La librería Diomedes, ubicada en Bulevar España entre Salterain y Pablo de María, tiene las cualidades de los grandes libros: requiere un esfuerzo extra del lector, pero la recompensa que ofrece por él siempre es grande. Es tal la cantidad de volúmenes comprimidos en estantes, desperdigados en el suelo o haciendo equilibrio en pilas más o menos tambaleantes, que últimamente se ha hecho difícil caminar entre sus pasillos. Escarbar entre sus entrañas implica un riesgo cierto de terminar sepultado bajo 200 kilos de papeles encuadernados, pero para sus clientes frecuentes se ha vuelto casi un juego adictivo abrirse paso entre las filas de libros, ante la certeza de que en el interior de esas montañas literarias se esconde más de un tesoro.
Hay pruebas de ello. Por las manos del librero de Diomedes pasó un ejemplar de El túnel de Ernesto Sábato que el propio escritor argentino dedicó y envió a Felisberto Hernández (y que él donó generosamente a la Fundación Felisberto Hernández, que lo buscaba desde que la hija del escritor prestara el libro). O el libro Discursos, conferencias y entrevistas, de Wilson Ferreira Aldunate, que el caudillo blanco dedicó al general Líber Seregni ("Al general Seregni, general de mi pueblo y por lo tanto mi general") y que fuera presentado en el Parlamento. Quien escribe halló una rara antología editada por Ray Bradbury en 1952 que incluye el cuento La supremacía de Uruguay, de E.B.White. La lista es larga.
En tiempos de minimalismo y Marie Kondo, de librerías de diseño, de la degradación del soporte físico de la cultura y de la economía utilitaria del espacio, Diomedes rema ex profeso contra la corriente. Acumula cada vez más libros leídos (en cualquier momento pasa a llamarse Diógenes), está abierta hasta altas horas todos los días del año y en su interior funciona incluso un videoclub muy recomendable. Le falta solo la cancha de pádel y un puesto de afilador. Y sin embargo, resiste con una llama difícil de apagar: la del amor a los libros, sostenida en la creencia de que siguen siendo los motores de cambio en el mundo.
Al frente está Jorge Artola, un librero ya legendario que te atiende gentil y sagazmente sobre montañas de libros que lo tapan un poco más día a día, como en una versión nerd del desafortunado Fortunato en El tonel de amontillado, de Edgar Allan Poe.
La infancia de Artola, más que de Poe, parece salida de una novela rusa del siglo XIX. Criado en una zona rural de Flores, no fue a la escuela por culpa de una enfermedad grave, que hizo que los médicos anunciaran a sus padres que no sobreviviría. Después de tres operaciones muy complicadas lo logró, pero quedó muy debilitado y sin posibilidades de ir a la escuela, que además quedaba bastante lejos de su casa. "Ya que le gusta leer, que lea", dijeron los médicos a modo de graciosa concesión final. Y eso fue exactamente lo que hizo. A los diez años tenía La Ilíada al costado de la cama; a los 11 le regalaron La Guerra y la Paz de Tolstói; a los 12 Los miserables de Víctor Hugo. "Los libros eran vistos en mi familia como algo sagrado, como la puerta hacia otros mundos, la puerta a la libertad. Yo soy heredero de esa tradición", cuenta Jorge a Montevideo Portal. Esa tradición es la que lo llevó a su profesión de librero, que es mucho más que la de un vendedor de libros: es más bien un Cicerone que va orientando al cliente por los laberintos de la literatura, la historia y la filosofía, intentando abrir algunas puertas y mostrar la guía de varias luces. Es una especie noble y necesaria pero cada menos avistada hoy en día.
De adolescente, ya mudado a Montevideo (y ahora sí inserto en el sistema educativo formal) se reventaba toda la plata en libros. Hasta que, cuando iba al IAVA, un profesor de literatura le enseñó cómo usar la Biblioteca Nacional. Junto a tres amigos se pasó todo un verano leyendo allí, en plena dictadura. "Yo vengo de una familia de una tradición muy conservadora, por lo que en casa no había casi literatura política. Pero en esas cosas deslumbrantes que pasan a veces en las dictaduras, y que tienen los intersticios de la libertad (que muestran cómo los libros se siguen colando) existía la sala estudiantil en la Biblioteca, que tenía a disposición la Enciclopedia Uruguaya. Así me enteré de Daniel Viglietti, Alfredo Zitarrosa, Carlos Quijano, Carlos Real de Azúa, quien se te ocurriese... y todo eso sin poner la cédula", recuerda, acodado en una pila de libros coronada por Graham Greene.
