El lector que se asome la biografía de Hernán Rivera Letelier podrá verse impulsado -aunque no forzosamente- a trazar un paralelismo con el escritor franco argelino Albert Camus. Al igual que el autor de "L'Etranger", Rivera se crió en un paraje requemado de sol, en condiciones de pobreza y trabajando duro desde muy joven. También tuvo su paso más o menos feliz por el mundo del balompié, aunque su vocación y su destino estaban en el mundo de las letras, convirtiéndose en uno de los escritores más populares de su país.

Nacido en Talca en 1950, Rivera Letelier vivió toda su vida en el áspero norte chileno. Como a la mayoría de los hombres de aquellas comarcas, le tocó trabajar en uno de los lugares menos envidiables del planeta: las agotadoras minas salitreras del Desierto de Atacama. Para más inri, el auge de dicha actividad había culminado décadas antes del nacimiento del autor, a quien le tocó vivir la decadencia, desmantelamiento y caída de la otrora pujante industria.

Robándole horas al sueño y luchando contra la extenuación, Rivera supo abocarse a la lectura, el estudio y la escritura, en un entorno en el que -lejos de encontrar apoyo- era frecuentemente mal visto como cultivador de actividades tan "poco masculinas".

El primer escalón de su ascenso a la gloria fue tan modesto como maravilloso. Famélico y sin una moneda en el bolsillo, escuchó un anuncio en la radio donde se ofrecía una opípara cena a quien enviara a la emisora el mejor poema. Inspirado por su vacío estomago, el entonces joven Rivera completó cuatro páginas de versos, que le valieron una comida caliente y un cambió radical en su vida.

Ya multipremiado en su país, Rivera obtuvo en marzo último el prestigioso y suculento Premio Alfaguara, otorgado a su novela "El arte de la resurrección" Dicho galardón le valió -además de la consagración como escritor en todo el ámbito hispanoparlantes- la nada despreciable suma de 175.000 dólares.

De visita en nuestro país, Rivera Letelier dialogó con Montevideo Portal acerca de su vida en el norte chileno, la política, el fútbol, y especialmente sobre su última novela, donde refiere y fabula -entre otros asuntos- las andanzas del "Cristo de Elqui", un santurrón peripatético y patético que en la década de 1930 paseara su figura, grotesca y sagrada a la vez, por los descabalados y menesterosos campamentos salitreros. Sitios sin duda dejados de la mano de dios.

Es un buen tipo mi viejo

"Mi viejo era predicador evangelista, y en verdad escribí este libro gracias a él", confiesa Rivera, ya que a su entender "para escribir este libro era necesario poseer el tono y el lenguaje particulares que tienen los predicadores. El tono del profeta, del predicador en la calle". Por ello, ese padre que lanzaba vehementes predicaciones en púlpitos callejeros "fue fundamental a la hora de escribir este libro". Pese a haberse criado en un hogar cristiano, hoy día Rivera no profesa credo alguno. "Me vacuné contra todas la religiones cuando era niño", informa risueño.

En cuanto al pintoresco Cristo de Elqui, que ya fuera visitado por la pluma de Nicanor Parra, Rivera afirma haber partido del legendario personaje para luego dar alas a su propio personaje. "Es una mezcla. Toda mi obra es una simbiosis entre realidad y ficción, y este libro no es la excepción", manifiesta, convencido de que "no hay que saber mucho sobre lo que se va a escribir, porque en ese caso lo escrito se convierte en una crónica, se le cortan las alas a la imaginación". Acerca del profeta atacameño, estima haber investigado "lo que tenía que investigar y punto. Lo básico está: el tipo existió y era tal como lo cuento, aunque muchos de los episodios que le atribuyo son ficticios".

