Por The New York Times | Kayla Ringelheim
Cuando el hombre que conocí a través de la aplicación Hinge dijo en nuestra primera cita que quería una relación seria, una casa con una cerca y niños luego, pensé: "Quizá debería presentarle a Zerrin". Ella, mi querida amiga, también quería algo así. No podía saber que más tarde, esa misma noche, en una ciudad de ocho millones de habitantes, Zerrin tenía programada una primera cita con el mismo hombre.
Yo tampoco sabía lo que quería, pero una casa e hijos con ese individuo no me sonaban bien por el momento. Esa fue mi primera cita como persona vacunada, a la que acudí más o menos desde la seguridad de mi departamento. Fue al principio, un viernes por la noche, durante la misma semana en que florecieron los cerezos de Nueva York, y los vibráfonos del jardín botánico me cantaron a pleno pulmón para honrar a los fallecidos a causa de la COVID.
Ese fin de semana, me senté en mi departamento durante horas para hacer mi trabajo en un retiro de meditación con el fin de cultivar la intuición, hacerse amigo del trauma y liberarse, o algo así. Había pasado la mayor parte de los últimos quince meses sin una compañía física y en comunión de mis emociones con la de mis seres queridos a través de una pantalla, entonces ¿qué más daban unos días más? Había pasado la mayor parte de los últimos quince años en relaciones serias con unos cuantos hombres diferentes que en varios momentos creí que eran los indicados para mí. Estuve segura de eso en cada ocasión, hasta que dejé de estarlo.
El profesor de meditación me invitó a detenerme lo suficiente como para escuchar el sonido de la intuición de mi cuerpo, como si mi vida dependiera de ello, porque así es.
"No es fácil", reconoció. El profesor de meditación —una persona "queer", seropositiva y ahora un superviviente de dos crueles pandemias— está vivo y agradecido por cada respiración.
El lunes por la noche, acepté una segunda cita con mi pareja de Hinge, esta vez en carne y hueso. Cuando me preguntó si quería una tercera ronda de copas, la voz de mi cuerpo dijo: "Si quieres ir a su departamento, di que sí".
"Claro", dije.
Lo primero que noté cuando entramos en su casa fueron los retratos de mujeres desnudas en las paredes.
"¿Esto es seguro?" me pregunté. "Sí", pensé. "Es un artista, y los retratos son hermosos, no espeluznantes". Así que pasé la noche con él.
Por la mañana, mientras estábamos en la cama, trazó nuestro plan quinquenal, prometiendo que podría “divertirme" por un año más viviendo sola antes de encontrar nuestra casa. Un generoso amigo me señalaría más tarde lo inquietante que era eso.
Sentada en la cama después de su ejercicio de planificación a cinco años, le pregunté qué traumas estaba superando. A pesar de ser hija de una trabajadora social, o tal vez por ello, todavía no he aprendido a hacer esa pregunta con delicadeza, o más bien todavía no he aprendido a no hacerla.
"La verdad es que me va muy bien", respondió.
Me pregunté por la voz en su cuerpo, una que, según supe, lo mantiene despierto la mayoría de las noches con su parloteo ansioso. Viviendo lejos de su familia y divorciado de una mujer a la que solía amar, tenía un agujero negro en el pecho tan evidente que ya podía sentir su gravedad que intentaba arrastrarme.
La voz de mi cuerpo decía: "Esta persona podría asfixiarte".
El martes por la tarde, descubriría más tarde, canceló una segunda cita con Zerrin en el último momento porque le dolía la garganta. El dolor de garganta se debía al prolongado encuentro que había tenido hasta muy tarde por la noche con otra mujer, algo que le confesó a Zerrin al contarle con sinceridad cosas de su vida personal sin que ella se lo pidiera.
Zerrin, por supuesto, no sabía que la otra mujer era yo. (Ni yo tampoco). Más bien, estaba confundida y molesta. Él se había mostrado tan cariñoso y proactivo con ella, tan decidido a construir una vida de aventuras juntos, lo cual era música para sus oídos después de años de citas en Nueva York.
"Esto no se siente bien", le dijo su cuerpo.
Ese mismo martes por la tarde, después de salir de su departamento todavía bajo el hechizo de una reavivada conexión humana, pensaba: "Bueno, tenemos algunas cosas en común, y no se puede tener todo, así que quizá él sea El Elegido". Después de todo, a él le gusta la música folk; yo escribo música folk. Además, siempre que se compra una camiseta nueva, dona una de su armario, ¡como lo hago yo! Y cuando me preguntó con qué tipo de fruta me identificaba más, y le dije "con el mango", me dijo, con acierto: "Ah, debes tener una piel delicada, un interior dulce y un núcleo fuerte".