Laberinto de papel
Pese a esa apertura de su conocimiento cultural, recién un tiempo después consideró el trabajo de librero en su vida. Fue una visita a la librería Napolibros, en 18 de Julio, la que le abrió el panorama. Entró a buscar un texto del húngaro disidente Arhur Koestler y salió con mucho más: el lugar exacto donde podía conseguirlo y una cátedra de cultura sobre el tema. "Quedé deslumbrado de que el tipo hubiera tenido la capacidad cultural de ampliar mi campo de búsqueda, de que me mostrara otra faceta que no conocía del autor, de que tuviese esa generosidad de decirme dónde podía estar, y de que me empezara a ayudar en un montón de búsquedas. Quedé fascinado con ese trabajo", dice.
En aquel momento, Artola trabajaba en un estudio contable, aún en dictadura. "Tuve la brillante idea de tratar de armar un sindicato en ese lugar, con otros compañeros. Duramos entre diez y quince minutos y me quedé sin trabajo. Y ya que tenía tantos libros en casa, comencé a venderlos en la feria Villa Biarritz, en 1984, donde se había formado una suerte de isla de libertad", cuenta.
El 3 de marzo de 1985, en plena euforia del retorno a la democracia, pasó a tener su lugar en la librería Octaedro, a dos cuadras de Bellas Artes, "donde de cada diez personas quince te pedían primero material político y luego de sexología". En medio de ese "destape a la uruguaya" que significó el retorno a la democracia, Jorge y sus colegas tuvieron que quedarse una vez encerrados en la librería toda una noche porque había una razzia. "Cargaban los camiones con cualquier persona que pareciera menor de 30 años, que eran ascendidos a dialogar amablemente", bromea.
Poco después, mientras caía el muro de Berlín (y también el primer matrimonio de Jorge) comenzó una nueva etapa en Cinemateca Pocitos, donde bajo el ala de Manuel Martínez Carril armó con sus socios una suerte de librería-cafetería que brindó un espacio artístico por el que pasaron algunos de los escritores más importantes de la época.
Más que Ilíada, una odisea
Cuando llegó el año 1991 comenzó otro proyecto que muchos amantes de la literatura en Uruguay recuerdan: el Patio Biarritz, armado en una auténtica casa Bello Reborati en la calle 21 de setiembre. El patio enorme de la casa no solo tenía lugar para muchísimos libros sino también para actividades artísticas (hubo 30 talleres operativos en los años noventa). Prosperó un buen tiempo, pero lo que Artola no sabía (o sabía pero no supo valorar) era que en la vecindad de Punta Carretas estaban por tirar una bomba. No literal. Según él mismo recuerda ahora, "era la mejor definición de una bomba de neutrones en un tejido social" (la principal característica de la bomba de neutrones es que acaba con la gente pero hace daños mínimos a estructuras y edificios). Hoy en día se conoce como shopping de Punta Carretas.
"Mató todo local comercial que estuviese a quince cuadras de distancia. El sábado en que lo inauguraron fue el único día en que no vendimos nada. Fue una experiencia traumatizante, porque no entendíamos qué pasaba. Era una mezcla de Apocalipsis Zombie con una distopía", recuerda.
La cosa no venía bien aspectada, porque poco después llegó la crisis del 2001. En la zona las librerías se habían esparcido al comienzo como un virus, pero "en una especie de proceso darwinista" terminaron quedando dos, una de ellas el Patio Biarritz. La posmodernidad, sin embargo, volvería a intentar otro golpe de knockout. En 2008, los dueños de la casa en que funcionaba la librería, asustados por la crisis económica mundial, decidieron vender aquella hermosa vivienda a un inversor inmobiliario. Jorge y su cónyuge Adriana tuvieron que salir entonces a buscar nuevos horizontes para sus libritos.
Tras tomar un planito y examinar atentamente la ciudad, la idea que tuvieron fue irse a una zona en la que no había librerías (por entonces), pero que identificaron hábilmente como el distrito universitario de la ciudad: la zona de Parque Rodó y Cordón. Decidieron instalarse en un local de Paullier casi Bulevar España con nuevo nombre. Después de múltiples debates el nombre elegido fue Diomedes Libros, que tiene su razón de ser. "En La Ilíada, Diomedes es el general más joven del ejército griego, que junto con Néstor, el más viejo, eran los que mantenían la calma en tiempos de crisis. Pero además es el protegido de Palas Atenea, la diosa que regía la cultura, cuyo favor gana por su tesón y perseverancia", explica Jorge. "La cultura y el tesón sirven para algo, esa es la idea: la perseverancia de la lucha por lo cultural", agrega.
