Por The New York Times | Lavinia Spalding
NO ESTABA DISPUESTA A CONFORMARME CON MENOS QUE EL DESTINO, PERO ESTAR BUSCANDO UNA ILUSIÓN ROMÁNTICA CASI EVITÓ QUE ENCONTRARA EL AMOR.
La noche que acepté probar las citas por internet, le dije a mi compañera de piso Meghan que esperaba no conocer a nadie porque no era el tipo de historia que quería contar.
“Me conozco”, le dije. “Todo lo que no sea parte del sino no funcionará”.
Siempre me ha gustado la palabra “sino”. De origen latino (de la palabra “signum”, que significa señal o presagio), no es más que un sinónimo ñoño de destino. Pero desde muy joven he creído en él, lo he buscado y he confiado en que lo encontraría.
Eso es culpa de mis padres.
Mi madre y mi padre se conocieron en una fiesta en Boston cuando ella tenía 22 años y él, 17. Mi padre era alto y delgado, con una barba puntiaguda, y cuando se coló en la fiesta con su guitarra clásica, mi madre le echó un vistazo y le dijo a una amiga: “Es el indicado para mí. Me voy a casar con él”.
“Será mejor que te lo presente”, dijo la amiga, llevándola hacia él. “Dolly, te presento a Wally. Están hechos el uno para el otro”.
Mis padres volvieron a casa juntos esa noche, y seis semanas después robaron el auto de mi tía y condujeron a través del país hasta San Francisco. Eran “beatniks”, así que se dirigieron a City Lights Books, donde el propietario, Lawrence Ferlinghetti, les dio de comer espagueti y whisky y los dejó pasar una noche en el sótano de la tienda.
Sin embargo, después de un tiempo en la ciudad, se les acabó el dinero, así que llamaron a mi abuela y le mintieron diciendo que se habían fugado para casarse. Ella les envió dinero y regresaron a Boston, donde se hicieron pasar por recién casados para vivir juntos.
Un año después, pidieron prestado el Triumph roadster de un amigo y condujeron hasta Carolina del Norte, donde podían casarse sin el consentimiento de sus padres. Estuvieron casados durante 43 años, hasta que mi padre murió en 2004.
Así que la idea de “nos conocimos por internet” no me hizo sentir mariposas en el estómago.
Sin embargo, a punto de cumplir los 40, sin haberme casado y con una impaciencia creciente, redacté un perfil extenso que incluía mis libros, música y películas favoritas. Cuando llegué a la pregunta “¿Qué buscas en una relación?”, no pude evitarlo.
“El sino”, escribí. “¿Es mucho pedir?”.
Meghan me había convencido de empezar a tener citas en línea con la promesa de que ella también lo haría. Para tener opciones, nos registramos en dos sitios: OkCupid (que era gratuito) y eHarmony (que definitivamente no lo era). Pronto Meghan empezó a tener citas y a regresar a nuestro departamento de San Francisco con relatos de tergiversaciones y conversaciones incómodas.
Yo me quedé en casa. No había detectado ninguna señal del sino (ni siquiera ninguna coincidencia artística o literaria), y me negaba a conformarme con menos.
A veces Meghan llevaba su computadora portátil a mi habitación. Una vez me dijo: “Encontré a alguien para ti. Es guapo y divertido, pero demasiado bajo para mí”. (Mido 1,70). En otra ocasión, recibimos el mismo mensaje del mismo tipo: “Lo siento, pero tengo que decir que, a pesar de que lo oyes todo el tiempo, eres innegablemente, sin esfuerzo y sorprendentemente atractiva”.
Me desanimé. Por lo que pude ver, el internet era el lugar donde el sino iba a morir.
Entonces, un día me fijé en un tipo que era guapo, parecía inteligente y decía que horneaba tartas. ¿A quién no le gusta un hombre guapo e inteligente que hace tartas? Además, había rellenado el apartado “Contacta conmigo si...” con la frase “quieres salir de la ciudad”. Yo era una viajera que siempre quería salir de la ciudad, así que lo incluí como uno de mis “favoritos”, el equivalente en OkCupid a invitarle a alguien una copa.
Después de dos días de bromas coquetas, por fin le planteé la pregunta que me preocupaba: “Has puesto música y películas favoritas, pero no libros. ¿Fue un descuido o no te gusta leer?”.
“La música grabada siempre me ha hablado al oído como la palabra escrita le habla a la mayoría”, respondió.
Cerré la computadora. Era hija de libreros, coleccionista de primeras ediciones firmadas de toda la vida y escritora. Hablar de literatura era la cima de la estimulación para mí. La lectura era fundamental para mi identidad.
Unos días después, me envió un mensaje: “Parece que buscas un ratón de biblioteca, lo cual está bien. Pero debes saber que soy un ñoño de las palabras. Sugiero que este asunto se resuelva con una partida de Scrabble”.
Entonces empezó a insertar en los mensajes palabras de alta puntuación como “zootaxia”. La estratagema funcionó; hicimos planes para vernos y jugar Scrabble la semana siguiente.