La cuna de Hernán Rivera Letelier no fue precisamente de oro. Nació en un hogar humilde, debió trabajar desde muy joven. En medio de extensas y agotadoras jornadas laborales, el joven minero se las ingenió para ir al liceo nocturno, formar una familia, frecuentar lo mejor de la literatura latinoamericana y componer su propia obra literaria. Interrogado acerca del modo en que se las arreglaba para disponer de tiempo y energía para todo ello, Rivera refiere que "descubrir que podía escribir, que no lo hacía mal y a su vez me sentía bien haciéndolo, fue como mi tabla de salvación", así como una forma de tolerar la existencia en un ambiente hostil. "Yo vivía en ese desierto, que era muy duro y donde yo sufría mucho. Allí, la poesía y la literatura fueron mi verdadero oasis."

Durante años" después del trabajo yo llegaba cansado como mierda a mi casa, y leer y escribir era un placer que creo que no me lo daba ninguna otra cosa. Así que no fue un sacrificio ni nada que se le parezca. Al contrario: yo creo que eso fue lo que me salvó del hastío en ese desierto". El paisaje ardiente y desolado de las "oficinas" salitreras es, sin embargo, el común denominador de la literatura de Rivera Letelier. "Sin duda, el Desierto de Atacama es el personaje principalísimo de mi obra". Afirma sin vacilar.

Un vasto y desierto paisaje

"La industria del salitre se encontraba en los últimos estertores cuando yo comencé a trabajar allí", refiere el autor, recordando que el auge de dicha actividad fue a comienzos del siglo pasado. Luego "de la crisis del '29 y del salitre sintético que inventaron los alemanes, se desmoronó todo". En el desierto chileno "había más de trescientos campamentos salitreros" que languidecieron hasta su desaparición. "Empezaron a morir uno a uno, y la gente tenía que trasladarse de un campamento a otro, o regresar a sus tierras de origen en el sur, a las ciudades", rememora. "El pampino del siglo pasado vivió en un permanente éxodo" entre oficinas salitreras. "Yo me crié en ese desierto y vi la muerte de cuatro de esos campamentos. Vi a la gente llorar porque tenía que irse. El escritor recuerda que en aquellos tiempos la gente de fuera de la región "lloraba al llegar al norte, preguntándose cómo iba a arreglárselas para adaptarse a ese desierto terrible. Y luego lloraba también porque tenía que marcharse, el desierto los había atrapado".

Más allá de las fatigas padecidas en la cuenca salitrera, Rivera letelier también sucumbió al embrujo norteño -o nortino, como él lo llama-. En la actualidad "yo vivo en Antofagasta, todavía en esa región de Atacama, pero en la costa, no al interior, donde están las minas". Sin embargo, no se ha apartado del escenario de su juventud. "Estoy cerca, a una hora y media de auto", señala, cierto de que "el Desierto de Atacama. Es mi hábitat, mi purgatorio".


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Cada loco con su pueblo

En 1924, el escrito británico Percival Christopher Wren publicó su novela "Beau Geste". La acción de la misma tiene lugar en el desierto del Sahara, donde sacrificados legionarios viven expuestos a algo más peligroso que los ataques de los beduinos. Se trata de "le cafard", la locura del desierto "aquella depresión que procede de una monotonía indescriptible, de un cansancio enorme y una soledad extraordinaria. Lo peor de todo es la soledad".

El mal sahariano bien podría tener su equivalente en el occidente americano, ya que -según afirma más de un personaje de "el arte de la resurrección"- no hay pueblo ni aldea ni campamento atacameño que no tenga "su loquito particular". Esta característica de los pueblos del desierto fue constatada sobre el terreno por el escritor durante sus peregrinaciones. "Yo recorrí cuatro años la región con una mochila al hombro, y descubrí que no sólo en los campamentos, sino en cada pueblo o aldea, había un loquito o un tontito, que era como oficial del pueblo". La infaltable presencia de esos personajes "es lo que traté de reflejar en esta novela con el personaje de Don Anónimo", un anciano enfermo mental que se empeña en barrer en el desierto. "Es algo hasta simbólico: al pueblo que tú vas, allí hay un loco pintoresco".


