¿Por dónde andarás, Oliveira, en estos días de calor y olores rancios? Me pregunto si estarás fumando galoises debajo de un puente en París o si andarás contando los pesos en Buenos Aires. Ahora que lo pienso, a vos nunca te importaron los pesos. ¿O sí? ¿Cómo saberlo? Sos ese tipo de persona que no se traga las líneas que le quieren hacer recitar. Si fueras Adán, no morderías nunca la manzana. Pero, ¿cómo saber quién es Oliveira cuando Oliveira no es? Cuando estás solo y no sos escrito. Cuando no tenés siquiera tus palabras, tus noemas, tus no-pensamientos. Tal vez estás sentado en el cementerio de Montparnasse, fumándote un cigarrillo junto a la tumba de tu amigo Julio. Yo estuve ahí y no te encontré. No estabas tampoco en el Pont des Arts, y eso que te busqué. No estabas en la rue de Seine, ni en el Quai de Conti, ni en el boulevar de Sébastopol. Tampoco en la rue des Lombards (donde no estaba ni siquiera madame Léonie). Y lo más extraño es que no te encontré en la rue de la Huchette. Subía un fuego sordo, sí, de voces que quieren pero no pueden, de silencios incontenidos y vocales deformadas. Pero no había más. Y el más y el menos son simples mapas mentales, estrategias para... ¿Para qué era, Oliveira? Son muchas las preguntas que quisiera hacerte. Tal vez por eso, cuando ya había recorrido la rue de la Huchette varias veces, para arriba y para abajo (arriba y abajo que, como decís vos, son simples denominaciones, zanahorias que ya no engañan al burro), un hombre me paró para preguntarme «Pourquoi es-tu tellement triste?». Y así, al improviso, me di vuelta pensando que eras vos. Porque no se puede lanzar una pregunta así a un desconocido si no se es un poco Oliveira. Si no se te conoce, al menos. O quizás se puede. En tu París sí que se podría. ¿A que sí? «Je cherche à une personne», j'ai dit avec mon pauvre français. «Alors, sorriut!». Sonreí sin ganas, porque no había nada de qué reír. Porque caminando por la París-Oliveira, buscando señales, símbolos, ranas o, cuanto menos, algún caracol, encontré calles de turistas, fast foods e internet points. Encontré una París de final de comedia hollywoodiana. ¿Quién sabe cómo era entonces? ¿Cómo era esa París de los años ‘60? Esa París tan naïf, donde uno era la ciudad y la ciudad era uno mismo. Quién sabe si no eran tus anteojos (¿usabas anteojos, Oliveira? ¿Lentes, lentes usabas? Una de las tantas cosas que no sé y querría saber), si no eran tus gafas de miope o astigmático que te hacían ver esas callejuelas de cemento, turistas y «entre, entre, nous avons du bon vin», como las otras que supiste des-andar en busca de la Maga. A propósito, de la Maga ni sombra. La busqué incluso en la librería de la rue de Verneuil, donde iba a jugar con el gato. Pero no había gato, ni Maga, ni siquiera librería. Sólo un camión de basura y un nene cayéndose del monopatín, porque la calle estaba llena de tubos amarillos, bolsas de arena y dragones de plástico. Imagino que la librería donde la Maga pasaba sus tardes fue sustituida por algún restaurante vietnamita o indio, o un negocio de artículos para la casa, porque era lo único que se veía por ahí. Y el señor del gato, ése que sabía tanto de historiografía y libros, estará jubilado o empleado como cajero en alguno de esos supermercados «Proxy» de luces de neón y leche en oferta especial 3x2. Pero de la Maga, nada. Tampoco de vos.
Te busqué también por la rue de Seine y ni sombra de vos ni de la mujer que se ajusta la media corrida en el puente de la avenida San Martín. Había una muchacha de pelo azul y rojo, y una mujer sentada en un escalón cantando en francés. Pero nada de Oliveiras ni paraguas. Dicho así, parece tan Oliveira. Parece la misma París por la que andabas. Pero, creéme, no es la misma. O tal vez no es la misma en cuanto para serlo es necesario que no lo sea al mismo tiempo. Y entonces, quizás, el no serlo no existe, de lo que se deduce que sólo nos queda el que lo sea. Ahora que lo pienso, tal vez era y yo no lo vi. No te vi, porteño. Tal vez estabas mirando esa vidriera, junto al hombre fruncido y canoso que leía recostado en la pared. Quizá soy yo la que necesito lentes, viejo querido. Porque te juro (es una manera de decir, no te asustes) que no vi nada de eso. No te vi. Vi sólo los pelos-arco iris y un mercado de frutas y verduras que podía estar ahí como en Tokyo, en Roma o en cualquier lugar del mundo. Eso y un vestido con mariposas planteadas detrás de un vidrio. Capaz que era eso lo que mirabas y yo, al mirarlo al mismo tiempo, no te vi. Porque tenemos los ojos abajo de la frente y de las arrugas, en vez de tenerlos a los costados como los peces, o apuntando hacia todas partes como las moscas.