En aquel local estuvieron unos pocos años. Primero, porque era demasiado chico para su cantidad de libros. Segundo, porque se inundaba con frecuencia, gracias a la cañada que pasa por debajo de Paullier. Fue así que encontraron el sitio en el que aún permanecen, sobre Bulevar España (en lo alto de una cuesta, requisito fundamental). Por supuesto, ese sitio también ha quedado chico, producto de la tendencia perseverante de los libros en aparecer y llenar todos los intersticios. Es parte de la gracia, aunque Jorge asegura que está tomando medidas para reducir la cantidad de volúmenes y no asustar a los clientes con ese Juggernaut de papel y tinta.
El papel del papel
En tiempos de Amazon y de la piratería de libros para Kindle, en la que escritores como Arturo Pérez Reverte anuncian que la próxima generación será audiovisual, ¿hay un futuro para el libro, que es a lo que se dedica Diomedes?
"Recuerdo que la tercera persona que entró a la librería en el primer local que abrimos en los ochenta me preguntó: ¿para qué abriste una librería? ¿No sabés lo que es un VHS?", responde Jorge. "Lo mismo pasó con la radio y la televisión. Con los libros digitales, el alarido fue mayor. Es claro que la oferta de información y diversión va aumentando en forma exponencial, pero los libros siempre han sido un fenómeno de minorías. Basta de idolatrar presuntas épocas áureas en las que todo el mundo leía Hegel en alemán gótico. Esa época nunca existió. La gente leía Corín Tellado, literatura folletinesca que iba en el diario. Sí, hubo una muy buena época en que la escribía Balzac", agrega.
"Sistemáticamente hubo un fenómeno, y es que los libros sí son uno de los soportes del cambio social. Los libros tienen mucho que ver con la causa de la libertad. Antes los regímenes despóticos los quemaban; ahora la idea es invisibilizarlos. La anti-utopía de Un mundo feliz (Huxley), de gente felizmente estúpida, es una realidad creciente. Pero los libritos siguen sobreviviendo en algún segmento de la sociedad y la llama se sigue pasando de generación en generación. Yo creo que los libros van a seguir teniendo lugar. Y sí te digo que las nuevas generaciones están leyendo mucho más que las previas. La mayoría del público que tenemos es menor de 30 años, que son los que tienen inquietudes y quieren saber qué es lo que les está pasando", apunta Artola, para ampliar luego: "Los libros engloban la capacidad de diversión, información y la posibilidad de volarte a otros mundos. Es un soporte increíble, una herramienta alucinante, porque prolonga la mente".
En Fahrenheit 451 (Bradbury), los libros logran sobrevivir pero lo hacen en la memoria de unos cuantos amantes de la literatura, no físicamente. ¿Por qué sobrevivirían los libros como objetos en esta época digital, donde crece la piratería de libros? "Por supuesto que yo tengo un Kindle, donde cargo libros que no he encontrado, y no significa que nunca más haya querido uno físico", responde Jorge. "En cierta forma, mis afectos, algunas fotos, alguna música y algunos libros son mi cueva. Construyen un espacio psicológico. Son parte de lo que a mí me define mi personalidad. Los libros hacen a la felicidad, y para eso no necesitamos hacer campaña de marketing", apunta. Para decirlo con otras palabras - no las de quien redacta sino las del escritor Nick Hornby-, "todos los libros que poseemos, leídos o no, son la expresión más completa de nosotros mismos que tenemos".
Además, hay otros motivos para valorar el libro como objeto, dice Artola: la dificultad del control o seguimiento de lo que uno lee. "La causa de la libertad es que no seas controlable. ¿Quién pide un Corán a Amazon, o un libro sobre el surgimiento de los chiítas?", se explaya. A eso se suma la experiencia sensorial de la historia física de algunos libros. Artola, que tuvo entre sus manos el libro la primera edición de España, aparta de mí ese cáliz, de César Vallejo, hecha con las camisas y banderas de los republicanos, a falta de papel, aclara: "No hay Kindle que te pase esa emoción. Es una sensación física, emocional, de conexión que no sé qué otro objeto te puede pasar", explica.
"Además, los objetos conspiran. Un tipo normal en este lugar sale con el libro que nunca había pensado en comprar. Yo he tratado de comprar por catálogo, por ejemplo, y aunque lea el título y los datos no hago la conexión. Somos más de tres los que tenemos ese problema, porque todavía hay un elemento de practicidad en los libros. Incluso Amazon asumió que tenía que abrir librerías físicas", remarca.
La zona en la que está Diomedes ahora está llena de librerías a cargo de gente joven, aunque no las hubiera hace diez años, lo que para Jorge es muestra de que si lo suyo es una locura "es contagiosa". "Así que tranquilos, creo que seguirá habiendo libros por largo rato", concluye, para dirigirse luego al frente del local, donde un joven lo llama y le pide un libro que ayude a su abuela a sentirse mejor y a recordar los tiempos de su juventud. Artola demora menos de un minuto en ofrecer unas cuantas opciones. Cosa de librero.