Por The New York Times | Alex Williams
Era el tipo de noche de fiesta con la que Reece Clark, de 32 años, un abogado que vive en Olathe, Kansas, había soñado durante los días sombríos de 2020: un bullicioso grupo de amigos y compañeros de trabajo amontonados en una diminuta sala de karaoke, con música y risas retumbando en las paredes.
No obstante, incluso mientras disfrutaba de esta fiesta tan esperada hace unas semanas, Clark sintió una extraña añoranza: la nostalgia del encierro, o, mejor dicho, la añoranza de la intimidad de su burbuja pandémica.
Durante unos meses que parecían interminables del año pasado, los miembros de su burbuja social (formada por su mujer, Katelyn Clark, de 34 años, y otra pareja) hacían todo juntos: noches de juegos, banquetes de UberEats, e incluso un viaje en carretera por el suroeste.
Cuando todos empezaron a retomar sus vidas habituales, Clark sintió que le faltaba algo.
“¿Cuántas veces, como adulto, puedes conectar a ese nivel más profundo?”, preguntó. La empatía, la experiencia compartida. Ahora, dijo, “extraño esa sensación de cercanía”.
Puede sonar extraño sufrir un caso de tristeza por ruptura debido a un acuerdo social que en muchos casos era el equivalente a un bote salvavidas que se mecía en aguas tormentosas (y que, por supuesto, puede volver si no se controla la propagación de la variante delta), pero a medida que los índices de vacunación aumentaban y las agendas sociales empezaban a llenarse este verano, algunas personas se encontraron añorando, y siguen añorando, la camaradería de sus burbujas y la impresión de que compartían un mismo propósito.
“Simplemente hay una sensación de que falta algo”, afirmó Shana Beal, de 41 años, directora de comunicaciones de una organización tecnológica sin fines de lucro que vive en Greenbrae, California, al recordar el grupo de tres familias, llamado el “Equipo del coronavirus”, que se formó solo porque su familia compartió una casa en el lago Tahoe con otras dos familias durante un fin de semana largo en marzo de 2020, cuando las ciudades estadounidenses empezaron a cerrar.
Antes de la pandemia, las tres parejas eran solo unos padres del vecindario que eran amigos, comentó Beal. En cuanto comenzó el confinamiento, se hicieron inseparables y habitaron un mundito de seis adultos y seis niños que cenaban juntos, hacían ejercicio juntos y se aconsejaban unos a otros en los ataques de ansiedad, las peleas matrimoniales y los momentos de desesperación.
Las restricciones en California disminuyeron y el “Equipo del coronavirus” se comprometió a permanecer unido. Cuando una de las familias se mudó a Austin, Texas, Beal lloró. En lo que respecta al resto de las familias, “los niños asisten a campamentos de verano, pero son campamentos diferentes”, dijo Beal. “Se van de vacaciones, pero no están juntos. De hecho, ahora tengo que contactarlos y preguntarles: ‘¿Qué día estás libre?’ Casi quiero poner su calendario de viajes en mi agenda”.
¿Quién podría haber predicho esto? Con frecuencia las burbujas pandémicas se organizaban sobre la marcha, con amigos o con quien estuviera disponible. Para la mayoría, eran una medida provisional. Oye, al menos las margaritas en el patio trasero con esos amigos de la cuadra son mejores que otra fiesta de trivias por Zoom, ¿no?
No obstante, con el paso de los meses, el espíritu de “nosotros contra el mundo” empezó a imponerse.
“Era como la universidad”, comentó Beal. “Se entendía que salíamos juntos todos los fines de semana, porque éramos los únicos con los que podíamos salir”.
Desde hace décadas, los sociólogos han identificado tres condiciones para hacer amigos íntimos: “la cercanía; las interacciones repetidas y no planificadas; y un entorno que anime a la gente a bajar la guardia y confiar en los demás”, según Rebecca G. Adams, socióloga de la Facultad de Ciencias Humanas y de la Salud de la Universidad de Carolina del Norte en Greensboro. (La cita procede de un artículo del New York Times de 2012 sobre la dificultad de hacer amigos después de los 30 años).
Esas condiciones eran demasiado evidentes en muchas burbujas, en especial cuando los compañeros de grupo compartían la litera.
“Nuestro grupo vivía en una casa sin secretos”, narró Sabine Heller, de 44 años, una ejecutiva de una empresa médica emergente en Manhattan que pasó gran parte del año pasado con un grupo de amigos en una casa del Valle del Hudson.
A pesar de los brutales horarios de trabajo a distancia, que a menudo los mantenían encorvados frente a las computadoras portátiles hasta pasada la medianoche, los compañeros de casa forjaron lazos poderosos durante los fugaces momentos de inactividad, explicó Heller.
Autobautizados como la “Comuna de la cuarentena”, los miembros bromeaban sobre sus estrategias para relajarse, parecidas vagamente a las de una secta: esforzarse para tomar clases de Zumba en grupo, meditar juntos en un baño de sonido y disfrutar del desayuno juntos con la misma pijama de Desmond & Dempsey.
“Hay muchas cosas que extraño”, dijo Heller sobre la vida en la burbuja. “La desenvoltura, la comodidad, pero sobre todo, la completa ausencia de artificiosidad y pretensiones”. , dijo. “Estábamos bebiendo cervezas en un río, pero el hecho de hablar de cosas triviales con gente que apenas conoces te hacía preguntarte: ‘Por qué estamos haciendo esto?’.
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