Pero si estabas, ¿por qué no me llamaste? ¿Por qué no me tiraste de la manga de la blusa para preguntarme pourquoi es-tu tellement triste? Yo te hubiera contestado. Te hubiera dicho parce que je ne trouve pas à une personne. Y hubiera agregado que por qué no hablábamos español, rioplatense, si somos los dos del sur. Yo, de Montevideo, como la Maga (pero no soy como la Maga, aunque me pese, hubiera añadido). Vos, de esa Buenos Aires por donde pensé que andabas.
Pero no. No me llamaste. No me hablaste ni me metiste una piedrita en el zapato. Y entonces yo seguí caminando como autómata, como laberíntica, tan clochard. A ellos, a los clochard, sí que los vi. Y un día, compartí una mirada del Sena con uno. Quería preguntarle por vos, por la Maga, pero no, me dije, para qué. El señor me tirará una ojeada de arriba a abajo y luego me dirá que te vio, sí, te vio. Pero ya no sabe dónde estás. Como yo, Oliveira. Como yo. ¿Dónde andás? ¿Dónde te metiste? Me haría tanta falta encontrarte e invitarte un café o un cigarrillo. No te haría hablar. No te haría preguntas si no quisieras. Pero es que ya no es lo mismo desde que no se te encuentra por ningún lado. París no es la misma, viejo porteño mañoso. Y no es la misma Montevideo, ni Buenos Aires. Ni La Paz, ni Quito, ni Río, ni Caracas. Tal vez Santiago sí, porque es una ciudad que va y, por lo tanto, en pausa, arrêtée. Ya no es la misma Lima, ni Ciudad del México, ni San Salvador, ni Bogotá, ni siquiera La Habana... Oliveira, nos falta la muchacha que se ajusta la media en el puente de la avenida San Martín. ¿Entendés? Nos falta el tornillo. Y es que vos te volviste nuestro tornillo. Y ahora ya no tenemos qué admirar. Adoramos el recuerdo de un tornillo, que es como adorar el sueño de algo soñado por alguien más. Es fractales y genética, pero nada de centros. El centro se volvió un esqueleto vacío, viejo.
Si lo vieras, Oliveira, si lo vieras... Ya no sería lo mismo, si lo vieras. Mirar a través de tus lentes (¿los usas o no? Te hago sólo esta pregunta personal). Eso nos hace falta. Ahora sí, más que nunca, vale la pregunta ¿quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, por la avenida Corrientes, por la calle Durazno, el Largo de Guimarães, la calle Potosí? Quién, sino ese tipo que me preguntó por qué estaba triste, y que tal vez eras vos. Una vez que te aprendimos de memoria, que te buscamos por rincones, por links (si supieras lo que es esta rayuela informática que llamamos Internet), por portales carcomidos y por tacitas de café de la tía-abuela. Una vez que hicimos todo eso, ¿qué nos queda? ¿Dónde vamos a comprar los libros si el señor ahora es cajero del «Proxy»?
¿Dónde te metiste, Oliveira? Vos no estás y cómo cambian las cosas porque no estás. Vos no estás y sería tanto más fácil si estuvieras. Y es tan raro decirte todo esto a vos que nunca te interesó la política, ni siquiera la vida comunitaria. Pero es que, con ese no-meterte, te metiste hasta el tuétano, hasta la inconsciencia, mon vieille adoré. Si estuvieras ya no importaría tanto (o importaría, pero como catapulta) de los maletines en aviones en Buenos Aires, de las mujeres de Ciudad Juárez, de la crisis de 2001, de los secuestros, los silencios obligados, los intereses millonarios. Porque si estuvieras, sabríamos que tendríamos nuestra piedrita. Y que, cuando quisiéramos, podríamos lanzarla con todas las fuerzas. Hasta el cielo.
Ana Laura Lissardy
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