Un minero en el Parnaso

El arribo de un "advenedizo norteño e inculto" al mundo de la literatura chilena, fue recibido de manera desembozadamente hostil por parte de algunos elementos sofisticados del ambiente cultural trasandino. Pese a que hoy disfruta de una gran popularidad, ciertos sectores de la elite cultural se niegan a reconocerlo entre los suyos. "Siguen resistiéndome, e incluso hay comentaristas de libros que desde 'La Reina Isabel' (1994) pa' delante, no han dejado de pegarme patadas en las pelotas...el día en que no lo hagan querrá decir que algo anda mal" ríe, asegurando no preocuparse demasiado por los desaires de la crítica. "A mí no me duele ni me hacen daño, porque tengo una coraza inmensa que son los lectores", explica, convencido de que, "si no tuviera lectores ya me habría pegado un tiro, con toda la mierda que me tiran éstos tipos". Pero afortunadamente "como esos lectores me paran en la calle, y me miman, me dan pasto para el ego y me dicen cosas bonitas, son como el escudo que tengo contra estos comentaristas de libros".

Dispuesto a devolver el golpe, Rivera Letelier llama la atención sobre un curioso doble discurso practicado por algunos de sus detractores. "Si tú comparas lo que estos tipos escriben sobre mis libros en la prensa de Santiago, con lo que ellos mismos escriben acerca de los mismo libros en Europa, parece que estuvieran hablando de obras completamente distintas". Para el autor no deja de ser paradójico que haya "tres o cuatro críticos que lo que alaban de mí en Europa, lo tiran abajo en Chile".

La obra de Rivera Letelier se caracteriza por la profusión de vocablos pertenecientes al habla local del norte chileno. Ese énfasis en un lenguaje comarcal no has sido obstáculo para que sus libros conquistaran lectores en todo el mundo. "Estoy convencido de haber encontrado un lenguaje universal", asevera riendo "Incluso usando palabras que sólo se emplean en mi región, pero que gracias al contexto se entienden perfectamente. Esas palabras no han sido ningún impedimento para que mis libros se traduzcan a once idiomas", tal como ha ocurrido hasta el momento. Sin embargo, dice haber "notado que a la gente le gusta más el modo en que cuento la historia que la historia misma. Es justamente el lenguaje, la palabra, el tono, el estilo" lo que seduciría a los lectores. "Yo no estoy escribiendo nada nuevo, la historia pampina se está relatando desde 1903, cuando se escribió la primera novela al respecto. Lo que estoy haciendo es contarla con un lenguaje distinto, en un estilo distinto y con un tono distinto", señala.

Es que para Hernán Rivera Letelier, al igual que para su colega uruguayo Mario Levrero, un narrador talentoso puede hacer buena literatura a partir de un suceso aparentemente pobre. Por el contrario, una historia maravillosa puede fracasar si es trabajada por un escritor mediocre. "Yo creo que ahí prima la técnica para contar. Una historia puede se muy buena, pero si el tipo que la relata no tiene gracia para hacerlo, prácticamente la mata". En contrapartida "una historia puede ser muy mala, pero un buen contador de historias puede hacer un buen cuento acerca de algo de lo que aparentemente no se podría contar nada".


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El evangelio según Rivera

A la hora de explicar el origen de su más reciente novela, el flamante Premio Alfaguara de Novela confiesa haber cargado con esa historia durante toda su vida. "El libro me venía persiguiendo desde niño, es una historia que llevo desde siempre", confiesa. Ese relato del Cristo de Elqui "me perseguía, y yo como que lo iba dejando de lado, que tenía miedo de contarlo". Sin embargo "cuando ya no pude esquivarle el bulto y me senté a escribirla, descubrí que en realidad esta era mí novela". Esa convicción nació de la constatación de numerosos factores propicios. "Para contar la historia del Cristo había que tener ese tono de predicador, de profeta, del que te hablaba antes, y yo lo tenía gracias a mí padre. También había que tener conocimientos bíblicos, y yo me crié leyendo la Biblia. Finalmente, había que conocer bien ese desierto, y yo me había pasado cuatro años cuatro años caminando en ese desierto, con una mochila al hombro, durmiendo a la intemperie como dormía este Cristo". Así las cosas, no pudo menos que reconocer que "estaba todo dado para que yo contara y cantara a este personaje".

