviera interesado en el recorrido que hicieron los personajes para llegar a esa culminación, ese era el desafío”.
Luego, la conferencia abandonó lentamente el tema de la nueva novela y derivó hacia asuntos más generales y menos literarios, vinculados a la coyuntura global y el futuro del mundo en que vivimos. Sobre esos tópicos, el escritor revisitó los dichos y argumentos que plasmara en dos de sus más famosas y controvertidas columnas periodísticas: Por qué van a ganar los malos (2006) y Los godos del emperador Valente (2015).
En ese contexto, volvió a destacar la vigencia de los clásicos griegos y latinos y su creciente importancia.
“Todo ha ocurrido ya, pero por diversas razones lo hemos olvidado”, aseveró. Por eso, al confrontarse con episodios actuales “uno lee a Homero, Cicerón, Salustio, Sófocles, Suetonio, etc, y se da cuenta de que todo ha sucedido ya, que el ser humano repite comportamientos. Cambian las circunstancias históricas, pero el corazón humano y su evolución es siempre la misma. Y la lectura de los clásicos permite identificar eso”, sostuvo.
Para el autor, esos autores de la antigüedad y otros posteriores de la cultura occidental (cita a Stendhal o Balzac, entre innumerables ejemplos) “nos permiten comprender el mundo. No lo arreglan, no lo hacen mejor, pero permiten soportarlo, y eso es suficiente. En tiempos tan desequilibrados como estos, con tantos falsos profetas y tantas redes sociales infiltradas de canallas, ese aplomo que nos da el bagaje cultural clásico nos permite resistir mejor en un mundo zozobrante”, afirmó.
Entrevista adelante, volvió a abordar un tema que ya tratara en una de las antes mencionadas columnas, y una vez más fue tajante.
“Soy culturalmente optimista e históricamente pesimista”, se definió, para luego soltar una suerte de profecía basada en la observación de las derivas geopolíticas mundiales y las enseñanzas de la historia.
“Eso que compartimos, esos 3.000 años de Mediterráneo, ese ámbito cultural que va desde la costa del Pacifico hasta Turquía, está sentenciando a muerte”, dijo.
“Ese occidente entre comillas, ese vasto territorio
cultural, está condenado por un sinfín de razones, pero no es dramático, no me
deprime. Simplemente me ha tocado vivir el final de un tiempo, de un mundo sobre
el que he escrito y será sustituido por otro. No sé si será mejor o peor, pero
me da igual porque no estaré aquí para verlo”, indicó.
En cuanto al punto del que soplarán los vientos en ese mundo nuevo, Pérez-Reverte mencionó algunas posibilidades. “Puede que sean los chinos, con su borrado del individuo, el islam con su teocracia, África con su desesperación y su hambre”. O incluso “esa América indígena, tan maltratada por los españoles y, en algunos casos quizá más por sus actuales gobernantes”.
El autor deseó que en ese nuevo mundo “haya jóvenes herederos” del antiguo y que, “como los monjes copistas medievales, sean la bisagra que una el mundo que cae con el que venga”.
En cuanto a su papel, el escritor se congratuló de haber tenido la suerte de “haber llegado cuando todavía estaba el baile, las parejas danzando en la pista”, y no ahora, cuando “la luz está apagada, sólo quedan las serpentinas tiradas por el suelo, y la orquesta se va alejando”.
“Yo soy viejo, a mí ese baile no me da
miedo. Un viejo no es contemporáneo, y si quiere serlo es ridículo. Un viejo
debe ser viejo, consecuente con el tiempo al que pertenece y al mismo tiempo
razonable y abierto al que viene, pero asumiendo que su tiempo se termina y
deseando que alguien ponga el pie sobre sus últimas huellas”, concluyó.
Gerardo Carrasco / Montevideo Portal
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