Dos noches más tarde, volviendo a casa de mi trabajo de mesera, subí a un autobús y me senté junto a un hombre atractivo que se parecía mucho a la foto de perfil del ñoño de las palabras. No podía estar segura, y estaba demasiado nerviosa para echar una mirada de confirmación. Además, era más de medianoche en un autobús público: no era el momento ni el lugar para analizar el rostro de un desconocido.
En lugar de eso, miré fijamente mi celular y no dije nada. ¿Qué posibilidades hay de encontrarme con él, me pregunté, en una ciudad de casi 800.000 habitantes? Pero después de tres paradas, cuando se bajó en el barrio donde me había dicho que vivía, lo supe.
Por la mañana, le envié un mensaje a través de OkCupid: “¿Estuviste anoche en el autobús 71 ya entrada la noche? Me senté junto a alguien que se parecía sospechosamente a tu foto”.
“Vaya”, respondió.
“Caray”, escribí.
Nuestra primera cita duró doce horas. Fuimos a una galería de arte, al mercado de agricultores y a una cafetería, donde jugamos Scrabble. Parecía encantado cuando gané por cien puntos. Esa noche, comimos comida etíope con las manos y luego cruzamos la calle hasta una sala de música donde me llevó a la sección vip para ver cantar a Meshell Ndegeocello en la oscuridad.
Todo el asunto estaba sacado de un libro de texto del sino. Así que, cuando seguía sin leer novelas, y cuando las semanas siguientes revelaban más incompatibilidades —no le gustaba el café, odiaba volar y solo horneaba un tipo de tarta (la de calabaza, la que menos me gusta)— pensaba: pero el universo nos unió. Y entonces le daba otra oportunidad.
Las oportunidades rindieron sus frutos. Aunque nunca bebía café, investigó las técnicas de preparación y aprendió a preparar café en prensa francesa de manera impecable, la bebida que me llevaba a la cama todas las mañanas. Una vez, cuando estaba a punto de dar mi primer sorbo, se precipitó. “¡Aún no!”, dijo, y dejó caer una pizca de sal en mi taza. “Bien, ahora sí”.
También viajó conmigo, pálido y callado, y pulsando repetidamente el botón de llamada para preguntar cuánto durarían las turbulencias. Probó Xanax y Ambien. Nada funcionó, pero juró que su ansiedad por el vuelo no interferiría en futuras aventuras.
Estaba enamorada y feliz, pero las dudas se mantenían a fuego lento. Todavía fantaseaba de vez en cuando con un hombre que tomara café conmigo y leyera novelas en la cama en nuestros frecuentes viajes a India.
Cuando compartí eso con mi terapeuta, me dijo que “hiciera un funeral en honor a la muerte de la ilusión romántica”.
Una tarde de febrero, él y yo estábamos jugando Scrabble en el parque cuando metí la mano en la bolsa de fichas esperando la Q y saqué en su lugar un anillo. Lo dejé caer sobre el tablero como si me hubiera electrocutado. “¿Qué es eso?”.
“Es un anillo”, respondió.
“¿Qué hace aquí?”.
“¿Me harás el hombre más feliz del mundo?”, preguntó.
Han pasado ocho años desde que me tranquilicé y de alguna manera encontré la calma mental para deletrear “Sí” con fichas de Scrabble.
Mi marido sigue sin beber café, pero continúa preparándome sublimes tazas en prensa francesa, y de vez en cuando incluso me lleva una taza ligeramente salada en la cama. Todavía no le gustan las novelas, pero le ha leído fácilmente mil libros a nuestro hijo de 6 años, que comparte mi pasión por la literatura.
Y aunque no ha conquistado su miedo a volar, hemos desarrollado un sistema: tomamos vuelos directos, de día y con clima tranquilo y, si hay turbulencias, se toma dos vasos de vino tinto y se queda dormido. Todavía no hemos llegado a India, pero hemos estado en Italia, Túnez, Portugal, Francia, España y Marruecos. Incluso he llegado a apreciar, poco a poco, la tarta de calabaza. De alguna manera, la suya sabe mejor.
Hace dos años, celebramos el décimo aniversario de la noche en que compartimos un asiento en el autobús 71. Hicimos una reservación en nuestro restaurante favorito, nos arreglamos y esperamos una cena de cuatro tiempos, un buen vino y una conversación ininterrumpida. Sin embargo, cinco minutos antes de que llegara la niñera, nuestro hijo empezó a vomitar, así que lo celebramos en casa con nuestro hijo enfermo en medio de nosotros, viendo una película de Disney en el sofá.
Adiós a la ilusión romántica. Y que le vaya bien. He tardado demasiado tiempo en comprender que la compatibilidad desafía los algoritmos, y que el sino tiene que ver menos con los encuentros fatídicos y los libros favoritos que con encontrar a alguien que esté dispuesto a enfrentarse a sus miedos —y a preparar un café que ni siquiera bebe— solo para estar conmigo.
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