Jorge Costigliolo | Montevideo Portal
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Nació hace poco más de 40 años en la provincia argentina de Misiones, ese cachito de tierra que entra como una cuña entre Paraguay y Brasil. Vio la luz y se crió como Chango en Apóstoles, la capital nacional de la yerba mate. Tiene sangre ucraniana y parece un Cristo de El Greco, con los pelos largos, la mirada piadosa y los dedos afilados.
Acordeonista, chamamecero, músico inclasificable, Spasiuk curtió el circuito de festivales folklóricos de Argentina, transita con holgura la vanguardia, el jazz y la World music, y participó de los discos de varias estrellas de la música rock y popular. Es que "la línea de la cancha se corre todo el tiempo", dice el artista, a quien no le molestan demasiado los rótulos. "La clasificación es porque siempre hay algo de uno que quiere saber de qué se trata", explica, "y una cosa es entender, y otra es comprender. Para comprender de qué se trata hay que saborearlo, ahí las cosas se acomodan. Y mientras tanto uno tiene que hablar hasta que llega la oportunidad de tocar y sentir de qué se trata eso".
Spasiuk llegó a Buenos Aires a fines de los 80, con su acordeón y sin un mango, a intentar tocar chamamé, algo que, por ese entonces, "era una cosa muy mal vista, y de alguna manera sigue siendo una cosa muy marginal". Eran tiempos complicados: tras la primavera democrática sobrevino el ocaso alfonsinista, con su hiperinflación y sus agachadas, y después el apogeo de Menem, con el 1 a 1 y las orgías de pizza y champagne. Spasiuk cuenta que, por esos días, sobrevivía tocando en el circuito de festivales, pero que se fue desdibujando con el tiempo. "Tenía una enorme necesidad de encontrar un lugar para tocar, no para vivir, sino para desarrollar mis propias ideas; eso me llevó a moverme en terrenos siempre nuevos para encontrar un espacio".
Porque lo que hace este músico litoraleño, más allá de clasificaciones, rótulos y etiquetas, es música popular; "en el fondo todo es música", dice Spasiuk; "música de cámara tocada con acordeón, con percusiones, con guitarra, que tiene una fuerte conexión con la tradición del chamamé. Eso es lo que hago. Todo lo que hice después son cosas que tienen que ver con mi propia vida, de moverme constantemente, de estar buscando un nuevo espacio en el que poder expresarme, de salirme de un circuito y entrar en otro, pero no con una ambición comercial, sino por la necesidad de seguir tocando y sobrevivir con algo que nadie quería escuchar en determinado momento".
Hay, también, en esa búsqueda, un acto de rebeldía. El músico apunta que "el chamamé siempre ha sido un poco punk. El acordeón siempre fue considerado como un instrumento de viejos, pero en realidad es, básicamente, una herramienta. El lenguaje de la música es también una herramienta, porque la música no es un fin, es un medio para reflexionar, para pensar. ¿Por qué creemos que sólo podemos pensar y reflexionar con la poesía? El lenguaje sonoro, sin letras, sin palabras, también tiene un discurso que apunta a la reflexión de grandes preguntas. Y a partir de una música rural, popular, uno también puede plantearse temas existenciales".
Esa música rural está en el artista desde siempre y para siempre. Aunque vive en el corazón de la ciudad, dice que "no hay sitio del que haya salido", porque "no hay un chip que uno pueda sacarse y ponerse, es un estado del alma, y nunca perdí ese estado. Viajo a Misiones todo el tiempo, sí, pero no me siento lejos de ningún lugar y necesito pocas cosas para no distraerme. El mate es una de ellas".
El ir y venir de Spasiuk de un lado al otro de la Argentina, y de un extremo al otro del mundo, lo puso frente a distintas realidades que, muchas veces, se contradicen, con folkloristas pelilargos paseando las raíces telúricas en escenarios del Primer Mundo, e imitadores de José Luis Perales de poncho y bombacha aporreando los legüeros. "En Estados Unidos o en un Europa hay un circuito que se llama ‘World music'. A veces, en mi país, la gente cree que si entrás a ese circuito vas a cambiar algo de tu música, que la tenés que adaptar, darle un corte como para adaptarla a esa nueva situación, cuando en realidad, la regla número 1 de la World music es ‘¿qué tiene usted para contar que yo no conozca?'. Te están poniendo entre la espada y la pared para que te definas y pongas lo más original de tu propio lenguaje. Eso te lleva a reelaborar tu arte, a sacarte todo tipo de residuo, y tratar de mostrarte de la manera más pura posible, y eso es lo opuesto a lo que creen muchas personas. Sin embargo, en mi país, el circuito de música folklórica crea unas reglas de juego diferentes, y plantea que cuanto más vistas tu arte con otros aspectos estéticos más posibilidades de trabajar tenés. La forma que eligió la música folklórica para expresarse en los últimos tiempos es bastante destructiva para el género, porque elige aspectos melódicos, románticos. Pero es normal que eso pase. Ahora, el problema no es qué hacen los demás, sino qué hago yo con mi música".
Sin embargo, el artista parece tener más que resuelto ese dilema, y confiesa que "antes sentía que todo el tiempo tenía que estar rindiendo examen como instrumentista, a tocar mucho para ganarme un espacio. Yo no tengo ningún espacio ganado, y difícil que lo tenga, dada la historia de esta música. Pero tengo una gran confianza por lo que me toca hacer. Sea una melodía muy simple y pequeña, o compleja de acuerdo a mis posibilidades, eso está bien como es, y yo soy feliz de compartirlo. La música es un lugar donde sentirse a salvo, un lugar para sonreír, no para entretenerse, sino para sentirse en paz". El resto es sólo palabras.
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