"Ahora bien, el lenguaje para hacerlo debía mezclar lo sagrado y lo profano", puntualiza, informando a continuación el modo en que se nutrió de ambos lenguajes. "Lo sagrado lo había aprendido en la Biblia, y lo profano lo aprendí con las putas. Yo amo a las putas", ríe. Con todos los augurios a favor "Cuando me puse a escribirlo me dije 'esto es una fiesta', y realmente fue una experiencia festiva escribir la novela", destaca.

En cuanto a lo que significa para él-más allá de una buena suma de dinero- la obtención de un premio como el Alfaguara, Rivera reconoce haberse percatado de su valor intangible con el paso de los días. "Yo sabía que este premio sería muy importante para lanzar mi carrera más de loo que ya estaba lanzada. Además, es quizá el único premio grande que conserva su prestigio, ya que en su mayoría están muy mal vistos". Sin embargo, admite que "no le había tomado el peso en su justa medida, hasta que la gente - en Antofagasta, en Santiago- comenzó a pararme en la calle". Estos nuevos admiradores eran en ocasiones "gente muy humilde, o estudiantes que me decían que en su casa todos habían saltado de alegría al enterarse de que yo había ganado el premio, que sentían que también lo habían ganado ellos. Eso me hizo ver que es una responsabilidad grande como un buque haber ganado ese premio".

La sociedad de los poetas muertos

"Yo soy uno de los escritores que mas aparece en la TV chilena, y eso que me tienen que llevar desde Antofagasta a Santiago para que salga en los programas", refiere el autor. Sin embargo, este protagonismo sería excepcional, ya que "En Chile, como en otras partes, la televisión está ocupada en otras cosas". Más allá del mucho o poco rating que la presencia de un escritor pueda significarle a una televisora, para Rivera, los artistas no son del todo inocentes de su exclusión mediática. "También el escritor se ha alejado de la gente, en algún caso está como encerrado en su torre de marfil, inalcanzable".

"Yo soy uno de los pocos escritores -al menos en el Norte- que visita los colegios. Tengo un programa de visitas que cumplo desde hace cuatro años, y he estado en muchísimas escuelas, dando charlas".

En esas escuelas provincianas, el escritor tuvo la ocasión de comprobar lo poco que han cambiado algunas coyunturas. "De pronto los chicos me dicen algo que yo también pensaba cuando iba a ale escuela: que los grandes poetas estaban todos muertos, que los escritores estaban muertos, que era imposible que un escritor, un poeta, llegara a la escuela a hablar con nosotros. Y es lo mismo que sienten ellos hoy", cuenta.

Para el autor de El arte de la resurrección, "hace falta que los artistas visiten las escuelas. Pintores, cineastas, escultores, se acerquen a los chicos. Porque en los colegios a veces se prepara a los alumnos para rendir exámenes que les permitan entrar a al universidad, pero no los preparan para la vida. Creo que falta eso, acercamiento del lector a la gente".


Sueños rojos

Además de minero y vagabundo, Hernán Rivera Letelier supo pasar buena parte de la juventud persiguiendo el balón con verdadera pasión. De su pasaje por las canchas atacameñas, surgió la semilla de "El fantasista", una de sus novelas más conocidas, donde el fútbol juega un rol primordial.

Interrogado acerca de sus expectativas acerca del desempeño mundialista de La Roja, Rivera se reconoce como "un escéptico", y admite que -pese a la victoria conseguida ante Honduras en el debut sudafricano, "no me gustó como jugó la selección".

Pese a ello, desea con toda el alma que al equipo "le vaya bien, porque le hace mucha falta al país. La gente que está sufriendo se merece una alegría como la que puede dar el fútbol", recordando que "Yo jugué mucho al fútbol y sé lo que e siente, es alegría casi orgásmica al hacer un gol".

Invitado a pronosticar, el galardonado escritor echa sobre el tapete el naipe de la ilusión. "Si nos ponemos a soñar podemos llegar al título mundial".

Gerardo Carrasco/Montevideo Portal