A veces son esas alineaciones deliciosas pero accidentales las que nos engañan y nos hacen pensar que estamos hechos el uno para el otro.
En 24 horas, gracias a una sesión de terapia, a la intuición de una amiga y a mi intuición, supe que él no era, de hecho, el Elegido, una corrección del rumbo de la que estoy orgullosa. Esta vez solo me llevó horas, no años.
Poco después de decirle que habíamos terminado, reprogramó su segunda cita con Zerrin, quien cree en las segundas oportunidades. Sin embargo, durante la cena en el mismo restaurante al que me había llevado, Zerrin también intuyó que su amor era de los que pueden asfixiar, así que ella se fue a su casa, y entonces también terminaron.
Dos semanas más tarde, Zerrin y yo decidimos adornar nuestros rostros con diamantina y lápiz de labios brillante para pasar una noche comiendo queso a la parrilla en una tranquila esquina de la calle e invitándonos cócteles demasiado caros bajo el atardecer. Cuando llegamos al restaurante, nos sorprendió encontrar sentada afuera a nuestra amiga en común, Hannah. Estaba viviendo la experiencia de estar en una mala cita con un hombre que no llevaba casco cuando montaba en bicicleta por la ciudad, a pesar de que había perdido un nudillo y un dedo del pie en su último accidente de bicicleta.
De todo corazón, escuché mientras Zerrin describía el proceso reciente de congelación de sus óvulos: la hinchazón, el dolor de espalda, el agotamiento, la canción de amor con la que daba una serenata a sus ovarios todas las mañanas, las caricias en la barriga que le hacían sus amigos para darles buena suerte, el privilegio de un lugar de trabajo indulgente y el dinero para las citas médicas diarias. El profundo deseo de cultivar la vida.
Entre lágrimas, susurró con vergüenza la necesidad de tener una póliza de seguro para el amor. Los médicos le extrajeron 34 óvulos, uno por cada año de su vida, la mayor cantidad que habían visto en un solo útero. "Siento que ya soy madre", me dijo.
Mientras tanto, Hannah le dijo a su mala cita que tenía que sacar al perro y, luego, dio una vuelta a la cuadra hasta que al final el hombre, sin colocarse el casco, se fue en su bicicleta y le dijimos a ella que podía regresar sin problemas.
Cuando Hannah se unió a nuestra mesa con una gran sonrisa y los ojos en blanco, recé en silencio por el dulce regalo de la hermandad. Pasamos la siguiente ronda debatiendo si la chispa de pasión es un requisito previo para la devoción eterna. Si la química puede surgir poco a poco o si debe sentirse al primer contacto. Si se puede confiar en nuestros cuerpos en la búsqueda de alguien digno de nuestra energía, de nuestro trabajo.
Mientras repasaba otras dificultades en sus citas, Zerrin mencionó de pasada el nombre del desconocido con el que contemplé, por poco tiempo, casarme tras un total de 21 horas en su presencia. Le dije que, hace poco, había tenido un par de citas con alguien con el mismo nombre, un hombre al que había considerado presentarle antes de darme cuenta de que debía evitarlo.
"Espera", dijo ella. "¿Lo viste un lunes por la noche?".
"Sí, supongo que sí. Nuestra segunda cita fue un lunes por la noche. La primera cita fue el viernes anterior. Pero a primera hora de la noche, solo una cita por FaceTime. ¿Por qué?"
Vi cómo Zerrin y Hannah cruzaban poco a poco la mirada y estallaban en carcajadas. "Dios mío", gritó Zerrin. "¡Eres la otra mujer!".
En una ciudad de ocho millones, 35.000 de nosotros podemos perecer en una epidemia mientras otros siguen "estando muy bien".
En una ciudad de ocho millones, dos queridas amigas pueden, sin saberlo, empezar a salir con el mismo hombre la misma noche y, de forma independiente, llegar ambas a la conclusión de que él —a pesar de decir algunas cosas adecuadas— no es digno de nuestro amor.
En una ciudad de ocho millones, un hombre que muestra una falta de cuidado por su propia y preciosa vida en una bicicleta en el tráfico urbano puede no saber tampoco cuidar la vida de los demás, y las hermanas aparecen justo cuando necesitamos su protección.
En una ciudad de ocho millones de habitantes, es difícil encontrar a El Elegido. Las matemáticas son vertiginosas: tantas opciones, siempre otra opción, nunca la opción correcta. Me dicen que siga mi instinto, y que dé segundas oportunidades. Que viva un poco, y que vuelva a casa sana y salva. Que congele mis óvulos, y que no me preocupe. Que no me conforme nunca, sino que me comprometa siempre.
Si sirve de algo, sé que se puede confiar en mi cuerpo. Solo que aún estoy aprendiendo su lenguaje.